Introducción
El amor no estaba entre sus planes… pero él estaba dispuesto a hacerle cambiar de opinión.
Leticia Padilla se sintió tan aliviada cuando vio aparecer a su nuevo ayudante, que lo puso a trabajar de inmediato… No sospechaba que en realidad se trataba de Fernando Mendiola, ¡su nuevo jefe!
Fernando no pudo resistir la tentación de seguir adelante con aquel inofensivo engaño. Además, así podría estar cerca de la bella Leticia. Pero Leticia ya había sufrido una traición, por lo que quizá, cuando descubriera la verdad, no volvería a confiar en él…
Prólogo
–¡Febrero! La navidad ya ha pasado y la mejor temporada del año aún no ha comenzado –suspiró Celso.
–Quieres decir que todavía no han llegado las hermosas turistas, ¿verdad? ¿Es que no piensas en otra cosa? –Simón se burló de él.
–No. Y tú también piensas en lo mismo, no lo niegues –replicó Celso.
Los mellizos, muy apuestos y en la gloria de los últimos años de la veintena, contemplaban la bahía de la Concha desde la terraza de la Villa Mendiola, ubicada en San Sebastián, España. Era la hora del crepúsculo. A la distancia, el mar se veía amenazador y, a sus pies, los jóvenes distinguían las brillantes luces de la ciudad.
–Les gustaría mi país, hijos. En México, celebramos San Valentín en febrero. El santo patrono del amor. Flores, tarjetas, besos… ambos estarían en su elemento –comentó la madre, no lejos de ellos.
–Es Fernando quien irá a México. –observó Celso– Aunque él no piensa en esas cosas. Lo único que le interesa son sus negocios.
–Su hermano trabaja mucho. Deberían imitar su ejemplo –dijo la madre intentando parecer severa.
La verdad era que los mellizos también trabajaban duro, pero en vez de protestar, se limitaron a sonreír a su madre.
–¿Por qué Fernando vive comprando empresas? ¿Cuándo piensa parar? –preguntó Simón.
–Vamos al comedor. No olviden que ésta es la cena de despedida de Fernando –dijo la madre.
–Le damos una cena de despedida cada vez que se va de viaje –objetó Celso.
–¿Por qué no? Es una buena oportunidad para reunir a la familia –replicó Teresita.
–¿Vendrá Ariel? –preguntó Celso.
–Desde luego que sí. –respondió ella, con firmeza– Sé que discuten de vez en cuando, pero…
–¡De vez en cuando! –se quejaron los mellizos al unísono.
–Bueno, la mayor parte del tiempo. Pero son hermanos.
–No, no lo son.
–Fernando es mi hijastro y Ariel es mi hijo adoptivo, y eso los convierte en hermanos. ¿Queda claro? –replicó Teresita en tono severo.
–Sí, mamá.
El interior de la casa era cálido y confortable. Sin embargo, Teresita miró a su alrededor, insatisfecha.
–Hay demasiados hombres aquí. Debería haber más mujeres. –comentó. Su marido y los hijos la miraron alarmados– ¿Dónde están mis nueras? Debería tener seis, pero no tengo ni una. Esperaba con ilusión la boda de Omar y Carolina, pero… –Teresita se encogió de hombros con un suspiro.
Omar, el hijo mayor, separado de ella desde su nacimiento, el año anterior había viajado para conocerla. Había llegado a San Sebastián con Carolina, la mujer de la que sin duda estaba enamorado. Sin embargo, la joven había desaparecido misteriosamente de su vida y él había vuelto solo a la villa en navidad. Y se había negado a hablar de ella.
Poco a poco, la familia se reunió en el gran comedor y, a pesar de sus quejas, la madre los miró con satisfacción. Sus hijos tenían sus apartamentos en San Sebastián y para ella era una gran ocasión cuando lograba reunirlos en la villa.
Sus ojos se iluminaron al ver a Fernando, hijo de su primer marido, aunque llevaba el apellido Mendiola en honor a su madre.
–Hace demasiado tiempo que no nos vemos. –dijo mientras lo abrazaba– Y mañana vuelves a marcharte.
–Pero no estaré lejos mucho tiempo, mamá. Tardaré poco en dejar funcionando esa compañía en México.
–¿Para qué tenías que comprarla? Estabas haciendo buenos negocios con ellos.
–Decidí comprar Conceptos Electrónica porque no funciona bien. Iñaki Serrano no estaba de acuerdo al principio, pero finalmente accedió a tomar en consideración mi punto de vista.
–Seguro que sí –observó Teresita, con ironía.
Iñaki Serrano había sido el único dueño de la empresa Inversiones Serrano Europa para la que Fernando había empezado a trabajar hacía quince años. Había aprendido rápidamente, había ganado mucho dinero para su jefe y para sí mismo y con el tiempo se había transformado en socio de la empresa. Iñaki ya era mayor, estaba cansado y Fernando era un joven lleno de ideas innovadoras. Con el tiempo, Iñaki le había permitido llevar las riendas del negocio, aunque habría dado lo mismo porque, como una vez observó con melancolía, tarde o temprano la gente adoptaría los puntos de vista de Fernando.
–Voy a recomendar a unas cuantas personas en Conceptos Electrónica y les haré saber mis deseos.
–Eso sucederá si encuentras a alguien que te satisfaga. Lo que no suele suceder.
–Es verdad. Aunque Raúl López, el actual director, recomienda a la subdirectora Leticia Padilla. Pienso observarla con atención.
–¿Recomendar a una mujer? ¿Tú? –comentó Teresita en tono irónico.
Fernando la miró sorprendido.
–Voy a recomendar a cualquiera que haga lo que yo digo.
–¡Ah, te refieres a esa clase de igualdad de oportunidades! Hijo mío, en tu boca todo parece tan sencillo… –rió Teresita.
–La vida es sencilla si sabes lo que quieres y estás decidido a lograrlo.
El aspecto de Fernando traicionaba su doble herencia. De su madre española, fallecida hacía mucho tiempo, había heredado los expresivos ojos oscuros y, de su padre mexicano, la barbilla obstinada y la firmeza de la boca.
–Ariel tarda en llegar –comentó Teresita en voz baja.
–Tal vez no se digne aparecer. Todavía está furioso conmigo desde que convencí a Navarro, el brillante inventor electrónico, de que trabajara para mí; pero no te preocupes, mamá. Ya tendrá su oportunidad de vengarse y seguro que lo hará –dijo alegremente.
La batalla entre los hermanos llevaba años y contribuía a añadir sabor a sus vidas. Sin esa eterna rivalidad, habrían sentido que algo les faltaba.
Finalmente, Ariel llegó cuando la cena casi concluía.
–Hola, mexicanito –lo saludó Fernando.
Era su apodo favorito, un recordatorio de que era el único hijo completamente mexicano entre todos los miembros de aquella familia española.
–Mejor que ser mestizo. Tu problema es que no eres ni una cosa ni otra –replicó Ariel, con una sonrisa.
–Me alegra que hayas venido –dijo Teresita.
–Naturalmente. –Ariel levantó su copa en dirección a Fernando– Tenía que asegurarme de que era cierto que nos deshacíamos de él –añadió en tono sardónico.
Cuando al día siguiente Teresita y Ariel fueron a despedirlo al aeropuerto, ella no pudo evitar un leve suspiro.
–No te preocupes, mamá. –la consoló su hijo al tiempo que le pasaba un brazo por los hombros– Volverá muy pronto.
–No es eso. La gente suele decir que soy muy afortunada porque Fernando jamás me da motivos de aflicción. Y me aflijo precisamente porque es un hombre demasiado fiable. Es tan sensato que nunca comete estupideces.
–Si ha heredado algo de los Mendiola, te prometo que tarde o temprano hará tonterías.
–¿Y tú qué hablas de los Mendiola? Siempre te has negado a llevar nuestro apellido.
Ariel la abrazó.
–No lo necesito. Ya soy suficientemente estúpido.
Capítulo 1
En la sede central de Conceptos Electrónica había mucha tensión, mucho movimiento y todo el personal se preguntaba quiénes serían recomendados y a quiénes se daría de baja.
–No se van a deshacer de mí después de todo lo que he trabajado para esta empresa –declaró con firmeza Leticia Padilla.
–Sí que es mala suerte que ocurra justo ahora. El señor López se iba a jubilar pronto y tú lo habrías sustituido. –dijo Sara, su secretaria, en tono comprensivo– Y lo peor es que no se sabe cuándo llegarán los otros.
–Ni siquiera el señor López lo sabe. «De un momento a otro», es todo lo que puede decir.
–Con toda seguridad no será hoy. ¿Quién empezaría a trabajar un viernes?
–Alguien que tuviera la intención de sorprendernos. Aunque yo no lo voy a permitir.
–Y además hoy es viernes trece, día de mala suerte.
–No me digas que eres supersticiosa. Eso es una tontería. Cada uno se labra su propio destino. Y ahora, vamos a tomar una taza de café. No tienes buen aspecto.
–Me encuentro muy bien. –mintió Sara con valentía– No deberías prepararlo tú. Eres mi jefa.
–Pero eres tú la que está embarazada –replicó Leticia con una sonrisa cálida que suavizaba su severa expresión.
Aunque su bondad natural tendía a asomar a la superficie, ella cultivaba esa severidad, empeñada en que el mundo se la creyera.
–El café descafeinado me sienta bien. –dijo Sara cuando lo hubo probado– ¿Alguna vez has deseado tener hijos?
–Sí. Me casé locamente enamorada de Aldo. Todo lo que quería era ser su esposa y madre de sus hijos. Aunque se me puede perdonar, porque entonces sólo tenía dieciocho años.
–¿Y él valoró tu servil devoción?
–¡Vaya si la valoró! Necesitaba una mujer que trabajara para que él pudiera hacer cursos y conseguir títulos a fin de ascender en su carrera. Cuando lo consiguió, cambió de esposa y yo me quedé sin nada. Así que decidí trabajar duro y hacer mi propia carrera.
–Tuviste mala suerte; pero no todos los hombres son iguales.
–Los ambiciosos, sí. Nos utilizan, a menos que nosotras los utilicemos primero.
–Y eso es lo que tú intentas hacer. –dijo Sara, comprensiva– ¿Eres feliz?
–¿Qué es la felicidad? Puedo decir que no soy infeliz. Todavía recuerdo cómo me sentí cuando Aldo se marchó y juré que nunca me volvería a pasar. Voy a conseguir el puesto de López. Espera y verás. Sólo tengo que convencer a los que vengan de España.
–¿Cómo te manejas? ¿Entiendes el acento español?
–Bien. He visto películas y series para familiarizarme, y además he estudiado euskera, ya que son originarios de la región vasca. Y creo que aquí muchos han hecho lo mismo.
–Pero ninguno está tan preparado como tú. Con esa cabeza y además… –Sara hizo un ademán indicando la figura de Leticia, que se echó a reír.
Era alta, de largas piernas, cuello largo y rasgos bien definidos. Tenía una exuberante cabellera negra, aunque se peinaba con el pelo hacia atrás y trenzado. En la profundidad de sus ojos oscuros, ocasionalmente brillaba una chispa de buen humor, aunque ella se afanaba por ocultarla. Se había creado una imagen de mujer impecable y se ajustaba a ella.
Aunque no lo lograba del todo, porque sabía que en su interior todavía albergaba a la niña que había sido, llena de confianza e ilusiones, absolutamente carente de cálculo. No sólo había amado a su marido, lo había adorado ciegamente. En ese entonces poseía mucho genio y una lengua ingobernable que solía dispararse antes de que su mente pudiera impedirlo. En la actualidad, se permitía un estallido ocasionalmente, aunque también estaba doblegando ese aspecto de su carácter.
–¿Sabes quién vendrá a examinarnos?
–Probablemente Fernando Mendiola. He buscado datos sobre la empresa española a través de la red, pero no hay mucha información. Los dueños son dos socios, Iñaki Serrano y Fernando Mendiola. Encontré algo sobre Serrano, pero sobre Mendiola no hay nada.
–¿Cómo es el señor Serrano?
–Un hombre aburrido, de mediana edad. Ojalá el otro no se le parezca.
Leticia observó el rostro pálido de su amiga y se preocupó.
–Sara, tú no te encuentras bien.
–Se me pasará.
–No, te irás a casa ahora mismo. –dijo al tiempo que llamaba a recepción para que pidieran un taxi– Vete y no vuelvas hasta que te sientas bien.
–¿Y cómo te las arreglarás sin mí?
–Me las arreglaré –afirmó con una brillante sonrisa.
Minutos más tarde, bajaron a recepción. Leticia acompañó a Sara hasta el taxi que la esperaba y le hizo un gesto de adiós con la mano.
Luego volvió a su despacho pensando que era el peor momento para quedarse sola. Entonces llamó al departamento de personal y explicó que necesitaba con urgencia una secretaria temporal.
–No se preocupe. En cinco minutos le enviaremos a una persona.
–No me dejaré vencer por las circunstancias. Nada me va a derrotar –Leticia se dijo una y otra vez con los ojos cerrados.
Cuando los abrió nuevamente se llevó la sorpresa de su vida.
Un hombre joven la miraba con gran interés desde la puerta.
Capítulo 2
Era muy alto, de cabellos y ojos castaños. La boca era amplia y firme y parecía mirarla con aire divertido. Leticia deseó desesperadamente que sus labios no se hubieran movido mientras repetía su mantra.
–¿Puedo ayudarlo? –preguntó con tranquilidad.
–Busco a Leticia Padilla. Abajo me dijeron que la encontraría aquí.
El departamento de personal se encontraba en la planta baja y era bastante común que contrataran asistentes masculinos.
–Yo soy Leticia Padilla. Me alegra que haya venido tan pronto. Dijeron que me enviarían un sustituto en cinco minutos, pero… –murmuró mientras se encogía de hombros.
–¿Sustituto?
–Bueno, no es una sustitución permanente. Sólo temporal, hasta que mi secretaria se recupere. ¿Lleva mucho tiempo en la empresa?
–No, muy poco –contestó con cautela.
–No se preocupe, no tardará en ponerse al día. Ahora estamos sumidos en un torbellino. Una firma española llamada Serrano Europa ha comprado nuestra empresa y muy pronto llegará alguien a hacerse cargo de ella. Todos estamos nerviosos, esperando con temor que nos digan cuál será nuestro destino.
Él alzó una ceja.
–¿Temor? ¿Usted?
–Sí. –respondió con una media sonrisa complacida– Bueno, lo veremos cuando me haya reunido con Su Majestad.
–¿Y quién es?
–Fernando Mendiola. El «gran hombre» que vendrá a meternos a todos en cintura. ¡Qué desfachatez!
–¿No será un poco pronto para juzgarlo? Tal vez sea una persona correcta.
–¿Correcto? –espetó. Repentinamente, su talante cuidadosamente cultivado se rompió bajo el peso de la rabia– ¿Correcto? Es un depredador que piensa que puede hacer lo que quiere y al infierno con los demás. Ojalá estuviera aquí para decirle lo que pienso de un hombre que, en la creencia de que todo se puede comprar con dinero, viene a esta empresa y se encarga de trastornar mi ascenso cuando estoy a punto de conseguirlo.
–Ésa es una de las virtudes del dinero –observó él, con suavidad.
–¡Al diablo con las virtudes y al diablo con Fernando Mendiola! –espetó Leticia.
La visión de sus ojos como ascuas lo dejó hechizado. Muchos hombres habían perdido la cabeza por unos ojos como ésos, pensó. Y él corría el peligro de ser unos de ellos.
–Bueno, no comente con nadie lo que acaba de oír. No debí haber hablado con tanta libertad ante usted –dijo con un suspiro cuando se hubo calmado.
–Mis labios están sellados. Juro que nunca le diré a Fernando Mendiola lo que piensa sobre él.
–Muchas gracias.
–De nada.
Él se aclaró la garganta mientras luchaba contra una tentación arrolladora. Un hombre juicioso le diría la verdad antes de que fuera demasiado tarde. Aunque la verdad era que nunca había tenido tan pocos deseos de ser juicioso.
–A propósito, debí haberle preguntado su nombre.
–¿Qué?
–Su nombre.
–Ah, mi nombre. –murmuró. «Dile la verdad. Sé honesto. Juega limpio. ¡Al diablo!» Fernando pensó todo esto antes de decir– Me llamo Tomás Mora.
Había sido el nombre de su padre, aunque hacía largos años que Fernando vivía en España bajo el apellido Mendiola. Y gracias a su madre, todavía podía hablar español sin trazas de acento.
–Muy bien, señor Mora.
–Puede llamarme Tomás.
–Y usted puede llamarme señorita Padilla –replicó con firmeza, pensando que era hora de recuperar el terreno que había perdido por su explosión de franqueza.
–Sí, señora –contestó Fernando, en tono sumiso.
–Mejor será que nos pongamos a trabajar cuanto antes.
–¿Podría concederme unos cuantos minutos? Vuelvo enseguida.
–Desde luego.
Raúl López pensó que era una desgracia haber llegado con media hora de retraso precisamente aquel día, que era crucial para la empresa.
–Ah, no… –murmuró al ver al hombre que lo esperaba en su despacho–. Señor Mendiola… puedo asegurarle...
–No se preocupe, Raúl. He venido a su despacho sólo para una breve charla.
–Puedo enseñarle la oficina y presentarle a…
–Más tarde. He estado examinando los acuerdos financieros que le propusimos Iñaki y yo, y creo que son un tanto exiguos. Estoy seguro de que merece una cantidad más generosa.
–Siempre es de agradecer. El señor Serrano me dijo que la empresa no podía pagar más.
–Déjemelo a mí. Yo me encargaré de eso. –Mendiola se dirigió a la puerta y luego se volvió a él– A propósito, preferiría que nadie supiera quién soy. Al menos por ahora. Creen que me llamo Tomás Mora. Eso me dará la oportunidad de conocer a la gente de una manera más espontánea. Estoy seguro de que me apoyará en esto.
–Por supuesto. Cuente conmigo –dijo López de inmediato.
Capítulo 3
Leticia levantó la vista de su computadora cuando Fernando entró en su despacho.
–Me gustaría que estudiara estos archivos. Le dirán mucho sobre el modo en que Conceptos y Serrano han interactuado desde que hace un año empezaron a trabajar juntos.
–Para ser más exactos, hace quince meses. El trabajo conjunto comenzó cuando Conceptos hizo una oferta relativa a la fabricación de una nueva clase de enchufes para computadoras.
–Excelente. Veo que ha hecho la tarea.
Luego procedió a ponerlo al día acerca de las actividades de la empresa y su relación con Serrano, haciendo gala de una mente despejada e informada hasta el más mínimo detalle. Fernando se quedó impresionado.
También tuvo que reconocer que no le era fácil concentrarse a causa del aroma que emanaba de ella; un perfume original, sutil y misterioso que le llegaba por oleadas hasta el extremo de hacerle pensar si de veras existía. Fernando estaba acostumbrado a los perfumes demasiado intensos y dulces con que las mujeres intentaban atraerlo. En cambio, el de ella era fresco y suave; un aroma contenido, como el del invierno a punto de convertirse en primavera.
En ese momento, sonó el teléfono.
–¿Sara? ¿Qué noticias tienes?
–Estoy hospitalizada. El médico dice que tengo que estar en reposo durante el resto del embarazo, así que desgraciadamente pasarán algunos meses antes de que pueda volver a la oficina. No sabes cómo lo siento, Leticia.
–No te preocupes por nada. Lo único que importa es que el bebé se encuentre bien.
–Dios te bendiga.
Pensativamente, Leticia puso el teléfono en su sitio.
–¿Su secretaria? ¿No volverá?
–Así parece. En todo caso…
En ese preciso momento, una joven entró apresuradamente.
–¿Señorita Padilla? Siento no haber podido llegar antes. Me envían del departamento de personal. Dijeron que usted necesitaba una secretaria.
–Pero… –Leticia miró a Fernando.
–Es un poco complicado –el hombre empezó a balbucear con inquietud.
–¿Quiere esperar fuera, por favor? –le pidió Leticia a la secretaria con amabilidad. Cuando se hubo marchado, se enfrentó a Mendiola– ¿Quién es usted?
–Ya se lo dije. Me llamo Tomás Mora.
–Pero, ¿quién es Tomás Mora? ¿Y por qué dice que es mi nuevo secretario cuando no lo es?
–Seamos justos. No le he dicho que fuera su secretario. Usted sacó esa conclusión precipitadamente. No me dio la oportunidad de explicarme, simplemente se limitó a darme órdenes y yo obedecí. Tiene que reconocer que ése es su modo de actuar.
Fernando sabía que exageraba, pero cualquier cosa era mejor que decir la verdad. ¿O no? Tal vez ésa fuera su última oportunidad para aclarar la situación.
Entonces aspiró una gran bocanada de aire y, cuando estaba a punto de hablar, una voz desde la puerta selló su destino.
–¡Tomás, amigo mío, es un placer verte por aquí! –exclamó Raúl López acercándose a él con una sonrisa, consciente del papel que le tocaba jugar. Fernando dejó escapar una maldición mentalmente– Veo que ya conoces a Leticia. Excelente –añadió totalmente ajeno al desastre que provocaba.
–Oh, sí. Has llegado justo cuando nos estábamos presentando–dijo Leticia cortésmente, con una fría mirada.
–Aún no le he dicho quién soy ni de dónde vengo. –declaró Fernando al tiempo que le lanzaba a Raúl una feroz mirada de advertencia– Es un poco complicado… pero digamos que soy una especie de embajador de Serrano Europa que ha venido a preparar el terreno antes de la llegada de la artillería.
–¿Y visitar primero mi despacho era parte de la preparación del terreno?
–Señorita Padilla, su nombre ha sido mencionado como uno de los más valiosos de la firma. Y ahora que hemos hablado, voy a pedirle que me asesore con su información sobre la empresa. Tal vez los tres podríamos comer juntos e intercambiar opiniones.
–¡Buena idea! –exclamó Raúl.
–Muy amable por su parte. –contestó ella con fría tranquilidad– Pero temo que mi comida va a consistir en una manzana en mi escritorio. Ha llegado una secretaria nueva y tenemos mucho que hacer.
Raúl, aterrorizado, murmuró con urgencia.
–Leticia, creo que…
–Naturalmente que respeto su decisión. –intervino Fernando con suavidad– Lo dejaremos para otra ocasión. Raúl, ¿por qué no vamos a charlar a otra parte?
Ambos se marcharon dejando a Leticia con la sensación de que las cosas se habían complicado por su culpa y con el deseo de golpearse la cabeza contra la pared.
Cuando su jornada hubo terminado, fue a ver a Raúl. Este le dijo alegremente que el recién llegado se había marchado hacía una hora.
Y no había intentado volver a hablar con ella, lo que significaba que sí había complicado las cosas.
En el estacionamiento de la empresa se dirigió a su coche nuevo, cuyas líneas relucientes siempre le producían bienestar.
Pero esa vez no fue así. Bajo su calma aparente, estaba furiosa. La habían sorprendido con la guardia baja y había revelado sus verdaderos pensamientos. Y eso no se hacía cuando alguien como ella necesitaba urgentemente llegar a la cima de su carrera.
Seguro que ese hombre contaría que no sólo había sido tan estúpida como para confundir su identidad, sino que además se había referido con hostilidad a los nuevos jefes. ¡Magnífico!
Capítulo 4
Mientras conducía hacia la salida del edificio, Leticia notó que otro coche la seguía. Ya en la calle, se mantuvo detrás de ella a una distancia prudente. A través del espejo retrovisor vio que era él.
En cuanto pudo, se detuvo a un lado de la acera y bajó del coche dispuesta a enfrentarse al señor Mora.
–¿Me está siguiendo?
–Sí. Intenté alcanzarla en el estacionamiento, pero la perdí de vista. Pensé que podríamos hablar.
–Hablamos esta mañana y todavía lo lamento.
–De veras que lo siento. Fue una estupidez por mi parte. Intentaba jugarle una broma y salió mal, pero cuando usted dio por sentado que yo era su secretario… bueno, ¿me va a culpar por haberle seguido el juego?
–Sí. Se comportó de un modo muy poco profesional.
–¿Y cree que es muy profesional no haber comprobado los hechos primero? –replicó, enfadado– Mire, lo siento. No quiero que esto se convierta en una disputa.
–Se convirtió en una querella en el mismo instante en que usted decidió que yo estaba allí para entretenerlo y mañosamente me hizo decir… –Leticia se paró en seco.
–Yo no la obligué a decir cosas como «¡Al diablo con Fernando Mendiola!».
–Y con eso puedo dar por concluidas mis expectativas con los nuevos jefes. Porque tarde o temprano tendrá que informarles. Y si no lo hace, pondrá en peligro sus propias expectativas.
–No se preocupe por mis expectativas. –dijo con tranquilidad– Tengo la virtud de pensar primero antes de hablar. Para ser una mujer ambiciosa, es sorprendentemente imprudente.
–¿Cómo iba a saber que usted…?
–¿Que no soy un subordinado? Mire, olvidemos el asunto. Estoy cansado después de un viaje bastante accidentado. Apenas he dormido. No estoy en mi mejor momento y estoy diciendo cosas que no debería. Me gustaría disculparme como corresponde invitándola a cenar.
–No, gracias. Tengo planes para esta noche. Y ahora, señor Mora, si me perdona, debo volver a casa. Le sugiero que pase la noche escribiendo un informe destinado a sus jefes.
–No era mi propósito pasar así la velada.
–Si me vuelve a seguir, llamaré a la policía.
–¿Para qué? Con toda seguridad usted sabe manejar situaciones como ésta sin ayuda de nadie.
–Una observación absolutamente innecesaria.
–Pensé que lo tomaría como un cumplido.
–Nuestras ideas difieren mucho sobre lo que es un cumplido. ¡Buenas noches!
Sin detenerse a esperar una respuesta, Leticia subió a su coche y, aun a riesgo de estropear el motor, arrancó el vehículo con exagerado ímpetu. Con un suspiro, Fernando volvió al suyo y lo puso en marcha.
Lo que sucedió después fue algo que nunca pudo explicarse, salvo que de pronto olvidó que estaba en México y que allí se conducía de forma diferente. Tal vez a la luz del día lo habría hecho mejor, pero el resplandor de las luces de los otros vehículos le hizo perder el sentido de la dirección. Entonces se produjo un espantoso ruido de metales que chocaban y sintió un fuerte golpe en la cabeza.
De pronto, vio que Leticia abría su puerta.
–Formidable. Lo único que me faltaba era que un payaso me destrozara el coche… Oiga, ¿se encuentra bien?
–Sí, muy bien –mintió mientras parpadeaba en un vano esfuerzo por despejarse.
–No lo parece. ¿Se ha golpeado la cabeza?
–No es grave. ¿Y usted? ¿Se ha hecho daño?
–No, todo el daño se lo ha llevado el coche.
Fernando salió muy despacio del vehículo porque la cabeza le daba vueltas y echó una mirada a las abolladuras. No había duda de que la culpa era suya, pensó enfadado consigo mismo por tener que ceder ante ella.
–Lo siento.
–No se preocupe. Ahora iremos a un hospital para que le hagan un reconocimiento.
–Es sólo un rasguño.
–Está bien, aunque lo mantendré vigilado un rato. Venga a casa conmigo. No. –añadió al ver que Fernando se dirigía a su coche– Usted no va a conducir en ese estado. Lo haré yo.
–No quiero dejar el coche abandonado.
–No se quedará aquí. Si sostiene la linterna, yo ataré el cable de remolque.
Fernando tuvo que admitir que unió los dos vehículos con la eficacia de un mecánico.
Diez minutos después, llegaron a un elegante edificio de departamentos donde Leticia estacionó los dos vehículos con suma habilidad.
El costoso piso se encontraba en la segunda planta. Era pulcro, elegante y amueblado con exquisito gusto, aunque a Fernando le pareció que faltaba algo que no supo definir.
–Siéntese y déjeme mirarle la frente.
Fernando tuvo que admitir que la cabeza le dolía horriblemente y una mirada al espejo le devolvió una fea magulladura y algunos cortes sangrantes.
–No tardaré nada en limpiarle las heridas y después le prepararé un café fuerte.
Fernando se acomodó en el sofá con los ojos cerrados. De pronto, le pareció oír que ella hablaba por teléfono, pero cuando abrió los ojos, Leticia estaba a su lado con una taza de café en la mano.
–Bébase esto.
–Gracias. Llamaré un taxi para que me lleve al hotel. Siento mucho lo de su coche, y por cierto que pagaré la reparación.
–No hace falta. El seguro corre con los gastos.
–No, lo haré yo –se apresuró a decir pensando en los documentos que de otro modo tendría que rellenar con su verdadero nombre.
Justo en ese momento llamaron a la puerta y, al cabo de unos minutos, Leticia volvió a la sala con un hombre joven.
–Éste es el doctor Santamaría. Lo llamé en cuanto llegamos a casa.
–Le dije que me encuentro bien –gimió.
–¿Por qué no me deja decidirlo a mí? –intervino el médico, con amabilidad– Tiene una leve conmoción; nada serio, pero debe irse de inmediato a la cama e intentar dormir –dijo tras examinarlo.
Fernando lanzó a la joven una mirada de reproche.
–Entonces me voy de inmediato.
–¿Tiene alguien que lo cuide? –preguntó el médico.
–Realmente, no. Se hospeda en un hotel, por eso lo he traído a casa –intervino la joven.
–Tonterías –protestó Fernando.
–Y aquí se quedará –añadió Leticia como si no lo hubiera oído.
–Llévelo a la cama y luego que tome dos de estas cápsulas. –dijo el médico tras sacar un frasco de su maletín– No es necesario que me acompañe a la puerta. Buenas noches.
Capítulo 5
Cuando se quedaron solos, se miraron con ironía. Entonces Leticia sonrió divertida.
–No hay nada como ver al oponente en desventaja para recobrar el buen humor –le reprochó Fernando.
–Hay un supermercado muy cerca de aquí. Iré a buscar algunas cosas para usted y cuando vuelva prepararé su cama. Y no se le ocurra marcharse.
–No se preocupe. No podría.
En el supermercado, Leticia compró espuma y loción de afeitar, calcetines y ropa interior.
Tuvo que adivinar la talla, aunque no le fue difícil. Él era alto, esbelto y de amplios hombros. Justo el tipo de hombre que le gustaba. Finalmente, compró unos comestibles y se apresuró a regresar a casa.
Lo encontró tendido en el sofá, con los ojos cerrados. Luego fue a cambiar la ropa de su propia cama porque no disponía de habitación de invitados.
–¿Cómo me he metido en esto? –murmuró– Hace una hora yo estaba planeando una horrible venganza.
Cuando volvió a la sala, Fernando estaba despierto y mirando a su alrededor con aire aturdido.
–La cama está preparada. Le he comprado algo para la noche. El paquete está en el dormitorio.
–Gracias. Es muy amable. Puedo manejarme solo.
La habitación estaba iluminada tenuemente por una pequeña lámpara puesta en la mesilla de noche. Fernando sintió un gran alivio porque le dolía mucho la cabeza. Se quitó la ropa, se puso los calzoncillos que ella había comprado y decidió descansar unos minutos antes de ponerse la camiseta.
Fue una bendición acomodar la cabeza en la almohada y sentir que el dolor se calmaba con el sueño.
Leticia durmió en el sofá. De madrugada se despertó repentinamente y se puso a escuchar con atención. Todo estaba en completo silencio y un leve resplandor se filtraba por el resquicio bajo la puerta del dormitorio.
Entonces se acercó a la puerta y, tras unos segundos de vacilación, abrió suavemente.
La ropa estaba desparramada por el suelo y Fernando dormía de espaldas con la camiseta en una mano. Al notar que su respiración era regular y relajada, Leticia concluyó que todo iba bien. Entonces se acercó a la cama sigilosamente con el propósito de apagar la luz. Tal vez la repentina oscuridad perturbó al durmiente porque murmuró algo, se volvió de lado con un brazo fuera de la cama y su mano rozó el muslo de ella.
Leticia se quedó petrificada. Lo que menos deseaba era que despertara y la viera allí. Entre la amplia cama y el armario había un estrecho espacio y la mano le impedía pasar. Así que la movió suavemente para abrirse paso, pero de pronto los dedos de Fernando apretaron los suyos.
Con la respiración contenida, Leticia se arrodilló y trató de liberar su mano. En ese momento, un tenue rayo de luz iluminó el rostro del hombre, que estaba muy cerca del de la joven, y ella pudo contemplar las líneas de su boca. Por la mañana había notado que esa boca delataba una especie de sarcástica seguridad pero, en ese instante, le pareció más suave, más benévola, pronta a la sonrisa y a una risa espontánea, incluso encantadora.
Cuando pudo mover la mano, Leticia abandonó apresuradamente la habitación sin mirar atrás.
Fernando despertó repentinamente. El dolor de cabeza había desaparecido por completo y se sintió invadido por una intensa sensación de bienestar. Tal vez tuviera algo que ver con esa mujer extraordinaria que había aparecido en su vida el día anterior y que le había impulsado a conducirse de un modo extraño. Fernando se preguntó si volvería a reconocerse.
Aunque la verdad era que nunca se había reconocido del todo en los largos años en que había adoptado una doble personalidad.
No lograba recordar a su madre, Elsa Mendiola, fallecida pocas semanas después de su nacimiento. De hecho, sus primeros recuerdos se remontaban a los cuatro años, en la oficina del Registro Civil, mientras su padre contraía matrimonio con una joven de diecinueve años llamada Teresita Sáenz.
Él había adorado a esa mujer y se había sentido seguro junto a ella. Pero había descubierto que la posesión del ser amado no duraba para siempre. Dos años más tarde, Teresita y Tomás adoptaron a Ariel , que era de la misma edad de Fernando. «Serán compañeros», fue el comentario general.
Y lo habían sido. A pesar de los mutuos sabotajes a sus proyectos infantiles, habían hecho una alianza contra el mundo. Aunque era una alianza frágil, siempre al borde de la ruptura.
Su recuerdo más doloroso se remontaba a los nueve años, cuando Tomás y Teresita se divorciaron y ella se marchó llevándose a Ariel , y sólo hasta mucho tarde fue capaz de comprender que no había tenido otra alternativa. Él era hijo de Tomás, pero no de Teresita, que únicamente podía pedir la custodia de Ariel. Fernando se quedó junto a su padre con el dolor de sentirse abandonado por la única madre que había conocido. Hasta que dos años después, Tomás falleció y sus parientes Mendiola se lo llevaron a vivir a San Sebastián. Para su alegría, Teresita fue a visitarlo, y así fue como ella conoció a Humberto, el tío de Fernando, y pronto se casaron.
Fernando adoptó el apellido de su tío y desde entonces nunca dejó de sentirse un auténtico Mendiola. Sin embargo, ante esa hermosa y fascinante mujer cuya cama ocupaba, no podía ser Fernando Mendiola.
Capítulo 6
Eran las siete de la mañana y todavía estaba oscuro en esa época del año. Tras ponerse los pantalones, Fernando abrió un poco la puerta.
Un haz de luz iluminaba a la joven, que estaba de perfil junto a la ventana.
Tardó un instante en reconocerla. Esa misteriosa criatura con los largos cabellos negros que le caían sobre los hombros, sobre los pechos y hasta la mitad de la espalda, era muy diferente a la mujer austera que había visto de día.
La pálida luz gris perfilaba su figura, apagando los colores, hasta dejarla convertida en una sombra. La joven contemplaba la luz naciente como si el amanecer la volviera a la vida.
–Una bruixota –pensó Fernando.
Sí, una bruja; aunque de ningún modo una vieja arpía revolviendo un caldero, sino una bella hechicera cuyas víctimas la seguían a un paraje donde todo podía suceder. Las leyendas españolas estaban pobladas de esas hermosas criaturas cuya belleza era imposible de resistir. El hombre que quisiera descubrir su misterio tendría que seguirla al reino de las sombras y entonces sería demasiado tarde para él.
Fernando sacudió la cabeza, sorprendido de sus propios pensamientos. Solía preciarse de su sentido común y ahí estaba… sumido en fantasías sobre brujas. ¿Pero cómo podía evitarlo enfrentado a su fascinante contradicción? Ella mostraba al mundo un aspecto austero, con el pelo sensatamente peinado hacia atrás y pulcramente vestida.
Y además dormía con un pijama nada seductor, pero de una tela tan fina que la luz que se filtraba por la ventana ponía de relieve sus pechos firmes, la cintura estrecha y las delicadas caderas.
Entonces bajó a la tierra y se fijó en la ropa de cama y las almohadas en el sofá. Ella había dormido allí mientras él ocupaba su cama.
Debía retirarse. Ningún caballero se quedaría contemplando a una mujer abandonada a sí misma contra una luz que casi la dejaba desnuda. Así que un largo instante después, se forzó a cerrar la puerta de la habitación.
Entonces esperó unos cuantos minutos y terminó de vestirse haciendo mucho ruido. Cuando volvió a abrir la puerta, notó que ella había retirado la ropa de cama del sofá.
Leticia salió de la cocina con una amable sonrisa. Llevaba un suéter, pantalones y el pelo recogido con una cinta de colores.
–Buenos días. –lo saludó alegremente– ¿Cómo se siente?
–Mucho mejor después de haber dormido profundamente, gracias. Bueno, gracias por todo, empezando por el hecho de haberme traído a su casa. Tenía razón en cuanto al hotel. Es un lugar lleno de gente, pero habría sido lo mismo que estar solo.
–Aunque siempre habría podido pedir que le enviaran un médico. –observó, divertida– Pero no lo habría hecho. Demasiada sensatez. Y los hombres nunca hacen nada sensato.
–Yo lo hago normalmente. –rebatió Fernando con una mueca– Según mi madre, ése es mi mayor problema. Vive buscándome esposa, aunque dice que mi buen juicio acaba por alejar a las candidatas. Y yo le digo que cuando esté dispuesto a casarme, buscaré una mujer tan sensata como yo, de modo que ninguno notará lo aburrido que es el otro.
Leticia se echó a reír pensando que no tenía nada de aburrido. Bastaba con mirarlo, allí de pie contra la luz de la ventana, que ponía de manifiesto su intensa vitalidad masculina. También notó con alarma que le producía alegría el hecho de que no estuviera casado, aunque no debería importarle.
–Tiene suerte. Conozco muchas damas aburridas que pasarían por alto algunos defectos y se interesarían por usted.
–Gracias, señora –dijo con ironía.
–El cuarto de baño está allí –dijo ella cuando ambos dejaron de reír.
Fernando tuvo que admitir que incluso la elección de la espuma y la loción de afeitar eran perfectas. Era una mujer muy organizada y todo lo hacía bien.
Aunque ése era sólo un aspecto de su personalidad. Había otro que tenía que ver con su lengua ingobernable que solía dispararse sin más, pese a sus esfuerzos por controlarla. Y ése era el aspecto más interesante, el que deseaba conocer más a fondo. No iba a ser fácil, aunque él no dejaría de intentarlo.
Cuando volvió a la sala de estar, oyó que ella estaba en la cocina. Entonces echó una mirada alrededor y volvió a percibir que algo faltaba. Como ella, todo era pulcro y perfectamente ordenado. Pero, ¿qué más era esa mujer? ¿Cuáles eran sus sueños y deseos? Allí no había nada que se los revelara.
Fernando encontró una sola cosa que sugería una vida personal. Era la fotografía de una pareja mayor, con las cabezas unidas, que sonreía abiertamente. La mujer tenía cierto parecido con Leticia. Dedujo que serían sus abuelos.
En el mismo momento que empezaba a sentir el aroma del pan tostado, llamaron al timbre.
–¿Me hace el favor de abrir?
Fernando atendió a un joven uniformado con un gran ramo de rosas, una botella de champán y dos tarjetas.
–Hemos recibido esto en recepción para la señorita Padilla. Todos los años le envían una gran cantidad de cosas para San Valentín.
–De acuerdo, yo se las entregaré.
Entre las hermosas y perfumadas flores había una tarjeta que decía: «Para la única, la niña que transformó el mundo».
–Parece que es usted muy popular. –comentó con asombro al ver su expresión cuando le entregó las rosas. Su sonrisa era hermosa, tierna, llena de amor– ¿De quién son? –Fernando no pudo resistirse a preguntar.
–¿La tarjeta viene sin nombre?
–Así es.
–Bueno si esa persona desea mantener su identidad en secreto, ¿quién soy yo para impedírselo? –dijo con ligereza– Y ahora vamos a desayunar.
Capítulo 7
–Considerando el estado en que dejé su coche bien podría haberme abandonado a mi suerte –comentó Fernando mientras tomaban café.
–Es verdad. Y no sé por qué no lo hice.
–Tal vez sea una persona de buen corazón, capaz de perdonar.
Ella reflexionó unos segundos.
–Debe de haber otra razón, porque yo no soy así. ¿Cómo ocurrió el accidente?
–Olvidé que en México conducen muy rápidamente.
–¿Entonces pasa mucho tiempo en España?
–Sí. Aunque en muchos lugares me siento como en casa.
–Trabaja para Serrano, ¿por eso se encuentra aquí?
–Algo así –respondió vagamente.
–¿Y tiene que presentarles un informe?
–Tendré que hacerlo aunque, por el bien de mi dignidad, no mencionaré lo que ocurrió ayer entre nosotros. Créame que no era mi intención tenderle una trampa. Lo que sucede es que tengo un sentido muy peculiar del humor.
–Y yo no lo tengo en absoluto.
–En el informe voy a escribir: «Carece de sentido del humor: Un problema que habrá que considerar posteriormente, tal vez en una cena».
–¡Váyase de aquí! –exclamó, riendo a su pesar.
–¿Literalmente?
–No, primero termine de desayunar.
Ambos sonrieron.
–Entonces, ¿qué me dice de cenar juntos? ¿Puedo reservar mesa en el hotel Atelli?
Leticia se quedó impresionada al oír el nombre del hotel más nuevo y lujoso de la ciudad de México.
–Es una idea maravillosa, pero sólo si se encuentra suficientemente repuesto para salir.
–Estoy bien. Tendremos que ocuparnos de los coches. ¿Dónde suele revisar el suyo?
–Lo llevo a un taller no lejos de aquí. ¿Está seguro de que desea pagar los daños?
–Totalmente. –dijo con firmeza– Y ahora hablemos de otra cosa. ¿No va abrir sus tarjetas de San Valentín?
Fernando había decidido no volver a tocar el tema, pero parecía que su voluntad se había debilitado de modo lamentable.
–¿Por qué no? –respondió ella, y abrió las dos tarjetas lentamente. Eran reproducciones de flores, aunque ninguna llevaba mensaje. Sin embargo, su rostro se volvió tierno, suave, mientras las miraba con una sonrisa encantadora.
–Está claro que conoce a las personas que le han enviado las tarjetas.
–Por supuesto.
–Y ambos deben de sentirse muy seguros de… bueno…
–Los quiero mucho y ellos lo saben.
–Claro, es lo que me figuré. Pero, ¿no es un poco complicado?
–¿Por qué habría de serlo?
–¿Ellos se conocen?
–Desde luego que sí. ¿Por quién me toma?
–¿Y cuál de los dos le ha enviado las flores?
Ella se encogió de hombros maliciosamente. Cuando Fernando se hubo marchado al dormitorio, Leticia, con su celular en la mano, se encerró en el cuarto de baño y marcó rápidamente un número de teléfono.
–¿Diga? –oyó que contestaba una voz familiar.
–¿Papá? Son realmente hermosas.
–Ah, ya llegaron las flores.
–Y las tarjetas también. Son preciosas, pero ambos están locos. –dijo con una risita– ¿A qué padres se les ocurre enviar tarjetas a su hija para el día de San Valentín?
–Bueno, como te decíamos en una de ellas, tú nos cambiaste el mundo al nacer, cuando ya habíamos perdido las esperanzas de tener un hijo. Espera, Julieta quiere hablar contigo.
–¿Te han gustado, cariño? –oyó la voz alegre de su madre.
–Un gesto encantador, mamá. ¿Y tú?
–También me han enviado rosas. Y el próximo año tal vez haya un hombre que te regalará flores para San Valentín. Oh, sé que dijiste que nunca más, pero tu padre y yo cruzamos los dedos para que se cumplan nuestros deseos.
–No te hagas demasiadas ilusiones, mamá. Te casaste con el único tipo decente que quedaba en el mundo. Aunque, a decir verdad, aquí hay un tipo –añadió de pronto, en tono travieso.
–¿Quieres decir que un hombre ha pasado la noche contigo?
–Sí.
–¿En tu cama? –preguntó con alegría.
–Deberías ser más puritana, mamá, ya casi tienes setenta años.
–Una debe adaptarse a los tiempos que le toca vivir. ¿En tu cama? –insistió.
–Sí, en mi cama; pero no te emociones demasiado. Hay una sola en mi apartamento y se la cedí. El tipo sufrió un ligero accidente y yo lo traje aquí para cuidarlo, eso es todo.
–¿Es guapo?
–Eso no tiene nada que ver.
–¡Tonterías, cariño! Tiene todo que ver –afirmó su madre.
–Bueno, sí. Lo es.
–¿Y qué ha comentado sobre las flores y las tarjetas?
–Se ha mostrado… interesado.
–¿No le habrás dicho que las han enviado tus padres, verdad?
Al oír esas palabras, Leticia dejó escapar una risita.
–No. Eso lo aprendí de ti.
–Muy bien hecho. Mantenlo en la duda. Me parece maravilloso. Voy a contárselo a tu padre. ¿Volverás a verlo?
–Cenaremos juntos esta noche.
–¡Erasmo! ¡Adivina! –gritó su madre–. Buena suerte, cariño.
Cuando Leticia cortó la comunicación se sintió más contenta, como siempre que hablaba con sus padres.
No podía imaginar cómo esa pareja había llegado tan lejos sin descubrir que el amor y el matrimonio eran cosa de necios. Leticia no podía olvidar lo que había aprendido. Los sentimientos más elevados no eran para ella. Actualmente, en su vida sólo cabía la ambición y sus deseos de diversión. Y esa noche iba a disfrutar de ambas cosas. Tomás Mora era una compañía encantadora y, lo más importante, se movía en el centro del poder. Seguro que conocía a Fernando Mendiola y podría decirle cómo alcanzar la meta que se había propuesto.
De pronto, sintió un leve remordimiento de conciencia al pensar que actuaba mal con él, pero sólo duró un instante.
Capítulo 8
Mientras reunía sus pertenencias, Fernando oyó de pronto la voz de su conciencia: «Deberías avergonzarte de ti mismo».
–Es sólo una broma que se me ha ido un poco de las manos. Le diré la verdad en el momento apropiado, digamos, en la segunda copa de champán. Y ahora, ¡cállate! –murmuró.
–¿Está seguro de que puede conducir? –preguntó Leticia cuando él se marchaba.
–Claro que sí. Esta noche pasaré a buscarla vestido con mis mejores galas. Hasta pronto.
Mientras conducía al hotel, otra vez oyó la vocecita en su interior: «Ése no es modo de comportarse. ¿Qué diría tu mamá si lo supiera?».
–Siempre me dice que alguna vez debería hacer tonterías. Y ahora es el momento –murmuró.
Como él había hablado de sus «mejores galas», Leticia se decidió por un vestido largo de terciopelo, ajustado en la cintura y con un amplio escote. Luego se puso un collar y pendientes de oro y unas delicadas sandalias de tacón alto.
Había comprado ese atuendo para una futura celebración, ¿un ascenso tal vez?, pero esa noche era el comienzo de una nueva vida, así que todo estaba permitido.
Luego se peinó con el cabello hacia atrás, pero menos estirado que de costumbre, para no dar la impresión de severidad.
Cuando él llegó a su departamento, sus ojos brillaron al verla, aunque se limitó a sonreír sin decir nada.
Ella se permitió hacer lo mismo. No tenía derecho a estar tan atractivo con ese esmoquin y la corbata de lazo.
Luego la llevó hasta un coche nuevo.
–¿La empresa de alquiler se lo cambió por otro? –preguntó, incrédula.
–Logré convencerlos. ¿Cómo le fue en el taller de reparaciones?
–El coche no sufrió demasiados daños. Les dije que me enviaran la factura, como acordamos.
–Por supuesto. El lunes por la mañana haré una transferencia a su banco.
–No hace falta. Puede darme un cheque.
Fernando murmuró una vaguedad y cambió de tema. Empezaba sospechar que no estaba hecho para una doble vida. Había que estar pendiente de muchas cosas a la vez. A través de la empresa conseguiría el número de la cuenta bancaria de Leticia y le depositaría el dinero en efectivo para evitar dar su nombre. Esa noche pudo haberla invitado a cenar a su hotel, pero ahí lo conocían como Fernando Mendiola, así que descartó la idea. También pagaría la cena en efectivo.
Y en el futuro se comportaría con honradez. Era menos fatigoso.
Llegaron al Atelli tomados del brazo y un camarero los condujo a la mesa. Leticia pensó que era bueno ser tratada como una reina. Ese hombre sabía cómo agasajar y valorar a una mujer. Por un instante revoloteó en su mente la idea de que la velada sería perfecta si en lugar del señor Mora su acompañante fuera el mismo Fernando Mendiola, pero de inmediato desalojó el pensamiento de su mente. Esa noche sería una especie de «tiempo muerto» junto a un hombre encantador. Nada más que eso.
Cuando sirvieron el caviar y el vino, él alzó su copa y Leticia hizo lo propio.
–Brindemos por una hermosa velada… sin obligaciones.
Ella se sobresaltó al oír el desconcertante eco de sus propios pensamientos.
–Sin obligaciones. –repitió lentamente, mientras chocaban las copas– ¿De qué región de México es usted?
–De la ciudad de México, viví mis primeros años en la zona norte. Es probable que uno de estos días me dé una vuelta por allí. Mi padre falleció hace muchos años, pero todavía me quedan algunos familiares y quiero visitarlos.
–¿Y cómo es que vive en España?
–La verdad es que voy y vengo. Tengo familia allí y en ambos países me siento como en casa, aunque España es más cálida, especialmente San Sebastián.
–San Sebastián… un nombre tan sugerente…
–San Sebastián… con sus leyendas de pilluelos corriendo por callejuelas empedradas. No me diga que es una enamorada de los mitos románticos.
–No. –replicó con rapidez– Los mitos sencillamente entorpecen la realidad.
–Puede que estemos demasiado inmersos en la realidad. –murmuró– Espero que pronto pueda viajar a San Sebastián.
–Ojalá fuera posible –suspiró ella.
–Si desea lograr algo en la nueva empresa tiene que familiarizarse con todo lo que es español; tal vez podría empezar por aprender euskera. En la región se usa casi tanto como nuestro idioma.
Ella replicó de inmediato con un breve discurso en un euskera bastante bueno. Fernando se quedó impresionado.
–Eso está muy bien. Se ve que ha trabajado.
–Sí, desde que supe que su empresa iba a ser importante para nosotros. A partir de ese momento, quise ser la primera en negociar con ellos.
La intensidad de su voz y el brillo de sus ojos impactaron a Fernando.
–Me parece que Serrano debería andarse con cuidado. –comentó sonriendo– Antes de darse cuenta, usted ya se habrá adueñado con el negocio. Tal vez debería advertirles, porque no sé si sería prudente contratarla.
–Todo es cuestión de actuar con acierto y convencer al hombre adecuado si quiero lograr mi objetivo.
–¿Y quién es el hombre adecuado?
Leticia respiró a fondo.
–Fernando Mendiola.
Capítulo 9
–¿Quién? –preguntó él sobresaltado.
–Fernando Mendiola. Hasta yo sé que es el mandamás de Serrano Europa.
–Pero usted lo odia. No olvide que ayer lo más amable que dijo sobre él fue: «Al diablo con Fernando Mendiola».
–No fueron más que palabras. –explicó con impaciencia– Ahora hablamos de negocios serios. Aunque para mí será más difícil ya que no se encuentra aquí. Me imagino que no se molestó en venir a México porque no somos lo suficientemente importantes como para merecer una atención personal.
–Veo que no hace nada por complacer a mi ego –se quejó.
–No quise decir…
–Sea valiente y admítalo. Considera que han enviado a un subalterno de poca monta como yo en vista de que el señor Mendiola no tiene tiempo de visitar su adquisición mexicana.
–En absoluto. Lo envió porque usted es mexicano y por tanto capaz de comprender cómo se mueve esta empresa.
–Gracias, aunque está claro que no siente lo que dice –replicó sonriendo.
Aunque Leticia se echó a reír, no lo negó.
–No llegaría demasiado lejos si ahora intento impresionarlo. Ya es demasiado tarde. Usted ya conoce lo peor de mí. Pero él no. No se lo dirá, ¿verdad?
–No diré nada, a menos que él me pregunte directamente sobre usted. Aunque estoy seguro de que no lo hará.
–Muy bien, entonces intentaré hacer caer al león en mi trampa.
–¡Enhorabuena! –exclamó, admirado– Veo que piensa utilizarme para practicar hasta que aparezca la verdadera presa.
Ella lo miró con los ojos brillantes de júbilo.
–No le importa, ¿verdad?
–Al menos me lo pregunta. Muy amable de su parte. Aunque daría lo mismo si dijera que me importa.
–Siempre puede negarse.
–Voy a considerar esa posibilidad.
–Supongamos que usted está de mi parte y me ayuda. Discretamente, desde luego.
–¿Ayudarla? –preguntó con fundada precaución.
–Sí, información confidencial, consejos prácticos, cosas de ese género. Podríamos formar un buen equipo.
–Un equipo implica igualdad en los tratos, ventajas para ambas partes. ¿Qué obtengo yo de eso?
–¿Y qué querría obtener?
Sin saber qué decir, Fernando guardó silencio.
–Es usted una mujer malvada. –dijo finalmente en tono apreciativo– Inteligente, astuta, manipuladora y tramposa.
–No, no soy tramposa. –rebatió al tiempo que ponía un dedo sobre los labios de Fernando– Soy absolutamente franca en cuanto a lo que quiero y lo que haré para conseguirlo. A eso se le llama honradez. No me convierte en una persona grata, pero sí sincera.
–¿Qué entiende por información confidencial?
–Respuestas a preguntas como, por ejemplo, cuál es la mejor forma de abordar a Mendiola, qué tipo de mujer prefiere…
–El de su mujer. Lleva casado doce años, tiene cinco hijos y ella es muy celosa.
–Eso no es cierto. Raúl López me dijo que era soltero.
–Así que ha estado sonsacándole información. Estoy impaciente por saber qué le ofreció a cambio.
–Lo de siempre –murmuró, evitando su mirada.
–¿Y qué es lo de siempre? –preguntó al tiempo que intentaba aplacar su inquietud.
–Satisfacer el deseo de su corazón. No hay otra forma.
–¿Y cuál fue el deseo de Raúl? –preguntó con una sonrisa desolada.
–Completar su colección de videos sobre dinosaurios. Verá, le faltaba uno y afortunadamente mi padre lo tenía. Así que hice una copia para él.
–¿Dinosaurios?
–Eso es. –dijo con los ojos muy abiertos y una mirada inocente– ¿Qué se había imaginado usted?
Capítulo 10
Fernando tardó en calmarse tras el acceso de risa. Luego sacudió la cabeza al tiempo que la miraba con deleite.
–Debería avergonzarse –dijo ella con severidad.
–Y usted también. –replicó al instante– Dígame, ¿la información de López valió la pena?
–No, me temo que su conocimiento es limitado. Ni siquiera pudo decirme qué aspecto tiene el señor Mendiola. «Más bien alto», fue su mejor respuesta. Así que se lo pregunto a usted. ¿Es atractivo? ¿Cuáles son sus preferencias? Vamos, dígamelo.
–¿Intenta seducirlo? –preguntó evitando mirarla.
–Por supuesto que no. Seré más sutil. La seducción sólo sirve para complicar las cosas. Por lo demás, ¿a qué se refiere exactamente cuando habla de seducción?
–Me desilusionas, Leticia. –dijo tuteándola por primera vez– Sabes muy bien a qué me refiero. Admítelo. No lo has pensado a fondo.
–¿Que no lo he pensado? Si supieras la cantidad de horas que he dedicado al tema… Verás, hay muchas clases de seducción.
–No. Hay una sola y deberías aclararte antes de intentar dar caza a ese hombre. Seguro que querrá algo más que un simple video de dinosaurios. ¿Hasta dónde estas dispuesta a llegar?
–No tan lejos como piensas. ¿Por quién me tomas?
–Por una mujer dispuesta a anteponer su ambición a cualquier cosa, como el amor, la felicidad, como ser tú misma.
–Depende de lo que entiendas por ser uno mismo. Para mí significa ser una ganadora. Quiero impresionar a Mendiola con mis conocimientos sobre negocios, mi capacidad para expresarme en su idioma y mi compromiso total con el trabajo.
–¿Y no vas a utilizar tus tretas femeninas para nada?
Ella hizo un leve movimiento de hombros.
–Puede que prefiera otro tipo de mujer.
–A él le gustan todas. –replicó Fernando, olvidando la prudencia– Es peligroso.
–¿Peligroso? ¿En qué sentido? –preguntó con ansiedad.
Él se estrujó el cerebro buscando la manera de describir su otro yo. La situación le empezaba a parecer muy estimulante.
–Es mujeriego, un hombre incapaz de discriminar. Si tienes algo de sentido común, te sugiero que no te enredes con él.
–Me encantan los desafíos.
–Él no será un desafío. Es demasiado fácil atraerlo en ese sentido. ¿Y qué sucedería después?
–Entonces pasaría al plan B.
–Lo tienes todo calculado –observó con ironía.
–Hay que calcular para conseguir lo que se quiere.
–¿Y Fernando Mendiola es lo que quieres?
–No a él personalmente. Lo único que deseo es poder e influencia.
–¿Y su dinero?
–En absoluto. –negó rotundamente– Soy capaz de ganar mi propio dinero.
–No logro entender lo que pretendes verdaderamente. ¿Por qué no nos olvidamos de Mendiola? –sugirió, un tanto inquieto– En tu razonamiento tan pragmático hay contradicciones que tendrás que considerar posteriormente, pero preferiría no desperdiciar esta velada hablando de ese tema.
–¿Qué contradicciones? –inquirió al instante.
Fernando se rindió tras un suspiro.
–Para empezar, mantienes un ejército de novios bailando en la cuerda floja.
–No tengo novios. Bueno… –pareció reconsiderar– al menos no por el momento.
–¿Admiradores entonces? ¿Qué me dices de las tarjetas y del ramo de rosas?
Leticia se echó a reír repentinamente, con auténtico regocijo.
–No me creerás si te lo cuento.
–Inténtalo.
–Eran de mis padres.
–«Para la única, la niña que transformó el mundo» –citó él.
–Cuando yo llegué al mundo, ellos llevaban casados veinte años y ya habían perdido la esperanza de tener un hijo. Hasta donde alcanzo a recordar, siempre me han enviado tarjetas con mensajes similares el día de San Valentín. Son un encanto. Ésa es la verdad. ¿No viste la foto que hay en la estantería de los libros?
–Sí, aunque pensé que eran tus abuelos.
–Tienen casi setenta años.
–¿Por qué no me lo dijiste esta mañana?
–Porque me pareció divertido. No me importa que me consideren una mujer con un ejército de admiradores.
–Señorita Padilla, veo que te gusta tomarle el pelo a la gente.
–Claro que sí, es muy útil. Al principio, las tarjetas pusieron muy nervioso a mi marido. Y al final, nunca estuve del todo segura de que realmente creyera que eran de mis padres.
–¿Al final? ¿Eres viuda?
–Oh, no. Aldo todavía está vivo. Unas cuantas veces estuvo al borde de un súbito final, pero resistí la tentación.
–Se impuso la mejor parte de ti misma.
–No existe en mí una mejor parte. –afirmó alegremente– Simplemente no valía la pena. Con la suerte que tengo, seguro que me habrían descubierto, así que le perdoné la vida.
Cuando terminó de hablar, se encogió de hombros como si el asunto fuera demasiado trivial para continuar hablando de ello, aunque Fernando intuyó que allí había todo un mundo esperando que alguien lo descubriera.
–Presumo que no merece vivir.
–No quiero ser injusta. Realmente no era el monstruo que yo percibía. Me dije a mí misma que el amor podía solucionarlo todo y luego lo culpé cuando la relación fracasó. Nos casamos demasiado jóvenes. Él tenía veintiún años y yo dieciocho. Supongo que ambos cambiamos con el tiempo, o tal vez descubrimos quienes éramos realmente.
–No creo que siempre hubieras sido así. Eres el resultado de lo que él te hizo.
–Me enseñó muchas cosas; entre ellas, el valor del egoísmo absoluto. Es la única forma de progresar. Hay que fijarse un objetivo y avanzar directamente hacia él.
Capítulo 11
Fernando a menudo se había dicho aquello a sí mismo. Pero no podía soportar que ella se hiciera eco de su propia crueldad.
–No hables así –dijo mientras le tapaba la boca con un dedo.
–Tienes razón. –Leticia movió los labios bajo el dedo– Es demasiado revelador, ¿verdad? Frente a los demás tendré que presentarme con mi cara más amable. Afortunadamente no tengo que fingir ante ti. Podemos ser sinceros el uno con el otro. ¿Qué pasa? –preguntó al notar su repentina inquietud.
–Nada. –contestó rápidamente– El camarero quiere traernos el segundo plato.
La mención de la palabra sinceridad recordó a Fernando que no estaba jugando limpio, aunque al mismo tiempo lo invadió la estimulante sensación de haber encontrado una nueva forma de sinceridad.
Había bajado las defensas como nunca en su vida y su corazón estaba abierto a Leticia. ¿No era eso lo que Teresita intentaba decirle todo el tiempo?
–Así que tu marido te enseñó las grandes virtudes del egoísmo.
–Debo decir que aprendí con rapidez.
A Fernando le dolió que se difamara a sí misma, aunque le pareció que utilizaba esa actitud como un escudo contra el mundo.
–¿Y quisiste tener hijos?
Ella tardó en responder.
–Yo quería tener hijos suyos. Antes de casarme con Aldo, no sentía en mí el instinto maternal. Pero con él cambié de idea. Lo que más deseaba en el mundo era ser su esposa y madre de sus hijos. Pero para Aldo nunca llegaba el momento adecuado. Alegaba que éramos demasiado jóvenes y que primero había que hacer otras cosas. Y yo accedí a todos sus deseos. Me pareció que era lo justo a cambio de su amor.
–Pero no te amaba –comentó Fernando, con suavidad.
–Es cierto. –murmuró con la mirada perdida pensando en el hombre que había amado con tanta intensidad– Yo fui útil para él durante un tiempo. Solía llevar ropa muy cara porque tenía que dar una buena impresión en su trabajo. Y yo compraba mi ropa en tiendas económicas porque, ¿a quién le importaba mi aspecto?
–¿A él no?
–Deberías haberlo oído. Se expresaba muy bien. «Querida, no importa como te vistas. Para mí siempre estás hermosa». ¿Qué sucede?
Fernando se había tapado los ojos con las manos.
–No puedo soportarlo. –dijo, angustiado– Qué historia tan mezquina. Pensé que estaba muerta y sepultada hacía mucho tiempo.
–Bueno, ha surgido de la tumba. –contestó ella con aspereza– La verdad es que Aldo me tenía hipnotizada. Si un hombre es tan increíblemente atractivo como él, es imposible creer que no sea más que un pobre tipo –añadió al tiempo que miraba pensativamente su copa, como si intentara tomar una decisión.
Estaba a punto de contar su más penoso secreto a un hombre que sólo conocía del día anterior. Aunque su instinto le decía que era un amigo y que podía confiar en él.
–¿Y qué sucedió después? –preguntó Fernando con suavidad.
–En una ocasión, Aldo tuvo que presentar un proyecto de mercado para la empresa en la que ambos trabajábamos. –prosiguió con una débil sonrisa– Mi puesto era muy inferior al suyo, pero conocía el tema y lo ayudé a hacerlo. Debo decirte que las mejores ideas fueron mías. De hecho, también fui autora de la exposición y presentación. Pero él se las ingenió para convencerme de que el talento era suyo y de que yo sólo servía para el trabajo superficial.
–Entonces te robó las ideas y las utilizó para ascender, ¿verdad?
–Exacto. No tardaron en nombrarlo subdirector de la empresa. Así fue como conoció a la hija del director, que también trabajaba en la compañía.
–Entiendo.
–Un día subí a su despacho para darle una sorpresa. Habíamos discutido y quería hacer las paces con él. Carmina estaba allí, inclinada sobre la mesa, con la cabeza junto a la de Aldo. Con el ceño fruncido, me preguntó quién era yo. Le dije que era la mujer de Aldo y ella profirió un grito ahogado. Él no le había dicho que estaba casado. Nadie en la firma lo sabía. Él era el talentoso Aldo Domenzaín y yo era una simple empleada, así que a nadie se le ocurrió relacionarnos, aunque comíamos juntos de vez en cuando.
Capítulo 12
Fernando sospechó que eso no era lo peor de su historia.
–¿Qué pasó después?
–Esa noche Aldo llegó tarde a casa. Yo había pasado todo el día llorando. Tuvimos una gran discusión. En un momento le dije que cómo se atrevía a fingir que yo no existía. «¿Y por qué tendría que mencionarte?», fue su respuesta. Poco después nos divorciamos y él se casó con Carmina, y desde entonces no ha dejado de ascender en su carrera.
–Desde luego. El yerno del jefe siempre llega a la cumbre.
–Su suegro es un hombre rico y poderoso. Aldo ya tiene dos hijos. Una amiga que los vio dice que son hermosos.
–Y tenían que haber sido tuyos, ¿verdad?
Leticia enmudeció.
–No, desde luego que no. –dijo cuando se recuperó– Tras el divorcio, prometí que ésas serían las últimas lágrimas de mi vida. Y entonces decidí usar con orgullo mi nombre de soltera y labrarme un futuro mejor. –afirmó. Fernando no supo qué decir. Leticia hablaba con ligereza, pero era indudable que estaba muy emocionada– Y ésa es la historia de mi vida.
–No, no es tu vida, sólo ha sido una mala experiencia. No todos los hombres son como tu marido. Ciertos hombres tenemos algunas virtudes compensatorias.
–Desde luego que sí. Me gustan los hombres. Disfruto de su compañía, aunque confieso que siempre estoy a la espera del momento en que enseñen su verdadero rostro.
–Supongamos que descubres su verdadero rostro desde el primer momento.
–¿Es que alguno lo hace? ¿Tú, por ejemplo?
–Sí, pero olvidémoslo. –se apresuró a responder– Prefiero que hablemos de ti.
–¿Por qué? ¿Es que tienes una verdad terrible que ocultar?
Fernando sintió la salvaje tentación de decirle que la verdad sobre él era algo que ella no creería.
–Háblame de la nueva Leticia, la que asegura que el amor es una insensatez.
–Bueno, al menos sabe que hay que ser realista en cuanto al amor.
–Creo que podrías perder mucho con esa creencia.
–¿No piensas que para evitar riesgos estúpidos la cabeza debería regir sobre el corazón?
–No, de ninguna manera –respondió, horrorizado.
–A la mayoría de los hombres les gusta que los admiren por su cerebro y su sentido común.
–Te has dado cuenta, ¿no? –dijo, otra vez de buen humor– ¿Eso aparece en la lista de las técnicas efectivas que vas a utilizar contra Mendiola?
–¿Es lo suficientemente listo para que la admiración por su inteligencia sea convincente?
–Personalmente siempre lo he considerado algo estúpido.
–¿En qué sentido?
–En todos.
–Bueno, eso ya es un comienzo. La verdad es qué no estaba preparada para una charla tan prometedora.
–Siempre debes estar preparada. Nunca se sabe dónde puede conducir una conversación. Si vas a utilizar alguna técnica, hazlo con prudencia. Incluso un tonto como Mendiola podría darse cuenta.
–¿De veras? ¿Qué edad tiene?
–Más o menos la mía.
–Muy joven para su posición.
–La influencia de su familia ha tenido mucho que ver en ello –comentó Fernando sacrificando despiadadamente su propia reputación.
–¿Cómo viste?
–Le encanta vestir bien. Tiene más dinero que sentido común. Ah, olvidé que no te interesa su dinero.
–Así es. Sólo quiero encontrarme con él, atarlo con una cuerda y marcarlo como un becerro.
–Y llevarlo a un estado de total sumisión.
–Tú lo has dicho. Y entonces…
–Leticia, ¿sería posible dejar el tema de Fernando Mendiola? Realmente no es un hombre muy interesante –pidió lastimeramente.
–Lo siento. Tenía que haber pensado que a ti no te interesa.
La llegada del camarero con la lista de postres lo salvó de responder, y de ahí en adelante Fernando se las ingenió para hablar de otros temas.
Más tarde, de vuelta a casa, conversaron relajadamente un rato y casi al final del trayecto se quedaron en silencio.
Cuando Fernando se estacionó frente al edificio de departamentos, se volvió a mirarla y descubrió que estaba dormida.
Su respiración era suave y regular como la de un niño y tenía el rostro relajado. Incluso había una leve sonrisa en sus labios. Él se acercó más a ella y contempló arrobado las largas pestañas sobre los pómulos. Si hubiera sido otra mujer, la habría besado hasta que sus labios se hubieran entreabierto. Luego la habría estrechado entre sus brazos. Y entonces habrían subido al departamento cerrando la puerta tras ellos.
Sin embargo, precisamente con esa mujer la pasión estaba prohibida. Sólo cabía la ternura, así que le tomó la mano suavemente y la contempló largos minutos hasta que ella abrió los ojos.
–Creo que deberías subir a tu casa. No te importa si no te acompaño a la puerta, ¿verdad? –murmuró con voz trémula.
Luego se quedó mirándola hasta que entró en el edificio y mantuvo los ojos fijos en sus ventanas hasta que las luces se encendieron. Entonces se alejó rápidamente.
Capítulo 13
Al amanecer, Leticia se sumió en una especie de duermevela, como si estuviera en algún tipo de limbo donde no había datos ni cifras, sólo incertidumbres y sentimientos; aunque eran dulces; tal vez más dulces por ser indefinidos.
Cuando él le tomó la mano la noche anterior, Leticia sintió una profunda alegría, como si hubiera llegado a un lugar seguro donde habitaba la única persona que la comprendía.
Por una vez, las horas que la aguardaban no estaban programadas y, las decisiones, en manos de otra persona.
En el breve plazo de dos días parecía que él ya había llenado su mundo.
Leticia esperaba con ilusión el momento de volver a verlo y comprobar en sus ojos que él recordaba la noche anterior.
Cuando sonó el teléfono, lo atendió con verdadera ansia.
–¿Leticia?
–¿Tomás? Sabía que eras tú.
–¿Por qué? ¿El teléfono ha sonado con impaciencia?
Ella se echó a reír. También él estaba ansioso por verla. Con toda seguridad iba a sugerir un encuentro.
–Sí, con impaciencia.
–Será porque estoy examinando archivos y cuentas y me alarma lo mucho que hay que hacer. Si trabajo el resto del día, creo que podré tenerlo todo listo para partir el lunes. Debería haberme marchado hoy, pero como es domingo, tendré que esperar hasta mañana.
–¿Dices que te marchas? –preguntó conmocionada, tanto por sus palabras como por su tono de ejecutivo.
–Necesito visitar el resto del imperio Conceptos.
–¿Imperio? ¿Te refieres a las otras dos pequeñas fábricas?
–Así es. Me he informado sobre ellas por conexión directa y por correspondencia, y ahora quiero que me acompañes a verlas. Prepara un bolso de viaje para unos días y pasaré a buscarte mañana a primera hora. Hasta pronto.
Cuando Fernando cortó la comunicación, Leticia no pudo evitar preguntarse si era el mismo hombre de la noche anterior.
Cuando fue a recogerla al día siguiente, se mostró amable aunque impersonal, como si la velada que habían compartido no hubiera ocurrido nunca.
Quantum, la primera fábrica, se encontraba en el Estado de México. Mientras Fernando conducía, la conversación giró en torno a la marcha de la empresa. Leticia habló con mucho tacto, poco inclinada a ser ella quien tuviera que revelar que era demasiado pequeña para sobrevivir. Aunque él no tardaría en comprobarlo.
–¿Quieres que los llame para avisar de que vamos en camino? –sugirió ella.
–No, es mejor dejarse caer por sorpresa –dijo Fernando.
Al cabo de otra hora de viaje, llegaron al pequeño pueblo de Aculco y fueron directamente a la fábrica. Cuando llegaron, la sorpresa, la alarma e incluso el miedo fueron evidentes. Leticia presentó a los cuarenta miembros del personal con una alabanza dedicada a cada uno de ellos.
Fernando los saludó con una sonrisa encantadora; incluso invitó a comer a los tres empleados más antiguos y se dedicó a sonsacarles información y datos con tanta sutileza que sus invitados bien podrían no haberse dado cuenta. Pero sí lo hicieron, comprobó Leticia con el corazón acongojado.
–Vamos a tener que pasar la noche aquí. –dijo Fernando cuando la visita hubo concluido– ¿Hay un buen hotel en el pueblo?
–No hay hoteles en este pueblo tan pequeño, pero La paloma es un restaurant bar que dispone de algunas habitaciones. Es sencillo, agradable y se come muy bien.
–De acuerdo, ¿podrías reservarlas? A propósito, parece que he olvidado mis tarjetas de crédito. ¿Te importaría utilizar las tuyas? –pidió con repentina incomodidad.
–Desde luego.
Fernando pasó la tarde sumido en los libros de contabilidad y luego, ya cansado, casi la arrastró a La paloma, una casa antigua y tradicional donde ella había reservado dos habitaciones pequeñas con unas vigas de roble tan bajas que era difícil mantenerse erguido.
Y tal y como Leticia había dicho, la comida era excelente.
–No puedes deshacerte de esta empresa –comentó de pronto, en tono acalorado.
–No es viable, Leticia. Puedes comprobarlo por ti misma. ¡Cuarenta empleados! Desde hace dos años, la fábrica ha dejado de ser rentable. El problema es que compite con Reinard Inc. que se dedica a la misma línea de productos.
–Lo sé, intentan dejarnos sin trabajo. Nunca debieron permitir que Reinard Inc. se estableciera en la misma localidad. Para ti Quantum no es más que una unidad de producción, ¿verdad?
–Mi trabajo consiste en ver las cosas bajo ese punto de vista.
–¡Y al diablo con el personal! El señor Santamaría es un anciano amable y ha sido el soporte de la empresa durante largos años. ¿Y qué pasa con Juana? Es su primer empleo y le sobra eficacia.
–Sí, pero…
–¿Sabías que es muy difícil encontrar trabajo en esta zona? No, desde luego que no. Todo lo que te interesa son las cuentas y el dinero.
–Se supone que en eso consiste mi trabajo. Y el tuyo también.
–Se trata de personas, no de cifras estadísticas.
–Desgraciadamente, así son los negocios.
–¡Al diablo con los negocios!
–Si Fernando Mendiola te oyera, estarías muerta –observó con ironía.
Capítulo 14
Leticia le sonrió y murmuró.
–Pero él único que me oye eres tú.
–Sólo yo. –repitió con una extraña inflexión en la voz que ella no alcanzó a comprender– No se lo diré, pero tarde o temprano la verdad saldrá a la luz.
–¿Qué verdad?
–Que bajo esa fachada dura y calculadora que te has creado con tanto empeño, se oculta un ser humano de buen corazón.
–Es mentira –rebatió, furiosa.
–¿Dónde obtuviste ese conocimiento tan minucioso de Quantum?
–Una vez pasé una semana aquí.
–¿Y conociste a todo el personal?
–Hice un estudio detallado de la empresa, como corresponde a mis funciones.
–Entonces trabaste amistad con ellos y solidarizaste con su causa, ¿verdad? –insistió, sin remordimientos.
–Se supone que uno es un ser humano y no un robot.
–Me temo que eso no es cierto. Tarde o temprano hay que elegir. Mi querida niña…
–No me llames así. No soy tuya, no soy una niña y no soy un ser querido para ti.
–¿Eso no tendría que decidirlo yo? –preguntó con suavidad.
–¡Ya es suficiente! –respondió ella en el mismo tono, tras un prolongado silencio.
Él se encogió de hombros.
–Como quieras. Subiré a mi habitación a pasar unas horas dedicado a la desalmada caza del dinero. Buenas noches.
Leticia se quedó sola rumiando sus pensamientos. ¿Cómo se le había ocurrido pensar que ese monstruo era un buen tipo?
A la mañana siguiente, en lugar de ver a Fernando a la hora del desayuno, encontró una nota:
« Estaré muy ocupado esta mañana, pero más tarde nos reuniremos en Quantum. T.M. »
Había un borrón antes de las iniciales, como si hubiese querido escribir otra cosa. «Tal vez ni siquiera se acuerda de su nombre», pensó sin la menor caridad.
La mañana en Quantum no fue agradable. El personal sospechaba lo peor y Leticia sólo pudo confirmarlo.
–Él dice que esta empresa no es viable. Ahora todo es cuestión de tiempo. Lo siento mucho –dijo con un suspiro.
–Sabemos que usted hizo todo lo que pudo –afirmó el señor Santamaría y los otros corroboraron sus palabras.
Leticia quiso echarse a llorar. Se sentía responsable por no haber podido salvar el puesto de cuarenta empleados que incluso hasta se mostraban agradables con ella.
Fernando llegó a media tarde y fue recibido en medio de un denso silencio.
–Siento mucho haberles hecho esperar. –se excusó, al parecer ajeno a la atmósfera reinante– Esta mañana las negociaciones me llevaron más tiempo de lo esperado debido a que el señor Reinard tardó mucho en decidirse. Aunque finalmente logró ver el aspecto positivo de la negociación.
–¿Has estado en la empresa de Reinard? –Leticia preguntó, sorprendida.
–Y la he comprado. Como no hay lugar para dos fábricas del mismo ramo, habrá una fusión. Los que quieran seguir trabajando tienen un puesto garantizado en Quantum. Y los otros podrán acceder al despido voluntario.
Todos los ojos se volvieron a Leticia con una mirada acusadora.
–Pero ella ha dicho que usted cerraría la empresa definitivamente y que nos despediría a todos.
–¿Dijiste eso?
–No con esas palabras. –balbuceó Leticia– Aunque tú dejaste claro…
–Lo único que dejé claro fue que esta empresa no es viable, así que opté por la fusión. Y nunca hablé de despidos. Ese fue tu error. No debiste sacar conclusiones precipitadas. Bueno, antes de marcharnos queremos saber quiénes se quedan y quiénes se marchan. Señor Santamaría, su puesto está asegurado. Reinard ha pedido expresamente su colaboración en la nueva empresa.
Una hora más tarde, Fernando y Leticia se marchaban en medio de una aclamación general.
De vuelta a La Paloma, Fernando preguntó:
–¿Nos da tiempo a llegar hoy mismo a la otra empresa?
–Creo que sí.
Leticia condujo las tres horas que duró el trayecto a Tequisquiapan, donde encontraron un pequeño hotel, justo a tiempo para cenar.
–Esta tarde me dejaste en ridículo ante los empleados –lo acusó mientras tomaban la sopa.
–No fue mi intención, aunque no debiste haber hecho ese anuncio sin antes consultarme.
–Nunca pensé que decidirías algo así. ¿Qué me dices si el señor Mendiola no aprueba la compra que acabas de hacer?
–La aprobará.
–¿Así de simple?
–¿Por qué no? Es el siguiente paso lógico. Tú no lo previste porque careces de la visión adecuada, pero aprenderás.
–¿Una visión adecuada para la empresa Serrano?
–No, para cualquier negocio de éxito. Todavía piensas en transacciones a pequeña escala y eso no es útil con vistas a un conglomerado internacional.
–¿Cómo sería posible manejarme en términos «internacionales» si todavía no puedo conocer al gran jefe?
–¿Todavía sigues obsesionada con él?
–Lo sabías desde el principio y nada ha cambiado.
–¿Y qué ocurre con tu trato humanitario al personal de Quantum?
–Fue una equivocación. No supe manejar la situación. En cambio tú sí que comprendiste bien al señor Santamaría.
–Así que después de todo puede que no sea un tipo sólo «datos y cifras», como me acusaste –dijo medio en broma.
–¿Dije eso? No lo recuerdo.
–Estás rendida. Has conducido mucho y mañana nos espera una jornada intensa. Cuando acabemos la cena nos iremos a dormir.
Pese al cansancio, a Leticia le costó conciliar el sueño. Se mantuvo largo rato pendiente de los movimientos de Fernando al otro lado de la delgada pared. Estaba claro que él tampoco podía dormir. La joven se preguntó qué estaría pensando y por qué estaría tan inquieto como ella.
Capítulo 15
Tras una visita bastante productiva a DataLab, la otra empresa, regresaron a la ciudad de México temprano por la tarde.
–Hemos hecho un buen trabajo. ¿Qué te parece si lo celebramos esta noche? –sugirió Fernando.
Leticia respondió con un suspiro de deleite. A media tarde, Fernando la dejó en su casa.
–Iremos a Thai Garden. –informó. Era uno de los restaurantes más elegantes y de moda en la ciudad– ¿Tienes un vestido negro?
–Creo que sí –respondió con cautela, a sabiendas de que no lo tenía.
Fernando lo comprendió perfectamente.
–Bueno, tómate el resto de la tarde libre para asegurarte.
Horas después, se puso el vestido negro de seda que había comprado. Era decididamente seductor y se ajustaba perfectamente a las caderas de la joven.
Nada más verla, Fernando hizo un gesto de asentimiento.
–Justo lo que imaginaba cuando compré esto. –observó satisfecho mientras le entregaba una caja de terciopelo negro que contenía un colgante de diamantes y pendientes a juego– Un premio por un trabajo bien hecho.
–¿Es un obsequio de tu empresa?
–Por supuesto. Acostumbramos a mimar a nuestros colaboradores más valiosos –comentó mientras Leticia se ponía los pendientes.
Luego se volvió para que él le abrochara el colgante. El largo cuello, blanco y perfecto, era una invitación que Fernando no debía aceptar. Intentó cerrar el broche sin tocarla y se apartó de inmediato para evitar besarle la nuca.
–Ya está. Y ahora nos vamos –dijo con la esperanza de que no le temblara la voz.
Ella se volvió con el ceño ligeramente fruncido, como sorprendida. Fernando volvió la cara por temor a traicionarse. Ella nunca debía adivinar la verdad; no hasta que él estuviera preparado para hablarle. Entonces ambos reirían juntos. Y ese momento sería muy dulce. Pero no había que precipitarse, a riesgo de estropearlo todo. Fernando aún no sabía claramente qué podría significar «todo», aunque no ignoraba que debía cuidar cada palabra, cada paso que diera en adelante. Si hubiera sido una relación convencional, la habría estrechado entre sus brazos antes de besarla apasionadamente.
De pronto, no le pareció una buena idea haberla invitado. Ella se sentaría a su lado, hermosa y radiante, y él tendría que guardar la calma.
Al llegar, descubrieron que el Thai Garden había decidido prolongar una semana los festejos del Día de San Valentín, así que el ambiente estaba muy animado.
Un camarero los condujo a una mesa junto a la pista de baile.
Segura de haberlo impresionado, Leticia se sentía radiante, aunque todavía desconcertada por la manera impersonal con que había cerrado el broche de la joya. Había esperado una caricia de sus dedos en la nuca, como lo habría hecho cualquier otro hombre.
–Tú no debes estar aquí. Tendrías que estar preparando el informe para Serrano Europa.
–Tengo que pensar en lo que voy a decir.
–No hace falta que les hables de mí como persona, sólo como mujer de negocios.
–Como mujer de negocios eres impresionante.
–Verás, a veces hay que utilizar un repertorio de trucos con los clientes difíciles. Uno de ellos es atraer primero la atención de la víctima con la antigua técnica de batir las pestañas. Y cuando lo tienes atontado, le das el golpe final con datos y cifras. Mira –dijo mientras subía y bajaba los párpados lentamente, con una lánguida sonrisa.
–Lo haces muy bien. –comentó Fernando, embelesado– ¿Y piensas aplicar tu truco a Fernando Mendiola?
–¡Otra vez Mendiola! –exclamó. «¿Por qué tiene que sacarlo a colación todo el tiempo?», pensó repentinamente enfadada– ¿Crees que el truco surtiría efecto? Porque al parecer a ti te ha dejado impasible, así que puede que con él tampoco funcione.
–Se supone que yo no debo reaccionar a esos estímulos. Sólo estoy aquí para ayudarte en tu misión en la vida.
Leticia se quedó pensativa un instante.
–¿Tienen los mismos gustos?
–Bastante similares –respondió al tiempo que cruzaba los dedos, deseando no haber entrado en ese juego.
–Una información muy útil. A menos que… –Leticia se detuvo como si la hubiese asaltado un horrible pensamiento– Tomás, ¿tú no eres…? Porque me lo habrías dicho, ¿verdad?
–¿Decirte qué?
–Sabes a qué me refiero.
–No, no lo sé –respondió. De hecho, sí lo sabía, pero había que hacerla sufrir, para variar.
–Bueno, no eres… ¿verdad?
–¿Quieres saber si soy gay? –preguntó con una sonrisa torcida– Vaya, cualquiera que no intente abalanzarse sobre ti, necesariamente tiene que apuntar en la otra dirección, ¿no es así? Por lo demás, ¿tendría alguna importancia?
–Desde luego que sí. ¿Cómo podrías aconsejarme sobre él si tú…?
–Puede que él también lo sea.
–¿Y lo es?
–¿Cómo puedo saberlo? Nunca le he hecho proposiciones.
Ella le lanzó una mirada furibunda.
–¿He estado perdiendo el tiempo?
–¿No te dice nada tu intuición femenina? –preguntó. Fernando se tomaba su revancha y eso le divertía mucho– ¿No estoy interesado o simplemente soy un perfecto caballero? Es extraño lo difícil que resulta advertir la diferencia hoy en día.
–¿Disfrutas con esto, verdad?
–¿Por qué no? Te has burlado de mí todo el tiempo. Ahora me toca a mí. ¿Leticia?
La rapidez con que había dejado de prestarle atención habría sido cómica, si no hubiera sido decepcionante. Leticia tenía los ojos clavados en las penumbras de la pista de baile.
–¿Qué ocurre? –le preguntó al tiempo que le apretaba la mano.
–Nada, debo… debo de haberlo imaginado.
–Sea lo que sea, parece haberte trastornado. ¿No me lo puedes contar?
–Simplemente me pareció haber visto a un conocido, pero con esta luz tan escasa puedo haberme equivocado.
–¿Quién?
–Mi ex marido.
Capítulo 16
Fernando la miró fijamente.
–¿Estás segura de que es tu ex marido?
–Sí, creo que es Aldo –aseguró. Fernando notó que temblaba.
–¿Y te importa? ¿Sigues enamorada de él?
–No, desde luego que no. Pero es la primera vez que lo veo desde que nos separamos. Puede que no sea él.
–Pero no vas a estar tranquila hasta que lo compruebes, ¿verdad?
–¿Qué puedo hacer? –preguntó. La proverbial seguridad en sí misma había desaparecido por completo– Está claro que no voy a ir a mirar.
–Aunque bailando sí lo puedes hacer.
–Dejémoslo. El pasado es el pasado.
–Tonterías. Nunca será pasado hasta que te enfrentes a él y le ordenes que se aparte de tu camino.
Sin darle tiempo a negarse, Fernando la guió hasta la pista de baile.
Conmocionada, Leticia cayó en la cuenta de que al fin la abrazaba. Tantas veces que pudo haberlo hecho y tantas veces que se había resistido.
–¿En qué dirección? –preguntó él.
–Cerca de la orquesta.
Poco a poco se aproximaron mientras los ojos de la joven registraban las mesas junto a la pista. Y al fin encontró lo que buscaba.
Entonces se preguntó cómo pudo haberlo reconocido. Aldo había engordado mucho, mostraba una incipiente calvicie y había en su rostro una expresión de descontento que se reflejaba en la cara de la mujer sentada junto a él. ¡Carmina! No le fue fácil identificar en esa mujer un tanto gruesa y estropeada a la ninfa que nunca había borrado de su memoria.
–¿Es él?
–Sí.
–¿Y la mujer?
–Carmina, su esposa.
–Hizo un mal negocio al cambiarte por ella.
Leticia constató que había seis personas en la mesa. Los suegros de su ex y dos hombres más, posiblemente ejecutivos invitados de Aldo. Uno de ellos sacó a bailar a Carmina. A Leticia le pareció que aceptaba con una sonrisa de alivio, como si cualquier cosa fuera mejor que la compañía de su marido. Fernando y Leticia se acercaron a ellos al compás de la música. Fue en ese instante cuando Carmina reconoció a la joven y la miró conmocionada, con la incredulidad reflejada en su rostro.
Cuando acabó el baile, la pareja volvió a su puesto. Pero la orquesta no dejó de tocar y Fernando estrechó a Leticia con más fuerza, apretando sus piernas contra las de ella mientras se movían al ritmo vibrante de la música. La visión de Aldo se desvaneció cuando ella empezó a girar por la pista, tan unida a ese hombre que parecían formar un solo cuerpo. Leticia sintió que todo se desvanecía a su alrededor, excepto el rostro de Fernando. Tenía que decirle que se detuviera, pero lo único que deseaba era que no parara nunca.
Finalmente, el ritmo se volvió más lento y ella volvió a ver a Aldo atento a Carmina, que hablaba nerviosamente indicando la pista. De pronto, ambos salieron a bailar.
–Ahora quiere comprobar por sí mismo si en realidad eres tú. Mira, se acerca a nosotros.
–¡Oh, no! –exclamó ella involuntariamente.
–¿Por qué no? Éste es tu momento de triunfo. Míralos. Tristes y avejentados antes de tiempo a causa de un exceso de compromisos y traiciones. Y mírate tú: joven y hermosa como una sirena. Todos los hombres se vuelven a mirarte con admiración. A ellos ya nadie los admira y están amargados. Vamos a hacer que se dé cuenta de lo que desperdició y que sufra por lo que te hizo.
–Tienes razón –murmuró, sorprendida de la capacidad de comprensión de ese hombre, como si sus mentes estuvieran más unidas que sus propios cuerpos.
Tal como Tomás había previsto, se sintió satisfecha al notar la perplejidad de Aldo cuando la reconoció. Sus miradas se cruzaron en un momento de clamorosa victoria para ella.
–Mírame –murmuró él en su oído.
Ella alzó la vista y de inmediato sintió los labios de Fernando sobre los suyos. Casi tropezó por la sorpresa, pero sus brazos la sujetaban con firmeza mientras bailaban y entonces su boca se entregó a la de él, saboreando la caricia.
Leticia pensó con desesperación que esa caricia no era nada importante, que él era sólo un amigo que la ayudaba a vengarse de Aldo. Debía aceptar ese beso con la cabeza fría e ignorar las sensaciones salvajes que recoman su cuerpo.
–¿Está mirando? –murmuró contra la boca de Fernando.
–No dejan de hacerlo, así que bésame otra vez, como si de verdad lo desearas.
Los brazos de Leticia rodearon su cuello; con una mano en la nuca lo atrajo hacia ella y entregó todo su ser en ese beso mientras recibía la misma respuesta. Fernando le rodeaba la cintura con ambos brazos, tan estrechamente que a ella le habría sido imposible resistirse si hubiera querido, aunque no era eso lo que deseaba. Había anhelado ese contacto y, aunque su mente insistía en negar sus instintos, el deseo se apoderaba de su cuerpo con imperiosa intensidad. Sin embargo, no debía hacerlo. Tenía que guardar las distancias, aunque era un modo muy extraño de hacerlo, unida como estaba al cuerpo de Tomás.
–¿Qué está ocurriendo entre nosotros? –susurró.
–No estoy… muy seguro –murmuró Fernando en su oído.
Y de pronto, el mundo pareció explotar en vítores, fogonazos de cámaras fotográficas y rosas rojas que caían sobre ellos.
–¿Qué diablos…? –alcanzó a decir Leticia.
Capítulo 17
En ese momento, un hombre con una chillona chaqueta brillante se abrió paso entre el público que los rodeaba y se inclinó ante ellos. Era el maestro de ceremonias.
–¡Enhorabuena! Son los ganadores de nuestro concurso de San Valentín. Todas las noches, durante una semana, elegimos a una afortunada pareja como los amantes perfectos. ¡Y han ganado! –gritó en medio del aplauso de los concurrentes.
–¿Qué vamos a hacer, Tomás?
–Seguirle el juego. –le dijo al oído– No tenemos más alternativa. Esto se acabará en unos cuantos minutos y podremos escaparnos. Mientras tanto, intenta parecer convincente. Sonríe.
–Ha sido el beso más impresionante jamás visto. ¿Podrían repetirlo? –gritó el maestro de ceremonias.
–Tenemos que darle lo que quiere o no nos dejará en paz –murmuró Fernando antes de volver a besarla.
Leticia se rindió en sus brazos. Cuando finalmente Fernando se separó de ella, la joven vislumbró entre el público la cara desencajada de Aldo, que la miraba con la boca abierta. Había vencido al hombre que un día la rechazó por aburrida y poco atractiva; el hombre que traicionó su amor por dinero. Y lo más sorprendente era que ya no le importaba.
El maestro de ceremonias los condujo a la mesa y se sentó junto a ellos. Luego llenó las copas con champán y brindó a la salud de la pareja.
–Y ahora ha llegado el momento más esperado de la noche. ¡Deben elegir su premio! –anunció, gritando a pleno pulmón.
Tras mostrarles un catálogo con una serie de imaginativas diversiones a todo lujo, como por ejemplo, quince días en un famoso spa de moda, compras en la tienda más cara de la ciudad o unas vacaciones en cualquier ciudad de Europa, miró a Fernando con aire interrogativo.
–Que elija ella.
–Ya lo he decidido. Elijo el viaje –dijo la joven con una brillante sonrisa.
–¡Maravilloso! –exclamó el maestro de ceremonias– ¿Y qué ciudad prefieres?
Leticia sonrió a Fernando.
–Quiero ir a España y visitar San Sebastián.
Cuando volvían a casa, Fernando se volvió hacia ella.
–¿Qué quieres hacer con Aldo? ¿Quieres que Serrano compre su empresa y lo despida? ¿O que lo contrate? Tú dirás.
–No hace falta. Ya he tenido mi venganza y me alegro mucho de que haya sucedido así. Ahora sí que ha quedado en el pasado. Gracias. Sabías exactamente lo que había que hacer.
–Muy bien. ¿Y ahora podemos hablar de San Sebastián?
–Tu cara fue todo un poema en ese instante –Leticia rió suavemente.
–Me imagino. Fue una broma genial.
–Ese hombre dijo que el mejor hotel era el Barceló Costa Vasca. ¿Lo conoces?
–Sí, una noche allí cuesta una fortuna. Pero no hablabas en serio, ¿verdad?
Leticia cerró los ojos diplomáticamente para evitar responder y luego fingió dormir durante el resto del trayecto.
Tras estacionarse frente al edificio, Fernando la acompañó a su departamento.
–Realmente no bromeaba. –dijo la joven, ya en la sala de estar– Voy a ir a San Sebastián, me hospedaré en ese lujoso hotel y me dedicaré a recorrer la ciudad. Hace mucho tiempo que no me tomo unas vacaciones y tú puedes autorizarlas. Es muy sencillo.
–No es una buena idea.
–Es una idea maravillosa. Es el destino. Después de lo sucedido esta noche, estoy segura de que ocurrió porque tenía que ser así. Tú sabes lo que quiero y no ignoras mi firme decisión de conseguirlo. Eso no me convierte en una persona grata, pero no puedo cambiar. Sencillamente tengo que ir tras mi objetivo.
–Fernando Mendiola. Pero él no está aquí.
–Lo sé. Y nunca vendrá, así que seré yo la que me acerque a él.
–¿Qué? –preguntó, perplejo.
–Ya lo has oído. A eso me refería cuando hablé del destino. En San Sebastián podré aprender algo más de euskera. Allí tendré más posibilidades que en México.
–¿Y qué pasa con Conceptos? Tu ambición era hacerte con la dirección de la empresa.
–Bueno, quizá el mundo no comience ni acabe en Conceptos. Tal vez me interese ampliar mis horizontes.
–Leticia, ¿qué te pasa? No te basta con tenderle trampas a ese pobre tonto y…
–No llames tonto a mi benefactor –lo interrumpió.
–¿Así que ahora es tu benefactor?
–Lo será cuando lo haya sometido.
Fernando la tomó de los hombros y la sacudió con suavidad.
–Leticia, no puedes volver la espalda a lo que está sucediendo entre nosotros.
–No es nada más que un agradable coqueteo. Es encantador, pero no conduce a ninguna parte. Disfrutamos de la buena compañía y luego a otra cosa. Esos fueron los términos del trato.
–No recuerdo haber hecho ningún trato.
–Siempre he sido sincera contigo. Conocías mis condiciones y no las rechazaste.
–Porque esperaba que pronto vieras las cosas con más claridad. Mírame a los ojos y dime que no sientes nada por mí.
–¿Cómo podría decirlo después de lo que ha ocurrido esta noche entre nosotros? Pero no voy a permitir que vuelva a suceder. Una vez sentí algo parecido y sé dónde conduce.
–Después de lo que has visto esta noche, deberías estar contenta de haber escapado de tu marido.
–Todo eso ha terminado para mí. Quiero que me veas como realmente soy. Una mujer fría y dura.
–No has estado fría ni dura en mis brazos esta noche.
–Te aseguro que eso no volverá a suceder, porque no lo voy a permitir.
–¡Calla! –exclamó con vehemencia–. No hables así. Te lo prohíbo.
–¿Y quién eres tú para prohibirme algo?
Capítulo 18
Fernando la estrechó entre sus brazos y la besó con una pasión casi brutal. Durante un segundo, ella se mantuvo rígida, pero su rechazo se derritió en la dulce calidez que él le inspiraba con tanta facilidad.
–Leticia, éste soy yo. –murmuró contra sus labios– ¿No me reconoces ahora?
–Sí –susurró la joven antes de besarlo con urgencia.
–Tú me conoces… me conoces.
Lo conocía. Era el hombre que había cautivado sus sueños y que resistía todos sus intentos por desterrarlo de su corazón. Tendría que huir de él mientras pudiera hacerlo, aunque sabía que ya era tarde.
–¿Cómo puedes pensar en marcharte cuando ha surgido esto entre nosotros? –inquirió con la voz enronquecida.
–Precisamente porque ha surgido esto entre nosotros hago lo que debo hacer.
–Huyes como una cobarde que teme a la vida –observó con amargura, profundamente herido por su rechazo.
–Tal vez lo sea. No quiero volver a enamorarme otra vez, Tomás. Y tú me asustas. Podrías llevarme a un lugar donde no deseo estar. No, no volverá a ocurrir.
–Espera aquí –dijo él de pronto, con los dientes apretados.
Y salió de la habitación.
Antes de llamar a España, bajó a la calle para asegurarse de que nadie oyera la conversación.
Primero llamó a Raúl López y luego a Iñaki Serrano.
Media hora más tarde, volvió junto a Leticia con el secreto alivio de que ella lo hubiera obligado a decidirse al haber forzado la situación.
–Todo arreglado. Tendré que acompañarte a España porque Serrano quiere conocerte.
–¿Y luego qué?
–Trabajarás un tiempo en San Sebastián y se espera que en unos cuantos meses sepas lo que quieres hacer. Puede que decidas volver a México y dirigir Conceptos, o tal vez quieras mantener tu puesto en San Sebastián.
–¿Y tú?
–Iré contigo y me quedaré un tiempo hasta dejarte instalada, aunque no me hospedaré en el hotel. Recuerda que tengo un apartamento en la ciudad.
–¿Quién va a dirigir Conceptos cuando estés en España?
–López seguirá al mando. Las condiciones de su jubilación prevén la posibilidad de quedarse seis meses más antes de su retiro. Y ahora que está todo resuelto, me voy. Quiero que estés en la oficina temprano mañana. Hay que hacer algunos preparativos. ¿Tu pasaporte está en regla?
–Desde luego.
–Ocúpate de llamar a ese hombre de la horrible chaqueta brillante y dile que viajaremos a San Sebastián dentro de dos días. Mañana ultimaremos los detalles. Buenas noches –dijo antes de marcharse.
Ocupada en los preparativos del viaje, Leticia no se hizo más preguntas sobre las precipitadas decisiones de Fernando. Y casi no se dio cuenta de que habían pasado dos días cuando al fin cerró la puerta de su departamento. Luego tomó un taxi para llegar al aeropuerto, ya que él ni siquiera se dignó ir a recogerla.
Fernando la esperaba en el vestíbulo. Olvidando todas sus prevenciones, el corazón de Leticia se llenó de alegría al verlo allí. Sin embargo, él la saludó con una cierta tensión que la desconcertó.
–¿Te encuentras bien?
–Sí, sólo que no me gustan los aviones –mintió. De hecho, era un excelente viajero; pero acababa de realizar la que sería su última artimaña, según se prometió.
Al caer en la cuenta de que le harían el boleto a nombre de Tomás Mora, lo había interceptado el día anterior en la oficina y luego había reservado otro con su verdadero nombre, así que había tenido que recogerlo muy temprano en el aeropuerto.
Y en ese momento, hacía votos para que todo acabara cuanto antes. En la seguridad de San Sebastián, le confesaría todo mientras compartían un vaso de vino. Ambos terminarían riendo y Leticia lo perdonaría.
Y no volvería a mentir en la vida. Sus nervios no podían soportarlo.
Capítulo 19
–Ahí lo tienes. –dijo Fernando cuando el volcán apareció ante ellos– Lo que tanto querías ver.
–La bahía de la Concha. Es magnífica –murmuró Leticia, extasiada.
El avión giró lentamente y las luces de San Sebastián quedaron directamente bajo ellos, como brazos que rodeaban la bahía. En unos cuantos minutos tocarían tierra.
Más tarde, tomaron un taxi que los llevó por una colina al Barceló Costa Vasca, el hotel más lujoso de San Sebastián. El personal uniformado los condujo ante la puerta de la suite reservada para Leticia.
Había una cama doble de diseño antiguo, aunque muy cómoda, un cuarto de baño de mármol y una sala de estar con una terraza que miraba a la bahía.
–Tengo que ir a mi apartamento. Estaré de vuelta en un par de horas –dijo Fernando.
Leticia tomó un largo y perfumado baño de espuma. Luego, una peluquera subió a la suite y le hizo un peinado muy elegante.
Al cabo de un par de horas, Fernando fue a recogerla.
–Déjame enseñarte una parte de mi ciudad –dijo mientras abría la puerta de un moderno coche deportivo.
Durante un rato estuvieron dando vueltas por estrechas calles empedradas.
–¿Y dónde están los pilluelos? –preguntó ella.
Ambos se echaron a reír.
Cenaron agradablemente en un pequeño "menjador" (restaurant)y conversaron poco, porque Fernando le pidió que no hablara para que los meseros no escucharan su acento mexicano.
–¿Cuándo empiezo a trabajar? –preguntó Leticia de pronto.
–Primero disfrutaremos de unas breves vacaciones. Lo digo porque cuando conozcas a Iñaki no te dejará parar. Y desde luego, también hay que ocuparse de la presentación que tanto deseas –añadió con delicadeza.
–Ah, sí. Él.
Fernando alzó una ceja.
–Sí, él. Fernando Mendiola. El hombre por el que hemos hecho todo esto.
–Bueno, no hay prisa, ¿verdad? No hablemos de él esta noche. No quiero pensar en mis obligaciones laborales.
Mientras miraba la calle a través de una ventana junto a la mesa, Leticia se preguntó cómo se podía pensar en el trabajo en aquella ciudad tan pintoresca. Había llovido y los borrosos reflejos de las luces brillaban sobre el empedrado de la estrecha calle. No, esa noche no pensaría en nada más que en el hombre que se encontraba frente a ella.
Más tarde, Fernando condujo lentamente al hotel y la acompañó a la suite.
–Vete a dormir y descansa. Te llamaré mañana.
–Ven a desayunar conmigo.
–De acuerdo, y haremos planes para el día. Quiero enseñarte muchas cosas. Mira.
Fernando la condujo a la terraza. Una brillante luna llena iluminaba la bahía. Leticia contempló sus reflejos en las aguas oscuras, incapaz de creer tanta belleza.
Justo en ese momento, sonó el celular de Fernando y entró en la habitación maldiciendo en voz baja. Leticia oyó su exclamación consternada y se acercó a él.
–¿Qué ocurre?
–De acuerdo, Raúl. No te culpes. Yo me ocuparé del asunto. Voy para allá.
–¿Vuelves a México? –preguntó cuando Fernando cortó la comunicación.
–Sólo un par de días. ¿Recuerdas a un tal Efrén Rodríguez?
–Sí, estaba a cargo del departamento de contabilidad, pero se marchó repentinamente hace un par de semanas. Nunca me gustó ese hombre.
–Y con razón. Durante años estuvo manipulando los libros de contabilidad.
–Pero, ¿cómo es posible? Antes de hacer su oferta, Serrano dispuso que una empresa de contabilidad examinara las cuentas y concluyeron que todo estaba en orden.
–Sin embargo, en cuanto se cerró el trato, Rodríguez se marchó con una buena suma de dinero.
–¿Las pérdidas son muy grandes?
–No, no nos llevarán a la ruina. El problema es que Raúl López se culpa por lo sucedido.
–Eso no es justo.
–Por supuesto que no lo es. Voy a pedir una auditoría y ellos se encargarán del problema. Mientras tanto, haré lo posible por levantar el ánimo del pobre Raúl. Su mujer falleció el año pasado y no tiene hijos ni familiares que lo ayuden a pasar el mal rato.
–Es muy amable por tu parte.
–López… bueno, me hizo un gran favor hace poco –Fernando se aclaró la garganta con inquietud.
–Iré contigo.
–Mejor que no. A Raúl no le gustaría que supieras lo que ha sucedido. Volveré en cuanto haya contratado a los nuevos auditores. –dijo consultando su reloj– Hay un vuelo de madrugada a Madrid, así que será mejor que me marche.
–¿Ahora mismo? –preguntó, horrorizada.
–Yo tampoco quiero irme, pero debo hacerlo.
Leticia quiso echarse a llorar de desilusión. Algo había comenzado a suceder entre ellos, algo que se suponía que no debía ocurrir y a lo que ella se había resistido tontamente. Pero ya no volvería a luchar contra sus sentimientos.
Fernando vaciló unos segundos y luego le dio un ligero beso en los labios antes de marcharse apresuradamente.
Una vez sola, Leticia paseó la mirada por la lujosa suite, un símbolo de la posición que deseaba alcanzar, pero allí no había nadie con quien compartirla.
Capítulo 20
Fernando la llamó al día siguiente para informarle que los daños no eran tan graves y que había logrado convencer a Raúl López de que dejara de preocuparse.
–Estaré contigo en cuanto pueda. Tenemos mucho de que hablar.
–Lo sé. Vuelve pronto –dijo con las mejillas húmedas de lágrimas.
Leticia alquiló un coche y durante los dos días siguientes paseó por los campos, se detuvo a comer en pequeñas hosterías y volvió tarde a la ciudad, intentando convencerse de que había pasado un buen día; pero no era cierto, porque Tomás no estaba allí. Se había dicho a sí misma que debía alejarse de él, pero era inútil huir. Había jurado renunciar a la clase de sentimiento que él podría ofrecerle; sin embargo, en esos días de soledad descubrió que era imposible.
En todos los lugares que visitaba, el recuerdo de Tomás no se apartaba de su mente y no dejaba de pensar en el modo de decirle que sus sentimientos hacia él se habían transformado en algo más profundo. ¡Cómo se reirían cuando le contara que había sido derrotada por su propio corazón!
También tuvo que reconocer que, de los monumentos históricos de San Sebastián, el que más llamó su atención fue el imponente edificio de la sede de la empresa Serrano Europa.
Ansiaba visitarlo, así que un día condujo hasta el estacionamiento de la empresa, apagó el motor y se quedó tras el volante, presa de la tentación de entrar en el recinto. Podría saludar a Iñaki e incluso conocer a Fernando Mendiola. De pronto, cayó en la cuenta de que ya no le interesaba conocerlo. Para ella sólo contaba Tomás.
Con una sonrisa, puso el coche en marcha e intentó salir a la calle en medio de un denso tráfico de vehículos. Empezaba a atardecer y sabía que era la peor hora para conducir. De repente oyó el sonoro toque del claxon del coche que iba detrás. Sobresaltada, se apartó rápidamente hacia un lado y se dio cuenta demasiado tarde de que había elegido el lado contrario. Repentinamente, una sombra apareció ante el parabrisas y se desvaneció con alarmante rapidez.
–¡Oh, no! –Leticia saltó fuera del coche– ¿Qué he hecho?
–Llenarme de contusiones, nada más –oyó la voz de un hombre desde el suelo.
–¿Está herido?
–Afortunadamente, no. Me dio tiempo a saltar cuando usted hizo ese viraje tan brusco al salir del edificio –respondió mientras se ponía de pie.
Otro toque de claxon avisó a Leticia que tenía una fila de coches detenidos esperando que se moviera.
–Tengo que irme, pero no puedo dejarlo aquí. ¿Quiere subir a mi coche?
–¿Le importaría que conduzca yo?
–Será lo mejor. –repuso con alivio– Las calles de San Sebastián son tan…
–No sólo de San Sebastián. El tráfico de las grandes ciudades de España es como para erizarle los cabellos a uno. No es española, ¿verdad? –preguntó mientras intentaba abrirse paso entre los coches.
–¡Ha adivinado! Y usted tampoco. ¿De dónde es?
–Digamos que soy ciudadano del mundo. ¿Cómo se llama?
–Leticia Padilla.
–Ariel Mora.
–¿Mora? ¿Es pariente de Tomás Mora?
Ariel guardó silencio un instante. Era el momento de cuidar las palabras. Al parecer, el estirado de su hermano estaba tramando algo. ¿Pero, qué? «Una pregunta de un millón de dólares», pensó, decidido a disfrutar de su pesquisa.
–Perdón –dijo, finalmente–. ¿Qué nombre me ha dicho?
–Tomás Mora. Lo conocí en México. Trabaja en la empresa Serrano. No me extrañaría que fuera un familiar suyo, porque dos españoles con el mismo apellido en San Sebastián…
Ariel pensó que tal vez se hubiera excedido en sus fantasías. En México, a veces Fernando utilizaba el nombre de su padre para hacer negocios en el anonimato. Sí, seguro que no era nada más que eso.
–Puede que sea mi hermano. –dijo, pensativo– Ambos nacimos en México.
–¿Usted también trabaja para Serrano Europa?
–No, aunque mi actividad está relacionada con la misma línea de productos electrónicos. Acabo de venderles unos artículos y tuve que ir a la empresa a firmar algunos documentos. Tomás y yo no nos vemos a menudo porque él viaja constantemente. Mire, hay un restaurante cerca de aquí. Necesito comer algo después del susto que me ha dado. La invito.
–Vamos allá.
Cuando finalmente estuvieron instalados en una mesa con un café, Ariel prosiguió:
–Nunca voy en coche a las oficinas de la empresa. El tráfico es tan denso que es más rápido ir a pie. ¿Y cómo fue que salía del edificio?
–Trabajo allí… Bueno, algo parecido. La verdad es que pertenezco a la empresa Conceptos, que está en México.
–Y Serrano Europa se ha interesado por usted, ¿no es así?
–Supongo que sí. He venido a aprender cómo funciona la compañía, a practicar el idioma y todo lo que haga falta.
–¿Fue idea de Tomás?
–En gran parte fue idea mía. Aunque creo que lo forcé un poco.
–¿Usted forzó a un hombre como Tomás? No es tan sencillo.
Leticia asintió.
–Yo quería venir a San Sebastián. Se presentó una oportunidad y logré convencerlo.
–¿Convencerlo? Me parece que no hablamos del mismo hombre. ¿Qué ocurre? –preguntó. Leticia miraba con curiosidad por encima del hombro de Ariel, de espaldas a la calle. Él volvió la cabeza y vio a su madre, que le hacía señas desde la puerta– ¡Mamá! –exclamó mientras se acercaba a ella.
La madre lo abrazó con entusiasmo.
–He intentado llamarte, pero tenías el celular apagado. –le reprochó– Y ahora preséntame a tu amiga.
–Mamá, ésta es la señorita Leticia Padilla. Señorita Padilla, ésta es mi madre.
Capítulo 21
Leticia miró a la recién llegada con admiración. Era una mujer entre cincuenta y sesenta años, de elegante figura y cutis muy bien cuidado. La dama le estrechó la mano con una sonrisa encantadora, aunque su aguda mirada era la de una madre con muchos hijos solteros. Y entonces su sonrisa se tornó más luminosa, seguramente complacida con lo que vio.
–Mamá, quédate a tomar un café con nosotros.
–No tengo tiempo. Debo regresar cuanto antes a terminar los preparativos para esta noche. –explicó antes de volverse a Leticia– Tenemos una reunión familiar en la villa y tienes que ir.
–Gracias, pero si es una reunión familiar, me parece que no…
–Desde luego que sí. Ariel, quiero que la lleves esta noche. –dijo mientras observaba la figura de la joven con admiración– Habrá baile y estarás maravillosa con un traje largo en tono carmesí.
Ariel se tapó los ojos con las manos y Leticia miró a la mujer, sorprendida.
–Nunca he pensado que ese color me siente bien.
–Claro que te va bien. Debes llevarlo esta noche –dijo sonriendo antes de besar a Ariel y marcharse apresuradamente.
–Mamá es un poco arrolladora, pero tiene buenas intenciones.
–Sí, me acogió con mucha calidez.
Ariel suprimió de su mente el pensamiento de que en gran parte había sido porque Teresita se preparaba para atrapar a Leticia en favor de su campaña para «captar futuras nueras». Así que se limitó a decir:
–Entonces, irá, ¿verdad? ¿Aunque sea sólo por complacerla? Siempre se irrita si los hijos aparecemos por casa sin una novia. Nos acusa de frecuentar mujeres que un hombre cabal jamás llevaría a casa de su madre.
–¿Y eso es cierto? –preguntó, divertida.
Él se aclaró la garganta.
–Es una larga historia. Ella dice que tiene razón y yo no suelo contradecirla. Todos los hermanos lo hacemos así. ¡Pero hace tantas preguntas…! Juro que es como estar sometido a un interrogatorio de la Inquisición. Así que estaré salvado si usted me acompaña a casa esta noche.
–Sabe que no será así. Estoy segura de que le hará más preguntas que nunca.
–¡Qué verdad más horrible! –gimió Ariel.
–Por lo general, las madres se especializan en hacer preguntas. –comentó, solidaria– De un modo u otro, siempre lo hacen.
–Entonces vendrá, ¿verdad? Después de casi haber provocado mi muerte, es lo menos que puede hacer por mí.
Leticia se echó a reír.
–De acuerdo.
Aquella velada sería mejor que pasar la noche sola preguntándose cuándo regresaría Tomás. Había intentado llamarlo, pero su celular estaba fuera de servicio. Ariel la llevó al Barceló Costa Vasca y no pudo evitar un silbido de admiración al ver la fachada del lujoso hotel en el que ella se hospedaba.
Leticia fue directamente a la tienda donde alquilaban trajes de etiqueta y descubrió que el que mejor le sentaba era justamente uno de raso carmesí. Lo alquiló junto con unas joyas de oro y luego compró unas sandalias doradas.
Más tarde, una peluquera fue a su suite y le hizo un elegante peinado de noche.
Luego intentó llamar a Tomás, pero por tercera vez fue imposible comunicarse con él. Leticia frunció el ceño, asombrada por el extraño silencio. Deseaba de todo corazón que estuviera allí y viera su aspecto.
La franca admiración de Ariel fue como un bálsamo para su espíritu.
–Tu madre tenía razón sobre el color, aunque no elegí el traje porque ella lo hubiera dicho, sino porque era el que mejor me sentaba. ¿Tu casa está muy lejos?
–Justo en la cima de esta colina. La verás muy pronto.
Como para darles la bienvenida, todas las luces de la villa estaban encendidas y resplandecían sobre los alrededores de la ciudad, la campiña, la bahía, incluso hasta el funicular del Monte Igueldo.
Cuando se estacionaron en el gran patio de la mansión y bajaron del coche, se abrió la puerta y la madre salió a darles la bienvenida con los brazos abiertos.
–¡Mamá! –gritó Ariel alegremente al tiempo que subía la escalinata con Leticia de la mano– La he traído, como puedes ver.
Tras saludar a la joven con efusión y besar a su hijo, los ojos de la “senyora” se iluminaron al ver el traje carmesí.
–Perfecto, querida, tal como supuse.
–Aunque ella me dijo que la elección del traje de noche fue sólo una coincidencia –comentó Ariel.
–Desde luego que sí. Leticia, querida, bienvenida a casa. Ahora vas a conocer al resto de la familia.
Mientras la joven entraba, Teresita se apartó para hablar un momento con Ariel.
–Será una novia maravillosa.
–Mamá, pero si ni siquiera la conoces.
–Sé mucho de estas cosas. Tiene todo el aspecto de ser mi nuera.
–¿De quién de nosotros? –preguntó, divertido.
–De cualquiera que ella se digne elegir.
–De ninguna manera. Es toda mía –replicó al instante.
–Enhorabuena, hijo mío. Tu gusto está mejorando.
Cuando llegaron al salón, Leticia se volvió a ella.
–Señora Mora…
Teresita se echó a reír.
–Oh, lo siento, querida. Ya no soy la señora Mora. Eso fue hace muchos años. Ahora soy la senyora Mendiola.
–¿Mendiola ha dicho?
–Verás, es el apellido de Humberto, mi esposo, y ésta es la Villa Mendiola.
–Entonces… ¿conoce a Fernando Mendiola?
–Es mi hijastro. Debería haber estado aquí esta noche, pero repentinamente tuvo que volver a México. Aunque con seguridad tienes que conocerlo si trabajas para Serrano.
–No, hasta ahora no ha sido posible por una razón u otra.
–Espera un momento.
Teresita sacó de un mueble un grueso álbum y lo colocó sobre una mesita. Luego pasó las páginas hasta detenerse en una fotografía.
–Éste es Fernando –anunció en tono triunfal.
Con una sonrisa, Leticia bajó la vista a la foto. Y la sonrisa desapareció de sus labios.
Capítulo 22
Durante un largo tiempo, Leticia fue incapaz de reaccionar. Lo que veían sus ojos era sencillamente imposible.
–Fernando es hijo de mi primer marido, Tomás Mora. Su madre era de la familia de los Mendiola y él adoptó el apellido cuando vino a vivir a San Sebastián –explicó Teresita, pero Leticia apenas le prestaba atención.
Así que ése era Fernando Mendiola. El hombre al que había revelado tontamente sus ambiciones y sus estrategias para lograr lo que se proponía. Había confiado en él y él había callado su propio secreto todo el tiempo.
–Así que es él. –dijo con los ojos clavados en la foto, sorprendida de su propia serenidad– No, no lo conozco.
Era necesario guardar la calma. Nadie debía sospechar que había recibido un fuerte impacto. Tenía que sonreír y acallar el torbellino de su corazón.
Era cierto, nunca había conocido a ese hombre. El amigo afectuoso nunca había existido. Se había burlado de ella, incluso la había animado a confiar en él. Y ella había confiado como nunca antes lo había hecho en otra persona. Y sintió escalofríos recorrerle el cuerpo al recordar algunas cosas que le había confesado.
Lo peor de todo era que había empezado a creer que podría enamorarse de él.
Tenía que marcharse de allí, regresar a México, dejar la empresa y refugiarse en un lugar donde no fuera posible volverlo a ver.
Ariel se acercó a ellas.
–Mamá, todo el mundo pregunta por ti. Parece que hay crisis en la cocina. –informó, y Teresita se alejó apresuradamente– Leticia, vamos a tomar una copa de champán y te presentaré a los invitados. ¿Te encuentras bien?
–Sí, muy bien.
Leticia lo siguió como una autómata pensando que la única culpable era ella, porque siempre había sabido que Fernando era un embustero. Desde el primer día, cuando fingió ser su secretario. Ése fue un aviso que debió haber escuchado. En cambio, ciegamente se había convencido a sí misma de que todo había sido una broma.
Ariel había visto la fotografía con el rabillo del ojo y le había dado tiempo a ver el horror reflejado en la cara de Leticia. Entonces comenzó a sospechar la verdad.
«Así que el hermano Fernando ha mostrado los pies de barro», pensó.
Ariel le presentó a Humberto, a sus hermanos y a algunos familiares mayores que se encontraban de visita en la villa.
La calma glacial de Leticia no dejó de inquietarlo, acostumbrado a las manifestaciones vehementes tan propias de los españoles.
–¿Quieres hablar? –preguntó con suavidad, cuando pudo apartarla del grupo.
–No hay nada de qué hablar.
–Mi familia está encantada contigo, especialmente mi mamá.
–Es una mujer maravillosa. Ha sido muy amable conmigo.
Ariel se alejó un momento porque alguien lo llamaba. Entonces, Leticia buscó a Teresita con la mirada y la vio justo cuando Fernando entraba al salón.
Tras respirar hondo, la joven volvió la cara con la esperanza de que no la hubiera visto. Necesitaba recuperar el control sobre sí misma para enfrentarse a él con serenidad.
Se suponía que Fernando no debía estar allí. ¿Por qué no la había avisado de que volvería a San Sebastián?
–¡Lo has conseguido! Pensé que te quedarías un siglo en México –exclamó Teresita mientras abrazaba a su hijo.
–Logré solucionar las cosas con la rapidez de un relámpago. Lo único que deseaba era regresar cuanto antes.
–Has llegado en un momento muy emocionante. Ariel ha venido con una joven encantadora. Será una excelente esposa para él.
–Eso tú ya lo sabes, ¿no es verdad? –comentó Fernando con una sonrisa– O sea, que lo único que te falta es convencerla.
–Sí, y creo que lo voy a lograr.
–¿Y qué quiere Ariel? ¿Alguien le ha pedido su opinión?
–Si hubieras oído cómo se refirió a ella y la manera en que dijo: «Ella es toda mía»… Será maravilloso verlo casado. Y luego tendré que ocuparme de ti. Quiero que encuentres una mujer tan perfecta para ti como esta joven es para Ariel.
–Bueno, puede que ya haya sucedido.
–¿Es esa misteriosa mujer de la que has hablado mediante indirectas y que no te dignas presentar a la familia?
–Mamá, hemos estado todo el tiempo en México, pero prometo que te la traeré muy pronto.
–¿Te has decidido?
–Desde luego que sí.
–¿Qué alboroto es éste? –preguntó Humberto al ver que su mujer abrazaba a Fernando efusivamente.
–Fernando se va a casar y Ariel también.
–Creí que Ariel había conocido a la joven esta mañana. ¿No será un tanto prematuro?
–¿Qué importa el tiempo cuando dos personas están hechas la una para la otra? Tal vez celebremos una boda doble.
–¿Quieres calmarte, mamá, por favor? –rogó Fernando– Todavía no puedo pensar en casarme. Hay dificultades de tipo… práctico.
–Ya veremos. Mientras tanto, ven a conocer a la joven.
Fernando la siguió, feliz de estar en el lugar que tanto amaba y deseoso de haber llevado a Leticia. Había pensado continuamente en ella, incluso se las había ingeniado para llegar de sorpresa y decirle de inmediato toda la verdad. Pero en el hotel le informaron que había salido y nadie sabía su paradero.
Resignado, había ido a la fiesta para complacer a su madre, aunque con el pensamiento puesto en Leticia.
Con una sonrisa, siguió a Teresita a través del salón. Ariel se encontraba conversando animadamente con una joven de cabellos negros, peinados con gran elegancia. Aunque estaba de espaldas a él, había algo terriblemente familiar en ella; pero no podía ser, claro que no.
Entonces ella se volvió y en un segundo la pesadilla se hizo realidad.
Como un sonámbulo, Fernando se acercó con los ojos clavados en su irónica sonrisa.
–Leticia –murmuró.
Capítulo 23
–¡Don Fernando! –respondió ella, en un tono fríamente contenido.
Teresita la abrazó.
–Querida, éste es Fernando, el hijo del que te acabo de hablar. No puedo creer que nunca se hayan visto en Conceptos.
–No, nunca antes había visto al “senyor” Mendiola –replicó en un tono sedoso mientras extendía la mano.
Cuando Fernando se la estrechó, los dedos de la joven le apretaron la mano con firmeza, como para advertirle que guardara silencio. Un gesto innecesario, porque nada en el mundo podría persuadir a Fernando de hacer un comentario sobre ese desastre.
–Bueno, lo que importa es que ya se han conocido. Debo ir a atender a mis otros invitados. Vuelvo enseguida –dijo Teresita antes de retirarse.
Sin decir palabra, los dos se miraron fijamente.
–Así que tú eres Fernando Mendiola –dijo ella finalmente, con una sonrisa.
–Ciertas cosas… no son fáciles de explicar.
–Es una gran sorpresa conocerte en estas circunstancias, aunque no se puede negar que tiene el encanto de lo inesperado, ¿no te parece?
Leticia parecía perfectamente dueña de la situación y Fernando, alarmado, intentó recobrarse.
–Es cierto.
–¿Eso es todo lo que puedes decir? Qué extraño, porque te recuerdo como un brillante conversador.
–Leticia, te ruego que no te precipites a sacar conclusiones.
–Yo no he sacado esta conclusión. Saltó sobre mí y me dio un puñetazo en la mandíbula, aunque algunas cosas se aclaran de golpe cuando uno está impactado. ¿No te parece?
–Yo también estoy impactado, aunque debo decir que tu capacidad de recuperación es sorprendente –comentó, con ironía.
–Es porque supe la verdad antes de tu llegada. Tu madre me dijo tu nombre mientras me enseñaba tu fotografía.
–Personalmente, disfruto de lo inesperado. –Fernando intentó expresarse en el mismo tono ligero que empleaba Leticia– A veces uno se lleva gratas sorpresas.
–Y también algunos sobresaltos muy desagradables, por no hablar de hondas desilusiones.
–¿No es demasiado pronto para juzgar?
–No creo. Pienso que a veces es conveniente formular un juicio de inmediato. Eso lo descubrí hace años. Pensé que una experiencia como ésta ya era parte de mi pasado, pero veo que me equivoqué.
–No me confundas con Aldo, porque no soy como él.
–Tienes razón. Aldo era un canalla, aunque sincero a su manera. Y al menos yo sabía su nombre.
–Nunca tuve intención de hacerte daño. Por favor, créeme.
–La cena está servida. Todo el mundo al comedor –anunció Teresita.
De inmediato, Ariel apareció junto a ella y ambos se alejaron. Entonces Fernando recordó las palabras que Ariel había dicho a su madre: «Es toda mía».
El cruel destino dispuso que Teresita le asignara un sitio frente a Leticia. Durante toda la cena tuvo que soportar la charla y las risas de ellos. ¿Cómo podía culpar el éxtasis de Ariel cuando él mismo lo sentía? Nunca la había visto tan hermosa, aunque toda esa belleza no era para él.
Tras la cena, comenzó el baile y todos los hombres se la disputaban, no sin antes pedir permiso a Ariel con un ademán. Éste asentía con la cabeza y luego miraba a Leticia con ojos posesivos.
–Gloriosa, ¿no es verdad? –comentó junto a Fernando.
–¿Hace cuánto que la conoces?
–Sólo desde esta mañana. Casi me atropelló con su coche. Y desde entonces no he logrado recuperarme. Es una dama que podría matarte de amor a la primera mirada.
–No seas melodramático –replicó Fernando, molesto.
–Había olvidado que eres el único hombre incapaz de comprender el amor a primera vista. La conociste en México, ¿verdad? Cuéntame la historia.
–No hay tal historia.
–Qué extraño. Ella tampoco quiere hablar de ti.
–Entonces no te metas donde no te llaman.
–¿Por qué no la invitas a bailar? Cuentas con mi permiso.
Tras lanzarle una mirada asesina, Fernando se acercó rápidamente a Leticia.
–Bailemos.
–Ya he prometido este baile.
Fernando la contempló deslizarse al compás de la música en brazos de uno de sus tíos, un señor bastante mayor.
Cuando la pieza hubo concluido, volvió a acercarse a ella.
–Este sí que es mío –dijo al tiempo que le tomaba la mano.
–No me apetece bailar –dijo ella tratando inútilmente de retirar la mano, pero Fernando le rodeó la cintura con tanta firmeza que Leticia no tuvo más alternativa que bailar con él.
–¿Quién demonios eres tú para comportarte como un déspota? –disparó, furiosa.
Capítulo 24
Fernando esbozó una sonrisa de lobo.
–Soy Fernando Mendiola. Un hombre que describiste como implacable y adicto al poder. Un hombre al que una mujer resuelta decidió someter y utilizar para sus propios fines.
–Nunca dije eso.
–Dijiste muchas cosas con el mismo significado. Entonces ¿por qué te sorprendes si me muestro tal como me describiste?
–De acuerdo, diviértete mientras puedas. Mañana tomaré el primer avión de vuelta a casa.
–Me parece que no podrá ser. No olvides que tienes un contrato con Inversiones Serrano.
–Nunca firmé un contrato.
–Pero firmaste uno con Conceptos que expira en el plazo de un año. Conceptos pertenece ahora a Serrano, lo que significa que estarás a mi disposición durante el próximo año. Lo que suceda ahora depende de mí. Te advierto que si te marchas no podrás trabajar en ninguna otra empresa. Te sorprendería saber hasta dónde pueden llegar mis tentáculos. Dime, ¿no es ésa la forma de actuar de un hombre implacable y adicto al poder?
–Exactamente como había imaginado. Y ahora déjame marchar.
–No hasta que entres en razón. –dijo con aspereza– Admito que no me he portado bien, pero no lo planifiqué. Casi todo ocurrió por accidente.
–No me digas –se burló Leticia.
–Las cosas se me fueron de las manos, y cuando te calmes, te explicaré…
–No vas a explicar nada, porque no quiero escucharte. Y ahora, suéltame.
–Leticia, por favor.
–He dicho que me dejes ir.
Ariel observaba a Leticia y a su hermano con sentimientos encontrados. La joven le había causado un fuerte impacto aunque la acabara de conocer. Y deseaba conocerla mejor. Incluso las esperanzas de su madre no le parecían tan disparatadas.
¡Y había tenido que ocurrir ese encuentro entre Fernando y Leticia!
Porque no podía engañarse a sí mismo. En el rostro de su hermano había visto emociones que jamás hubiera creído posibles.
Ariel no les quitaba ojo de encima, vigilando cada gesto de la pareja.
Al ver que Leticia se libraba con gran esfuerzo de los brazos de Fernando, se acercó rápidamente.
–¿Por qué no nos vamos? Seguro que mamá nos perdonará –dijo al tiempo que hacía una señal de despedida a su madre.
Teresita, radiante, le envió un beso con la mano.
–Leticia, no puedes marcharte así –intervino Fernando, ciego de ira.
–¿Y quién lo dice? ¿Te atreves a darme órdenes? ¿Sólo porque me has tenido bailando a tu son piensas que siempre será así? Se acabó. Busca a tu próxima víctima y ahora apártate de mi camino.
Por un segundo, Leticia pensó que Fernando se iba a negar, pero repentinamente se calmó y la miró desolado.
–Vete, entonces.
Ella se apresuró a salir del brazo de Ariel.
Media hora más tarde estaban sentados en un pequeño restaurante junto al mar. Ariel pidió espaguetis con almejas y no le permitió hablar hasta que los hubiera probado.
–Gracias. Ahora me siento mucho mejor –comentó Leticia, con un suspiro de placer.
–Me sentiré recompensado si me cuentas toda la historia. ¿Qué hizo el bastardo de mi hermano? Porque tú lo conocías, ¿no es así? –preguntó con suavidad.
–Sí, nos conocimos en México.
–¿Y no te dijo que era Fernando Mendiola?
–No, se presentó como Tomás Mora. Ahora sé que es el nombre de su padre y que es mexicano por parte de él. Tu madre me lo contó.
–A veces utiliza el apellido Mora en sus negocios…
–Esta vez no se trataba de negocios.
Ariel no la presionó más y, gradualmente, ella comenzó a hablar. No le contó detalles, pero Ariel sabía interpretar los silencios.
Cuando ella hubo concluido, se quedó atónito.
Su hermano, ejemplo de sensatez y de una absoluta y aburrida honestidad, no sólo había llevado una doble vida sino que además se las había arreglado para vivir una relación clandestina con su propia amante. Porque, ¿de qué otra manera podría describirse esa insólita situación?
De hecho, Fernando se había comportado vergonzosamente. ¡Ariel se sintió orgulloso de él!
–Y ahora todo lo que deseo es regresar a México y no verlo nunca más en la vida. –dijo ella amargamente– Sin embargo, he firmado un contrato y él dice que me obligará a cumplirlo.
–Desde luego que no te irás a casa. –dijo Ariel de inmediato– Te quedarás aquí y harás que se arrepienta por lo que hizo.
–Tienes razón.
–Vas a vengarte de él y yo te ayudaré.
Ella le sonrió.
–¿Y cómo?
–Ya te lo diré.
Capítulo 25
Fernando se quedó en la fiesta tanto como pudo soportar, en parte por su madre y en parte por temor a lo que podría hacer si iba tras Ariel y Leticia.
Cuando al fin se marchó, condujo por la ciudad con el ánimo desolado hasta que finalmente su paseo acabó en el hotel Barceló, donde había querido ir desde el principio.
Antes de entrar, vio que las luces de la suite todavía estaban encendidas, por tanto Leticia no había cumplido la amenaza de marcharse.
El joven de recepción lo reconoció de inmediato.
–Voy a avisar a la señorita Padilla –dijo mientras tomaba el teléfono.
–No lo haga. Quiero darle una sorpresa –dijo mientras le ponía un billete en la mano.
–Gracias, senyor.
Leticia tardó en abrir. Al verlo, su cara se descompuso. Con un rápido movimiento, Fernando logró entrar antes de que le cerrara la puerta en las narices.
–Vete de aquí.
–Antes hemos de hablar.
–Ya lo hicimos. Se acabó.
–No me dejaste explicar nada.
–Te permití decir todo lo que me interesaba oír.
–Leticia, las cosas sucedieron inesperadamente y no pude controlarlas.
–¿Que no pudiste controlarlas? ¿Tú? ¿El gran Fernando Mendiola que mueve un dedo y la gente corre a obedecerle?
–¡Basta ya! Creaste un maniquí y te inventaste un montón de historias sobre él. Pero ése no soy yo. Nunca lo he sido.
–¿Por qué no me detuviste?
–Porque me divertía –dijo imprudentemente.
–Así que te divertiste tomándome el pelo, ¿no?
–No, no quise decir eso. Verás, yo…
Tenía que haber palabras para expresar la dulzura que había sentido esos días junto a ella, la sensación mágica de un milagro largamente esperado, el miedo que se apoderaba de él cada vez que había querido decirle la verdad y arriesgarlo todo.
Sí, había palabras para expresar todo eso pero, ¿cómo encontrarlas?
–¿Y bien?
–Nunca quise que sucediera esto –fue lo único que supo decir.
–¿Y cuándo pensabas decirme la verdad? ¿O no lo pensabas?
–Desde luego que sí, aunque era muy duro para mí. Sabía que me ibas a interpretar mal.
–¿Cómo se podría malinterpretar a un hombre que bajo un nombre falso tiende trampas a una mujer para burlarse de ella? Los hombres lo hacen diariamente y las mujeres lo soportan.
–¿Y qué me dices de lo que hacen las mujeres todos los días? Tú proyectabas reírte de Fernando Mendiola. Cuando se presentara en la empresa pensabas embaucarlo. Lo tenías preparado hasta el último detalle, empezando por batir las pestañas. Incluso me reclutaste para que te proporcionara «información confidencial», según tus propias palabras, con el objeto de debilitar sus defensas. Puedo haber actuado mal, aunque eso no es nada comparado con el modo en que pensabas ridiculizarlo. ¡Demonios…! quiero decir ridiculizarme.
–¿Ridiculizar a Tomás Mora o a Fernando Mendiola? Ni siquiera sabes a cuál de los dos te refieres.
–Es verdad –contesto, con ironía.
–Entonces puedes imaginar cómo me sentí al descubrir la verdad casualmente.
–¿Cómo podía saberlo? Ignoraba que irías a casa de mi madre.
–No lo habría hecho si hubiera sabido que volvías a San Sebastián. Ni siquiera me llamaste.
–Quería darte un a sorpresa.
–¡Vaya si me la diste!
–Leticia, sé que obré mal, pero no lo hice con el propósito de burlarme de ti.
–No lo creería ni en un millón de años, así que no intentes convencerme. –dijo con rabia. Había cambiado su elegante traje carmesí por unos pantalones y suéter y se había quitado el maquillaje. A pesar de su ira, fue su sufrimiento lo que más impresionó a Fernando. Estaba pálida y demacrada, aunque muy hermosa. Anhelaba abrazarla, pero sabía que no era el momento oportuno– Ahora pienso en todas las cosas que dije; yo confié en ti –comentó con amargura mientras se paseaba de arriba abajo.
La injusticia de sus palabras volvió a irritar a Fernando.
–Sí, confiaste en mí con una narración pormenorizada de los métodos desaprensivos que una mujer utiliza para someter a un hombre. Me convertiste en un cómplice conspirador y conmigo mismo como víctima propiciatoria. No sé por quién sentir más pena, si por ti o por mí.
–Te advertí que no era una buena persona. Debiste haberme creído.
–¡Claro que te creí! –gritó– ¿Cómo podría no haberte creído cuando recibía constantes demostraciones de ello? Estás furiosa porque enseñaste tus armas al hombre equivocado y ahora resulta que nos mataste a ambos.
–No te aflijas. No pienso utilizar mis armas contigo.
–¡Pero si ya lo has hecho! Y al diablo conmigo y mis sentimientos. ¿Alguna vez pensaste en tu verdadera víctima? Imagina por un segundo que me hubiera enamorado de ti.
–Seamos sinceros. No corrías peligro de que eso sucediera.
–Afortunadamente estoy a salvo de tu modo de ser despiadado, manipulador, calculador, elige lo que quieras. Sí, estoy protegido, pero tú no lo sabías. Si me hubiera enamorado de ti, no te habría importado nada, ¿verdad? Me habrías contado entre las bajas de una guerra, sólo que no era mi guerra. ¡Mujer sin corazón! –gritó. Leticia lo miró, desesperada– No olvido que hace poco llegaste a estremecerte entre mis brazos.
–¿Y lo hice muy bien, no? –replicó con calma.
–¿Quieres decir que todo fue una actuación?
–¿Estás seguro de que no lo fue?
–Leticia, no hagas esto. Te lo ruego, por el bien de lo nuestro.
–¿Realmente imaginas que puede haber algo entre nosotros después de lo ocurrido?
–Sé que parece una locura, pero ha sido porque ambos nos hemos inventado una personalidad pensando que así éramos en realidad. Pero si pudiéramos ser nosotros mismos…
Capítulo 26
Ambos permanecieron en silencio, sin saber qué decir. Fernando miró alrededor y de pronto vio una maleta a medio llenar en el sofá y varias prendas colocadas en el respaldo.
–Estás haciendo tu equipaje.
–Sí, me marcho esta noche.
–Te dije que no puedes volver a México.
–Lo sé. He decidido quedarme y aceptar el puesto que me ofrece Serrano. Pero me voy a un lugar donde no puedas encontrarme.
–No existe ese lugar. Te encontraré.
–No hace falta. Mañana iré a trabajar. Ya es hora de que conozca a mis colegas, al señor Serrano y al señor Mendiola. Estoy ansiosa por conocerlo, siempre y cuando sepas cuál es tu verdadera identidad.
–¡Basta ya! ¿Es que todo el tiempo me lo vas a echar en cara?
–Es tu problema, considerando que eres el autor de todo este lío.
–Eso es discutible. Dijiste muchas cosas antes de comprobar siquiera superficialmente quién era yo verdaderamente. Una profesional tan astuta, como intentaste hacerme creer que eras, no habría hecho eso. Debería dudar de tus habilidades. Aunque no de tus habilidades para seducir a un hombre, porque esas las conocemos y…
El bofetón que Leticia le propinó en la mejilla a ambos los dejó petrificados. Además de la ira y la amargura, Fernando percibió la angustia y cierto temor en sus ojos. Y su propia ira se esfumó al instante. Incluso en un momento como ése, descubrió que no podía soportar verla sufrir.
–Con esto quedamos igualados. –dijo suavemente mientras se frotaba la mejilla– ¿Podemos borrar este triste episodio? –murmuró, inclinándose hacia su boca– No más peleas. El asunto está acabado –añadió.
Mientras se besaban apasionadamente, Leticia pensó que tendría que demostrarle que se equivocaba, pero lo haría cuando volviera a recuperar sus fuerzas. Sin embargo, mientras la boca de Fernando se movía con urgencia sobre la suya y su propio cuerpo se enardecía, sintió que las fuerzas le fallaban.
–El pasado ha quedado atrás. Ahora el futuro es lo que importa. Abrázame fuerte –murmuró Fernando contra sus labios.
Y Leticia le rodeó el cuello con los brazos. En ese momento no pensó en nada, sino en el deseo de entregarse a él, de pertenecerle por completo.
Sólo cuando oyó que Fernando se disponía a abrir la puerta del dormitorio, Leticia volvió a la realidad.
–Espera… –le pidió.
Fernando la tomó en brazos.
–¿No hemos esperado demasiado?
–Pero hay algo que debo… No entiendes…
–Yo sólo entiendo esto. –dijo antes de volver a besarla– ¿Qué más hay que comprender? –preguntó al tiempo que abría la puerta y se acercaba a la inmensa cama, tan absorto en su pasión que tardó un instante en darse cuenta de que, tendido sobre el lecho, había un hombre con las manos tras la cabeza y una sonrisa burlona.
–Hola –dijo Ariel.
–Debiste haberme avisado, Leticia; aunque si hubiera sido más astuto habría esperado algo como esto –dijo sin mirarla.
–¿Quieres soltarme, por favor? –pidió ella, muy inquieta.
Todavía impactado por la sorpresa, la dejó caer sobre la cama.
–No hace falta tirar a la dama como si fuera un bulto –observó Ariel, en tono burlón.
–¡Qué espectáculo! Debí haberlo adivinado –dijo Fernando con calma.
–¿Cómo te atreves a pensar algo semejante? Ariel sólo ha venido a ayudarme a salir de este lugar.
–Desde luego que sí, aunque todo el tiempo te ha esperado en el dormitorio. ¿Qué quieres que piense entonces?
–¿No ves que está completamente vestido?
–Sí, y escondido en tu habitación –replicó Fernando.
El hecho de que Ariel hubiera oído toda la discusión lo sacaba de quicio.
–Normalmente es aquí donde se suele preparar un equipaje. –Ariel señaló otra maleta abierta– Me he dedicado a sacar y llevar ropa como una doncella.
–¿Y como doncella también la has ayudado a desvestirse?
–¡Cállense los dos! –intervino Leticia como una fiera y luego se volvió a Fernando– Tú no eres mi dueño y no me das órdenes, excepto en el trabajo.
–Donde te espero mañana. Y sé puntual.
Ariel saltó de la cama.
–Tiene razón, será mejor que nos marchemos. Leticia, te espero en la sala.
–No hace falta. Esta maleta ya está hecha –dijo ella mientras la cerraba.
Sin decir palabra, Fernando no le quitaba el ojo de encima.
–¿Quieres decirme dónde piensas hospedarte? ¿O no debo preguntar? –preguntó, finalmente.
–En el apartamento de Ariel.
–Entonces sal de mi vista y no me vuelvas a hablar –vociferó– ¡Vete ya!
Capítulo 27
A la mañana siguiente, Ariel la llevó a Serrano Europa y le presentó a Iñaki Serrano, un rollizo hombre de mediana edad que la recibió con los brazos abiertos.
–Fernando me ha hablado mucho de usted.
–Espero que le haya dicho que mi vocabulario en euskera es muy elemental.
–Pero la señorita Padilla aprende con mucha facilidad –dijo una voz detrás de ella.
–Entra, Fernando. Ariel me acaba de presentar a la señorita Padilla.
–Llámeme Leticia.
–Entonces tú me llamarás Iñaki. Fernando, es tan encantadora como la describiste.
–No creo haberme expresado exactamente en esos términos. Dije que era formal, metódica, centrada, inteligente y especialmente dotada para persuadir a la gente.
–No crea todo lo que el señor Mendiola dice de mí. –observó Leticia con ligereza– El suyo es un punto de vista muy parcial.
–Desde luego que a tu favor. Te vio trabajar en México.
–Yo también aprendí mucho de él. Es un maestro en el arte de la manipulación.
–Ésa es su parte mexicana. Tú también aprenderás con el tiempo.
Ariel contemplaba la escena junto a la ventana, con los ojos brillantes de malicia.
–Me marcho, Leticia. Llámame cuando quieras que pase a recogerte –dijo de pronto.
–Muchas gracias, Ariel. Adiós.
–Sí, adiós –repitió Fernando.
Ariel guiñó un ojo a Leticia cuando se dirigía a la puerta.
–Fernando, deberías enseñar a Leticia el emporio Serrano –propuso Iñaki.
–Lo siento, Iñaki, no será posible. Tengo un montón de trabajo por delante. ¿Por qué no se lo pides a doña Irmita?
–Como quieras. Bueno, al menos enséñale su despacho.
–Hazlo tú. Yo debo marcharme. Señorita, bienvenida a la empresa. Espero que se encuentre bien entre nosotros –dijo en tono neutro antes de irse.
–Parece que está muy ocupado. –comentó Serrano, con una mirada de extrañeza– Bueno, quiero que conozcas a Irmita, mi secretaria personal. Iremos a comer con ella.
La secretaria resultó ser una amable mujer de mediana edad. Mientras almorzaban, aseguró a Leticia que estaría encantada de ser su guía en los próximos días.
Irmita le enseñó las oficinas de la sede. En todas partes el personal la recibió como una persona muy valiosa para la empresa, aunque no sabían nada de ella, salvo lo que Fernando había contado.
Más tarde, Leticia pensó que todas las alabanzas de Fernando ya eran cosa del pasado. Esa mañana había demostrado una cruel ironía que traducía sus verdaderos sentimientos hacia ella.
Cuando Fernando bajaba al estacionamiento en busca de su vehículo, vio que su hermano se acercaba en un ostentoso coche nuevo.
Ariel salió del vehículo y lo saludó alegremente.
–¿Me está esperando?
–No he visto a la señorita Padilla en toda la tarde, así que no sabría decírtelo –contestó Fernando, en tono glacial.
–De repente todo se ha vuelto muy formal. Bueno, es lo que mereces. ¿Nadie te ha dicho que normalmente uno se presenta a una mujer con su verdadero nombre desde el principio? Te diré que es una costumbre que las pone de buen humor.
–¿Te lo ha dicho ella?
–No fue necesario. En la fiesta de anoche quedó muy claro lo que habías hecho.
–Y supongo que aprovechaste la ocasión para jugarme una mala pasada. Lo estabas esperando.
–No me culpes, porque soy inocente.
–¿Entonces debo pensar que ella se encontraba en la villa por casualidad?
–Desde luego. ¡No seas idiota! Tarde o temprano tenía que suceder. No debiste haberla dejado sola.
–Pensaba estar fuera sólo un día, pero las cosas se complicaron en México –replicó, con los dientes apretados.
–Siempre sucede. Me pregunto qué fue del hombre que lo planeaba todo hasta el último detalle, sin dejar nada al azar.
–Disfrutas con esto, ¿verdad?
–El asunto tiene su encanto. Te servirá de lección por hacer el tonto, tú que eres tan chapado a la antigua. Aunque anoche te liberaste. Nunca habría esperado que un hombre como tú llevara a una dama en brazos a la cama. Siento haberte estropeado la fiesta.
En un instante, Ariel se vio contra la pared con la mano de su hermano en la garganta.
–Una palabra más y no seré responsable de mis actos.
–Oye, cálmate. Está bien, dejémoslo. –murmuró y Fernando retiró la mano– Otro aspecto de ti que no me esperaba –añadió mientras se frotaba la garganta.
–Te lo advierto, Ariel. Ella no es para ti.
–¿No es ella quien tiene que decidirlo?
–Aléjate de Leticia.
–No será fácil ya que vivimos juntos.
–No te engañes. Se fue contigo sólo para vengarse de mí. Tú no le interesas.
–Estás muy seguro, ¿no es así? –replicó Ariel mirándolo desafiante.
–Vete al infierno.
–Iré a cualquier parte si puedo llevarla conmigo. Vaya, ahí viene.
Ariel se adelantó a saludar a Leticia con un beso en la mejilla, gesto que Fernando no vio porque en ese momento entraba en su coche. Y en breves instantes, salió del estacionamiento.
Capítulo 28
Mientras Ariel conducía rumbo a su casa, se volvió de pronto hacia Leticia.
–¿Te hizo pasar un mal rato, pidiéndote explicaciones y cosas por el estilo?
–En absoluto. En toda la tarde apenas me dirigió la palabra.
–Muy bien. No le des ninguna explicación. Lo que haces no es asunto suyo.
–Lo sé, pero es como si lo engañara.
–No es un engaño. Sólo se trata de despistarlo. Seamos sinceros, así es cómo se han comunicado hasta ahora.
–No deja de ser cierto –repuso ella, con una risa irónica.
Ariel vivía en un bloque de apartamentos recién construido en la periferia, al sur de San Sebastián.
En el piso todo era moderno y reluciente. Había dos dormitorios con camas dobles y grandes armarios. Y la amplia cocina estaba equipada con todo tipo de electrodomésticos de última generación.
Cuando Leticia colgaba su ropa en el armario, Ariel llamó a la puerta del dormitorio.
–Te espera una taza de té.
–Gracias. –dijo con verdadero agrado– Me ofrecería a preparar la cena, pero confieso que no sé manejarme en tu cocina –comentó mientras tomaban la infusión.
–Déjalo para otra ocasión. Por lo que veo tienes mucho que leer –dijo mientras señalaba un montón de documentos que ella había llevado de la oficina.
–Voy a tener que emplearme a fondo porque todo está en euskera y, como sabes, aún estoy aprendiendo.
–Si necesitas ayuda, no tienes más que pedírmela.
Ariel se puso a cocinar, negándose a que ella lo ayudara, y tampoco permitió que lavara los platos tras la excelente cena.
Tras varias horas dedicadas a la revisión de archivos y con la ayuda de Ariel en la traducción de términos difíciles, Leticia empezó a sentir que todo era más fácil.
Por la noche, acabó su estudio con una extraña sensación de contento y seguridad. Ariel le preparó una taza de chocolate y luego se despidió en la puerta de la habitación de la joven.
Tras dos días de ausencia, Fernando se presentó en su despacho sin avisar.
–¿Preparando las cosas para marcharte? –preguntó al ver que Leticia ordenaba su escritorio.
–Sí, doña Irmita y yo saldremos mañana. Me hace mucha ilusión este viaje –intentó responder con normalidad.
No quería que él notara cómo la afectaba su presencia.
–Iñaki me ha dicho que ya te desenvuelves muy bien.
–Se ha formado una buena opinión de mí. Y eso te lo debo a ti.
–Me limité a decirle lo que pensaba. Tienes un considerable talento ejecutivo.
–¿Lo hiciste a pesar de tu odio?
–No te odio, Leticia, y espero que tú tampoco. Hiciste lo que debías y yo tendría que haberlo comprendido. Nos habría ahorrado muchos sufrimientos –dijo con pesadumbre.
Un dolor que a ella le llegó al corazón. Pero él no quería su corazón. Aún se mantenía obstinadamente inflexible.
–¿Te refieres a Ariel?
–Ahora ya no importa, aunque debiste haberme advertido que estaba en tu dormitorio.
–Le pedí que desapareciera de la vista mientras yo te despedía. Pensé que tardaría diez segundos.
–Pero no lo hiciste.
–Me enfadé contigo y olvidé a Ariel por completo. Aunque te aseguro que sólo me ayudaba a hacer las maletas.
–¿Y también te ayudó a desvestirte?
–Verás, era un traje alquilado y tenía que devolverlo. Entonces me puse ropa cómoda, como pudiste ver. –explicó con los brazos cruzados sobre el pecho y una mirada desafiante– Con un suéter y pantalones no se puede seducir a nadie. Y ahora me voy.
Fernando la detuvo con una mano en el brazo.
–Quiero que sepas que no fue mi intención arrojarte sobre la cama. Fue un accidente.
Ella rió sin convicción.
–Lo sé. No eres un cavernícola. Por lo demás, ya pasó. Asunto terminado.
–Sí, asunto terminado, como dices. Aunque preferiría que no vivieras con Ariel.
–He pensado en cambiarme de piso; pero tal vez más tarde, cuando conozca mejor la ciudad.
–Tengo amigos en el sector inmobiliario y…
–Fernando, déjalo. No puedes organizar mi vida.
–Tienes razón. Fernando Mendiola a veces sabe cuándo tiene que admitir su derrota. Adiós, señorita Padilla. Mucho éxito en tu carrera.
Tras un leve y desanimado toque de sus labios en la mejilla de la joven, Fernando se marchó.
Irmita y Leticia fueron a visitar las fábricas de Serrano Europa en el sur de España. Desde que se conocieron habían simpatizado de inmediato y esos días se llevaron muy bien. La secretaria quedó impresionada ante la eficacia profesional que Leticia demostró durante la semana que duró el viaje.
La joven pensó que pronto tendría todo lo que había deseado, aunque deseaba algo más. Y lo había perdido.
Sin embargo, su ánimo mejoró en el trayecto de vuelta a San Sebastián. No podía olvidar el último encuentro y la tristeza que había percibido en Fernando, a pesar de su actitud distante.
Trabajaban en el mismo edificio. Tendría innumerables oportunidades de hablar con él y tras la conversación, al fin podrían comprenderse y perdonarse mutuamente. Aún había un futuro para ellos. Cuando llegaron a San Sebastián, Leticia se sentía casi feliz y llena de confianza en sí misma.
Iñaki la recibió con júbilo.
–He recibido informes estupendos sobre ti. Todo el mundo opina que eres maravillosa –dijo en euskera.
–Todos fueron muy amables conmigo –contestó en el mismo idioma.
–Fernando tenía razón al hablar tan bien de ti. Si pudiera estar aquí para presenciar tu triunfo… Se lo diré la próxima vez que lo llame a México.
–¿México?
–Sí, tuvo que regresar apresuradamente porque Raúl López dice que no puede seguir al mando de la empresa. Quedó muy afectado a causa del desfalco de Rodríguez. Así que Fernando tendrá que hacerse cargo de la empresa hasta que encuentre un sustituto a tiempo completo. Me temo que tendrá que permanecer un buen tiempo en México.
Capítulo 29
Leticia a menudo pensaba que Fernando se sorprendería si la viera en casa con Ariel, que la trataba como un buen hermano.
A veces solía llevarla a la villa a cenar con la familia. Teresita le prodigaba una tierna consideración, en gran parte con el propósito del estimular el romance con su hijo. Leticia se sentía ligeramente incómoda, aunque Ariel parecía imperturbable.
Una noche, mientras cenaban en la villa, sonó el teléfono y Teresita atendió la llamada. A pesar de la rapidez con que hablaba, Leticia supo que era Fernando y que no regresaría pronto.
Teresita colgó el teléfono con un suspiro.
–Me gusta tener a los hijos conmigo. Sé que soy poco razonable porque ya son mayores, pero las madres somos así. Aunque tal vez sea mejor que ahora Fernando y Ariel se mantengan separados por un tiempo.
–¿Por qué ahora? –Leticia intentó no demostrar demasiada curiosidad.
–No es fácil de explicar. Se han pasado la vida peleando por una u otra razón. Hay algo en ellos mismos que tiende a enervarlos.
Conmocionada, Leticia constató que Teresita todavía ignoraba la razón de la querella entre los hermanos. Todavía pensaba que Fernando y ella se habían conocido en la fiesta.
–¿Era Fernando? –preguntó Ariel desde la puerta.
–Sí, está bien y envía saludos a todo el mundo.
–¿Incluso a mí?
–Incluso a ti –respondió Teresita, con firmeza.
–Seguro que es un saludo venenoso.
–¡Déjalo ya! –ordenó Teresita, con repentina dureza– Pase lo que pase entre ustedes, todavía es tu hermano.
–Lo siento, mamá. –dijo tímidamente antes de abrazarla– No es nada. Tú sabes que siempre peleamos por cualquier cosa.
–Pero esta vez va en serio. Lo sé. ¿Por qué no me lo cuentas?
–Porque no tiene importancia. Vamos, tú nos conoces bien. Si no reñimos no somos felices, mamá.
Esa noche no volvieron a mencionar a Fernando, aunque Leticia no dejó de pensar en él, y al parecer Ariel tampoco, porque cuando conducía de vuelta a casa comenzó a hablar de su hermano.
–Es un hombre contradictorio. –comentó pensativamente– Es capaz de sentir algo con todo su ser mientras actúa exactamente en la dirección opuesta.
–Muchas personas lo hacen, ¿no te parece?
–Sí, pero él llega a los extremos. Tal vez sea el resultado de no saber bien si es mexicano o español. Sólo hay que ver cómo se comportó respecto a nuestro hermano Omar.
–¿Quién es Omar exactamente? –preguntó con curiosidad– He oído algo sobre él, pero nunca una información completa. Es como un fantasma.
–Durante años fue un tema tabú en la familia. Todos sabíamos que mamá tenía otro hijo, aunque ignorábamos qué había sido de él. Ella quedó embarazada cuando tenía quince años, y sus padres hicieron algo imperdonable, seguramente desesperados ante el escándalo de una hija que sería madre soltera.
–¿Qué hicieron?
–Dejaron al bebé en un orfanatorio y le dijeron que su hijo había nacido muerto.
–¡Dios mío! –exclamó Leticia, conmocionada.
–Mamá nunca superó la pérdida de su bebé. Más tarde se casó con Tomás Mora y se convirtió en la madrastra de Fernando, que no recordaba a su madre biológica, así que adoraba a Teresita. Cuando me adoptaron, lo pasó muy mal porque yo competía con él por la atención de mamá. Y desde entonces, siempre hemos peleado. Cuando Teresita descubrió que su hijo no había muerto, intentó encontrarlo desesperadamente, pero era demasiado tarde. Lo habían adoptado. Su matrimonio no duró mucho. Cuando se divorció me llevó consigo, pero Fernando era hijo legítimo de Tomás, así que no pudo pedir su custodia.
–Pobre niño, debe de haberse sentido abandonado –murmuró Leticia.
–Así fue. Cuando Tomás falleció, la familia de su madre española lo trajo al país y Teresita volvió a hacerse cargo de él. Desde que se casó con Humberto Mendiola, que es tío de Fernando, todos hemos formado una gran familia.
–Eso me ha parecido.
–Aunque mamá nunca olvidó a su primer hijo. –prosiguió, en tono reflexivo– Y Fernando se propuso buscarlo, y después de largos años de complicadas investigaciones, al fin lo encontró. Pero lo más extraño es que siempre sintió celos de Omar por haberlo desplazado como hijo mayor y, sin embargo, lo buscó para darle tranquilidad a su madre. Te diré que tardó quince largos años, y cuando le dieron una pista fiable viajó a México. Tras convencerse de que Omar era el hijo de Teresita, lo trajo a San Sebastián.
–¡Lo que hizo fue maravilloso! –comentó Leticia, conmovida.
–Sí, fue maravilloso. Pero mi hermano a veces me desconcierta. Es demasiado seguro de sí mismo y muy obstinado, pero de pronto hace algo que me obliga a preguntarme si yo podría ser tan generoso como él.
De inmediato, Leticia recordó las bondadosas palabras de Fernando a Raúl López en su afán por calmarlo. Y que luego no vaciló en regresar a México para estar con él.
–Quince años. –murmuró– Tiene que haber sido muy joven cuando empezó a buscar a su hermano.
–Es verdad. Quince años de búsqueda activa, de observación y paciente espera. Ése es Fernando. Un tipo que se toma su tiempo.
Las palabras de Ariel arrojaron una nueva luz sobre la conducta de Fernando en México. Un hombre dedicado a observar y esperar, moviéndose lentamente hacia su objetivo, oculto en las sombras mientras ella se burlaba de otro hombre. Y ese hombre era él mismo.
Leticia deseó haberlo conocido en otras circunstancias. ¡Qué diferentes habrían sido las cosas!
Capítulo 30
La vida con Ariel era armoniosa y apacible. Era un hombre que sabía escuchar. Pronto se enteró de la vida de Leticia. Ella le habló de su relación con Fernando, las circunstancias en que lo había conocido, el episodio del coche y otras anécdotas.
–Me parece que contigo al volante ningún miembro de la familia está a salvo –comentó divertido.
Leticia también se refirió a sus padres, ya mayores.
–¿Han estado alguna vez en San Sebastián?
–Nunca. Una vez los llevé a Los Angeles y eso es todo lo que conocen del extranjero.
–Verás. –dijo Ariel, de pronto– Voy a marcharme de la ciudad unos días, ¿Por qué no los invitas? Podrían disponer de mi habitación.
–¿Lo dices en serio?
–Claro que sí. Se merecen unas buenas vacaciones.
Leticia compró los pasajes y, tres días después, fue a buscarlos al aeropuerto.
Fue un emotivo encuentro, lleno de alegría. Tiempo después, Leticia comentaría a Ariel que sus padres se comportaron «como un par de niños que van al mar por primera vez».
La joven pasó ese fin de semana enseñándoles la ciudad, un poco más cálida a principios de mayo. Cuando tuvo que volver a la empresa, sus padres ya podían manejarse sin su ayuda; incluso hicieron un viaje de un par de días a Paris.
Uno de esos días, Iñaki los invitó a cenar y todos disfrutaron con sus divertidas historias escandalosas.
De vuelta a casa, encontraron a Ariel dormido en el sofá.
–He regresado pronto. –explicó al tiempo que se sentaba en el sofá frotándose los ojos– Mis negocios concluyeron antes de lo previsto, y además quería conocer a nuestros invitados.
Luego compartieron una cena tardía con un vaso de vino, y cuando la velada hubo finalizado, ya eran buenos amigos. Más tarde, se produjo un momento incómodo cuando Ariel dijo que dormiría en el sofá.
–No hace falta. –intervino Julieta, ansiosa por demostrar su tolerancia– Quiero decir que no es necesario que modifiquen su vida habitual porque nosotros estemos aquí.
–Julieta, vamos a dormir –dijo Erasmo cubriéndose los ojos con las manos.
Cuando los padres se marcharon, Ariel la miró con júbilo.
–Parece que tu madre me ha dado permiso para…
–Sí, ya lo sé, ya lo sé. –replicó ella con ironía– Gracias por ser tan amable con ellos. Y ahora me voy a dormir.
–¿Estás segura de que no quieres que te acompañe?
–Ariel, te advierto…
–Está bien. No perdía nada con intentarlo. –dijo con un suspiro melancólico– De vuelta al sofá.
–Buenas noches –se despidió Leticia entre risas.
–Buenas noches.
Capítulo 31
Por la mañana, Ariel llamó a su madre para decirle que todos irían a cenar a la villa esa noche.
Al ver que sus padres intercambiaban una mirada, Leticia comprendió que era otra vuelta de tuerca a su supuesta relación amorosa con Ariel.
Su familia y ella fueron los invitados de honor esa noche. Cuando llegaron a la villa, todos los Mendiola los esperaban en la escalinata de entrada.
–Mira quién ha venido. –dijo Teresita a Leticia con entusiasmo– Tú ya lo sabías, ¿verdad?
–No, ignoraba que Fernando hubiera regresado –respondió la joven, casi sin aliento.
–Aún no me he comunicado con Iñaki. –explicó Fernando al tiempo que le estrechaba la mano– Cuando llamé a casa, mamá me informó que esta noche teníamos invitados de honor, así que no podía faltar.
–Desde luego –murmuró Leticia, impactada por su calidez y magnetismo.
Tras seis semanas de ausencia, Leticia notó que Fernando había cambiado. Llevaba el pelo hacia atrás, lo que le hacía parecer mayor y más severo. Estaba más delgado y había sombras bajo sus ojos, que estaban más oscuros y brillantes que nunca.
Fernando saludó a Erasmo y Julieta con exquisita cortesía, aunque con una ligera reserva.
–No me gusta tanto como su hermano –cuchicheó Julieta a su hija.
Mientras Teresita los llevaba a tomar una copa de vino, Fernando vio a Ariel detrás de Leticia.
–Permítanme felicitarlos por su compromiso. Y aprovecho la ocasión para presentarles a la señorita Marcia Villarroel –añadió antes de que Leticia pudiera protestar.
Con el rabillo del ojo, Leticia distinguió a una joven que se acercaba a ellos. Era la criatura más sorprendentemente encantadora que jamás hubiera visto. Parecía tener dieciocho años, una larga cabellera rubia y una tez aterciopelada. Con una mirada de adoración, la joven puso la mano en el brazo de Fernando, con gesto posesivo.
–Marcia, éstos son mi hermano Ariel y Leticia, su novia.
–Bona nit –saludó Marcia en euskera y con una voz muy dulce.
Con gran esfuerzo, Leticia devolvió el saludo, muy controlada en el exterior y furiosamente herida en su fuero interno.
De pronto, su tristeza de las últimas semanas le pareció una burla. Había creído que los sentimientos de Fernando eran tan profundos como los suyos, cuando en realidad para él había sido una fantasía pasajera.
En ese momento, Julieta se acercó a ellos.
–¡Qué hombre más fascinante es el abuelo Mendiola! ¿Sabías que participó en la guerra civil?
–Fue en 1936, –intervino Ariel con una sonrisa– le tocó combatir en la cima del monte Igueldo. Dice que desde entonces el monte le habla personalmente. Afirma que cuando alguien miente, lanza un penacho de humo. He oído la historia cientos de veces –añadió entre risas.
–Julieta y Erasmo, les estamos muy agradecidos. Hace mucho tiempo que mi viejo padre no disfrutaba de un público renovado –observó Humberto, que escuchaba la conversación no lejos de ellos.
–Eres muy afortunada. –Julieta comentó más tarde a Teresita– Tantos hijos y todos tan guapos.
–Mi pena es no haber tenido una hija. Me habría gustado una como la tuya. Aunque tal vez pronto podamos compartirla. –repuso Teresita en tono conspirador. Julieta asintió de buen grado– Los hijos varones son un problema. Tengo seis. ¿Y cuántos han traído a su chica a la fiesta de la madre? Sólo dos.
Su mirada sonriente se posó sobre Ariel y Leticia, y luego sobre Fernando y Marcia.
Cuando todos se sentaron a la gran mesa del comedor, Leticia contempló a sus padres en animada charla con el anciano abuelo y luego sus ojos se detuvieron en Fernando y Marcia, que parecían absortos el uno en el otro. «O tal vez absorto en el generoso escote de esa belleza», pensó con amargura.
–¿Y cuándo vuelven por aquí para celebrar la boda? –preguntó el abuelo Mendiola a Julieta en voz alta.
–¿Qué boda? –inquirió ella ansiosamente.
–Cualquiera. La de Fernando y Marcia o la de Ariel y Leticia.
–No cuenten conmigo. –protestó Leticia, con firmeza– Estoy dedicada a mi carrera a tiempo completo. Y de hecho, no creo en el amor.
–Querida, no hables así –rogó su madre.
–El amor es una trampa para incautos –declaró rotundamente.
Antes de que alguien pudiera replicar, a lo lejos se produjo un ruido sordo. Todos los ojos se volvieron a las ventanas. Cuando el ruido se volvió a repetir, los invitados se pusieron de pie y salieron a la terraza. Del Igueldo se desprendía un delgado penacho de humo que se elevó por el aire y luego desapareció.
–¿Va a entrar en erupción? –preguntó Julieta, alterada.
–No, este fenómeno se produce a menudo. –la tranquilizó Teresita– No significa nada.
–Sí que significa algo. Quiere decir que alguien ha dicho una mentira piadosa. –sentenció el abuelo mientras sus ojos se detenían en Leticia– O tal vez no tan piadosa.
–Puede que esa persona hablara muy en serio –Leticia intentó tomar a la risa el incidente.
En ese mismo instante, el Igueldo gruñó desde sus entrañas y lanzó otro penacho de humo.
Todo el mundo se echó a reír con la mirada puesta en Leticia.
Capítulo 32
La cena casi había concluido y nadie volvió a la mesa. Al ver tan contentos a sus padres, Leticia se relajó un poco.
–¿Quieres que vuelva a llenar tu copa? –preguntó Fernando, que apareció repentinamente junto a ella.
–No, ya es suficiente, gracias.
Fernando se la quitó de las manos y la dejó a un lado.
–Tienes muy buen aspecto.
–Y tú también. ¿Te quedarás definitivamente?
–No, estaré aquí solamente unos días. Tengo que regresar a México para poner en marcha la nueva organización de la empresa.
–¿Cómo está Raúl López?
–Disfrutando de su jubilación. La noche de su última jornada laboral nos fuimos de juerga.
–¿De juerga tú?
–Solía hacerlo cuando era más joven.
–Me cuesta imaginarlo en un hombre tan metódico y organizado.
Fernando dejó escapar una breve risa desanimada.
–Acabas de describir a mi hermano, no a mí. Ariel es el que suele planificarlo todo según su conveniencia.
–No he detectado ese rasgo en él.
–No, porque contigo es diferente, se lo concedo. Pero si cometes el error de casarte con mi hermano, no tardarás en descubrirlo.
–Entonces son muy parecidos. Por eso será que siempre están peleados.
–No soy tan malo como piensas.
–Permíteme una pregunta: ¿cómo lograste que Raúl guardara silencio respecto a tu verdadera identidad? ¿No habrás doblado el importe de su jubilación?
–No tanto como eso –respondió, a su pesar.
–Así que lo sobornaste. Mira, tú sólo tienes dos formas de tratar a las personas. O los engañas, o los sobornas. ¿Por qué no intentas acercarte a la gente con honestidad? ¿O no sabes cómo hacerlo?
–Leticia, por favor.
–De acuerdo. He terminado. No se hable más del asunto.
–¿Para cuándo es el anuncio de tu compromiso con mi hermano? Por eso tus padres han venido a San Sebastián, ¿no es así?
–No, fue por casualidad. Ariel me sugirió que los invitara a pasar unos días.
–Como un buen futuro yerno. Ellos lo quieren mucho. Tu madre me habló de lo maravilloso que es y tu padre anhela que llegue el día de acompañarte al altar.
–¿Y tú escuchaste lo que dije en la cena?
–Sí, y también el Igueldo. Ya sabes lo que piensa el viejo volcán.
–No me digas que eres supersticioso.
–No puedes vivir aquí si no lo eres. El Igueldo piensa que mientes.
–Ya es suficiente –dijo furiosa, antes de alejarse. Los invitados se habían reunido en pequeños grupos a tomar café.
Cuando Leticia se acercó a Teresita, ella le habló de su hijo Omar.
–Pronto empezarán las vacaciones y tal vez Omar venga con mi nieto. Entonces los conocerás –dijo a la joven con una sonrisa.
–Será un placer para mí. Pienso que vuestro encuentro fue maravilloso.
–Se lo debo a Fernando. Él me devolvió a mi hijo –declaró con una mirada de amor a su hijo que se había acercado a ella.
–No, mamá. Omar también te buscaba. Tarde o temprano él mismo te habría encontrado.
–¿Hay alguna esperanza de ver a Carolina otra vez? –preguntó Ariel, junto a Leticia.
–Me temo que no. –respondió Teresita con tristeza antes de volverse a Leticia– Omar vino a conocerme acompañado de Carolina. Ella lo había ayudado mucho y era innegable que se amaban, pero parece que han terminado su relación.
–Tal vez no se amaran –opinó Humberto, que se había acercado a su esposa.
–¿Por qué dices eso? –intervino Leticia, impulsivamente– A veces las personas se separan, aunque se quieran. Eso no significa que no haya amor entre ellos, sino que se sienten incapaces de encontrar el camino que los una.
Teresita la miró con interés y, aunque no podía verlo, notó a Fernando alerta a sus palabras.
–Creo que tienes razón. –convino Teresita– Sé que Omar es un hombre difícil. Él mismo lo admite. No sería un marido fácil para ninguna mujer, pero no me cabe duda de que Carolina podría haber sido la esposa adecuada para él. Si sólo…
–Si alguien pudiera mediar entre ellos, –dijo Leticia– conversar con cada uno por separado y luego hacerles hablar entre sí…
–Tal vez… –murmuró Teresita, pensativa– Pero entonces mi familia diría que soy una entrometida.
–Pues que lo hagan. –replicó Leticia– A veces algunos dicen que yo lo soy, aunque eso nunca me ha detenido.
Todos se echaron a reír y Teresita le dio unos golpecitos en la mano.
–Ya sabía yo que tenía que haber una razón por la que me gustaras tanto –declaró en tono triunfal.
Capítulo 33
Al anochecer, Leticia buscó refugio en una esquina de la terraza, desde donde podía contemplar el monte Igueldo al otro lado de la bahía. Sintió que era un alivio alejarse de la animada charla de los invitados y, recogida en sí misma, entregarse a sus confusos pensamientos. El rostro de Fernando no abandonaba su mente.
–¡Qué agradable es salir al aire fresco! –exclamó Teresita al otro extremo de la terraza sin notar la presencia de Leticia.
La joven iba a decirle algo, cuando oyó la voz de Fernando.
–Sí. Siéntate un momento, mamá. Pareces cansada.
–No lo niego, aunque ha sido una velada maravillosa. Marcia y Leticia son tan hermosas… Me pregunto cuándo…
–Volveremos a ver a Omar –la interrumpió Fernando rápidamente.
–Eso también.
–¿Estás pensando en lo que dijo Leticia?
–Desde luego que sí. Estoy tentada a creer que tenía razón, porque así podría intervenir sin dudarlo. Aunque supongo que mi hijo tan sensato me aconsejaría que fuera prudente.
–Te equivocas, mamá. También creo que Leticia tiene razón.
–¿Tú estás de acuerdo con Leticia? Pensé que no te gustaba, especialmente porque Ariel y ella están enamorados.
–Te equivocas. –replicó con firmeza– Leticia no me disgusta, incluso pienso que sería una esposa admirable para Ariel. Aunque ella también es una mujer prudente que ha aprendido duras lecciones sobre el amor.
–Hablas como si la conocieras bien.
–La conozco más de lo que piensas. Esta noche te habló a través de la sabiduría y del dolor. Deberías escucharla. Si Carolina y Omar están hechos el uno para el otro, deberíamos hacer lo posible por ayudarlos a superar sus problemas.
–¿Y tú lo dices?
–¿Te sorprende?
–Un poco. Aunque fuiste tú el que encontró a Omar, no creo que lo quieras como un hermano.
–Eso no importa. Ahora sé lo que significa encontrar a la persona ideal y luego perderla a causa de la propia estupidez, y porque no había nadie que los ayudara a encontrarse otra vez. No se lo deseo a nadie. Ni a Omar ni a Ariel.
–¿Ni a ti? –preguntó Teresita suavemente.
Fernando rió con brusquedad.
–Yo sé cuidar de mí mismo. En cambio, Omar se siente confuso. Leticia ha dicho la verdad, deberías ayudar a tu hijo.
–¿Y tú? ¿Estás confuso?
–No, mamá, he dejado de estarlo. Está refrescando mucho. Será mejor que entremos.
Leticia permaneció sentada en silencio hasta que se hubieron marchado. De pronto, sintió las mejillas húmedas, aunque no recordaba cuándo había empezado a llorar.
Capítulo 34
Iñaki Serrano organizó un baile para todos «los notables» como él los llamaba. Entre sus invitados se encontraba la mayoría de los miembros del Consejo de San Sebastián, antiguas familias donostiarras y muchos de sus colaboradores. También logró persuadir a los padres de Leticia de que pospusieran unos días su vuelta a México y asistieran a la fiesta.
Aquella noche, Julieta y Erasmo, junto a Ariel y Leticia, se dirigieron a uno de los palacios donde Serrano había alquilado el salón de baile.
Era una gran ocasión. La familia Mendiola en pleno se encontraba allí; entre ellos, Eduardo con una joven que Teresita no dejaba de observar con ojos esperanzados y Fernando, que escoltaba a la joven Marcia, que parecía una modelo con su traje blanco de seda.
Leticia también estaba muy elegante con su traje de seda azul, aunque nunca se le habría ocurrido competir con la hermosa Marcia.
Iñaki se mostró exultante cuando se apartó para hablar con Fernando y Leticia.
–Será una velada maravillosa que culminará cuando abran el baile con un vals.
–Realmente no es necesario –dijo Leticia.
–Sí que lo es. Estamos celebrando la fusión de las dos empresas, el comienzo de una convivencia pacífica, fructífera…
–Solamente son dos empresas, no dos reinos. –señaló Leticia– Hay que guardar las proporciones, Iñaki.
–Estoy de acuerdo con ella. –convino Fernando, con los dientes apretados– Será mejor que te olvides de la idea.
–¿Qué tontería es ésta? Les ordeno que bailen juntos –explotó.
Con el propósito de calmarlo, Fernando y Leticia accedieron al instante y abrieron el baile.
–Lo siento –rezongó Fernando.
–No te preocupes. Empiezo a conocer a Iñaki. No le hace daño a nadie. Sólo tenemos que sonreír, ser amables y luego marcharnos cada cual por su lado.
–¿Te das cuenta de que suena muy melancólico?
–Los nuevos caminos siempre conducen a un sitio diferente –dijo ella.
–¿Y si no fuera ése el sitio donde queremos ir?
–No olvides que tienes a Marcia esperando en tu camino. Probablemente te llevará a algún lugar interesante.
–Calla. –dijo con suavidad– No digas eso, ¿me oyes?
–¿Por qué no?
–Hablas como si te hubiera traicionado. Aunque si tú nombras a Marcia, yo puedo nombrar a Ariel. Dime que no estás enamorada de él.
–¿No te dije una vez que nunca me volvería a enamorar de hombres inadecuados?
–Bruja –dijo con amargura–. Bruixota.
–Sí, deberías tener cuidado conmigo.
La boca de Fernando estaba muy cerca de la suya, de modo que podía sentir el susurro de su respiración en los labios. El placer que sintió fue tan dulce e intenso que creyó que iba a desfallecer. Anhelaba con tanta intensidad que la besara que nada le importaba en ese instante. El deseo le hizo olvidar la prudencia hasta el extremo de decidir que ella lo besaría primero. Lo haría en cualquier momento, y el mundo podría pensar lo que quisiera.
Y en ese instante, el vals llegó a su fin.
En medio de los aplausos de los invitados, Fernando la condujo donde se encontraba Ariel y, con una ligera inclinación de cabeza en señal de saludo, fue a reunirse con Marcia.
Y a la mañana siguiente, cada uno tomó su propio camino.
Leticia se despidió de sus padres en el aeropuerto.
–Han sido unos días maravillosos, cariño, y será un placer asistir a tu boda. Ariel es un encanto, pero no permitas que el otro se interponga entre ustedes.
–¿El otro?
–Fernando, el que siempre les pelea. Debes estar alerta porque intentará impedir tu boda con Ariel.
–Tendré cuidado, mamá. Pero no esperes una boda. Las cosas no siempre son lo que parecen.
–No digas tonterías, cariño. He visto cómo te mira. Adiós.
Capítulo 35
Tres días después, llegaron alegres noticias desde México.
–¡Mamá lo ha conseguido! –anunció Ariel, en tono triunfal– No me preguntes cómo, pero ha hecho entrar en razón a Omar y a Carolina y la boda se celebrará el próximo mes, aquí en San Sebastián.
Leticia pasó una tarde con Teresita, completamente entregadas a planificar la boda.
Omar, su hijo Carlitos y Carolina llegarían a la villa dos días antes de la ceremonia.
–Sé que no es normal que los novios salgan de la misma casa, pero ellos no tienen nada en San Sebastián. Además, así puedo mantenerlos vigilados en la villa.
–Para que no se te escapen, ¿eh? –bromeó Leticia, y ambas se echaron a reír.
Humberto y Fernando, que había vuelto de México, fueron con Leticia a recogerlos al aeropuerto. Leticia de inmediato quedó prendada del ingenio de Carolina, de su inteligencia y buen humor. Omar era un hombre interesante, aparentemente áspero, aunque parecía muy unido a Carolina. Sus ojos la seguían por todas partes cuando se apartaba de él.
Después de Teresita, Carlitos era el más interesado en que la boda se realizara cuanto antes.
–Se parece un poco a Fernando cuando me casé con Tomás Mora, su padre. –comentó Teresita– Deseaba con tanto anhelo tener una madre que nunca olvidaré su sonrisa cuando finalmente me tuvo junto él.
«Aunque tras la partida de Teresita, después del divorcio, se sintió abandonado. Y hasta ahora, nunca ha sido un hombre completamente seguro de sí mismo», pensó Leticia, recordando lo que le contó Ariel y convencida de que las tristes experiencias de la infancia habían modelado el carácter de Fernando.
Bajo la aparente confianza en sí mismo, había un ser que continuamente buscaba algo que no podía encontrar. Y casi lo mismo sucedía con Omar, cuya vida se había construido sobre una confusión aún mayor.
Separado de su madre siendo un recién nacido, y más tarde rechazado por sus padres adoptivos y enviado a una casa hogar, Omar había alcanzado la madurez lleno de ira, amargura e indiferencia hacia los demás.
Y pese a todas las dificultades, se había labrado un futuro brillante. En la actualidad era un hombre rico, dueño de una importante empresa.
Pero sus heridas no habían cicatrizado y por ello había rechazado a Carolina, que lo amaba verdaderamente. Por su propio bien, según dijo. Pero ahora, gracias a la intervención de Teresita, se habían vuelto a encontrar y en ese momento toda la familia les deseaba felicidad.
Como prueba de su agradecimiento, Omar había elegido a Fernando como padrino de boda. Humberto llevaría a Carolina ante el altar porque ella no tenía familiares.
El día anterior al evento, llegaron los padres de Leticia invitados por Teresita, que no perdía las esperanzas de otra boda.
La mañana de la ceremonia, la familia Mendiola al completo se reunió en la villa.
Como siempre, Marcia estaba impresionante con un traje de gasa celeste, muy recatado para la iglesia, pero que no dejaba la menor duda sobre su gloriosa figura.
El traje de lino de color miel que ante el espejo a Leticia le había parecido tan elegante, en ese momento le pareció apagado. De hecho, se dijo que parecía una mujer mayor comparada con la vibrante juventud de Marcia.
Acompañado de la joven, Fernando se acercó a Leticia. La luz del sol hizo brillar una cadena de oro con gruesos eslabones que Marcia lucía en el cuello.
–¿No es preciosa? –comentó cuando Leticia admiró la joya.
–¿Te la regaló Fernando? –preguntó Ariel.
Marcia se limitó a sonreír. Un regalo tan valioso no podía ser otra cosa más que una declaración de intenciones, pensó Leticia.
Teresita apareció junto a ellos.
–Es hora de que el novio se marche a la iglesia con sus acompañantes. El coche los espera –dijo en tono apremiante.
Fernando se hizo cargo de Omar, mortalmente pálido. Y en unos cuantos minutos, los hermanos y Marcia se alejaron rumbo a la iglesia.
Más tarde, todos los invitados quedaron en silencio cuando apareció la novia.
Carolina había elegido un sencillo traje de color marfil, adornado con un velo corto sujeto con pequeñas flores. Estaba hermosa, tranquila y segura de sí misma. De hecho, una mujer como Carolina era lo que más necesitaba Omar, el hombre que ella amaba.
Teresita lo sabía porque la abrazó de un modo muy maternal antes de poner una de sus manos en la de su esposo.
–Humberto, tú la llevarás al altar y entonces será nuestra hija.
«Ninguna novia podría haber recibido una acogida mejor», pensó Leticia mientras se dirigía con Ariel a uno de los coches.
En ese momento, supo que no podía casarse con Ariel a pesar de lo que pensaran los demás. Había llegado la hora de marcharse. Había que poner distancia entre la familia Mendiola y ella. De ese modo, no tendría que ver a Fernando con Marcia. De pronto, recordó que no podría dejar de verlo diariamente puesto que trabajaba con él. Tendría que regresar a México y buscar otro empleo.
Eso significaría tener que comenzar de nuevo. «Pero eso no es nuevo para mí, puedo volver a hacerlo», pensó con decisión.
La ceremonia fue impresionante, pero lo que más impactó fue el momento en que los novios pronunciaron sus votos de amor.
Entonces la música del órgano invadió el recinto de la iglesia y los novios avanzaron lentamente por la nave hasta salir al atrio, donde los esperaba el fotógrafo.
Capítulo 36
Había que hacer muchas fotos de distintas combinaciones familiares. Nadie podía quedar fuera, así que Leticia se vio amablemente empujada a posar para muchas fotografías mientras pensaba que no tenía derecho a estar allí.
Toda la familia se dirigió a Villa Mendiola para celebrar la recepción, y después de los discursos llegó el momento en que los novios tuvieron que abrir el baile.
Apoyada contra una pared y con una copa de champán en la mano, Leticia contemplaba a los novios, que se deslizaban armoniosamente por la pista.
En ese momento, Fernando se acercó a ella.
–¿Haciendo planes?
–¡Cállate! –replicó, abandonando todo tacto.
–¿Cuánto tiempo piensas mantenernos en la incertidumbre mientras postergas el anuncio de tu boda? Pronto serás mi cuñada, o lo serías, si me decido a reconocer a ese idiota como mi hermano.
Leticia se enfrentó a él, con la mirada fija en sus ojos.
–Fernando, ¿quieres dejar de decir tonterías? No me voy a casar con Ariel. –replicó, repentinamente enfadada, sin cuidar sus palabras– ¿Cómo pudiste haberlo pensado siquiera un minuto?
–Porque te fuiste a vivir con él.
–Sólo porque estaba enfadada contigo. Debiste haberlo sabido, aunque sí que lo sabías. ¿Dónde has estado todo este tiempo?
Él la miró fijamente.
–¿Me culpas?
Leticia pensó en Marcia y la tristeza se apoderó de ella.
–No, supongo que también es culpa mía. Desde el principio fui muy poco inteligente; de lo contrario habría sabido quién eres tú. –dijo con una sonrisa irónica– Aunque tampoco lo hiciste muy bien. Tú no me engañaste. Fui yo la que me engañé a mí misma. Quise creer en mi propia inteligencia. Así que si hay un culpable, ésa soy yo. Dicho esto, creo que deberíamos separarnos como amigos y olvidar lo ocurrido.
–¿Amigos? ¿Separarnos?
–Sí, me regreso a México.
Sin dejar de mirarla, Fernando buscó desesperadamente una respuesta. Cuando al fin la encontró, no fueron precisamente las palabras que le habría gustado elegir.
–No puedes. Tienes un contrato.
–Despídeme.
Leticia dio media vuelta con la intención de ir a la terraza. Pero él la detuvo con firmeza y se enfrentó a ella.
–Escúchame.
–Los invitados nos observarán –dijo, frenética.
–Que lo hagan. Ya es hora de que tú y yo hablemos con sinceridad. Todo el tiempo te has aprovechado de mí y me has tratado como a un tonto.
–¿Yo?
–Todo lo que has hecho últimamente ha sido con el propósito de castigarme. Has estado viviendo con Ariel para aparentar ser una pareja ante la familia. Intentabas darme una lección, ¿no es así? Y yo que te consideraba una buena persona…
–No digas eso. –respondió ella– Los dos nos hemos portado mal. Ambos pensábamos que el otro era una buena persona. Y ambos quedamos desilusionados.
–Lo que nos deja en un plano de igualdad.
–Sí. –dijo, con un suspiro– Un buen momento para terminar.
–¿Estás segura? Algunos dirían que es un buen momento para comenzar.
–¿Qué?
–¿No te das cuenta de que lo que has dicho en estos últimos minutos nos da la mejor oportunidad que nunca hayamos tenido? Leticia, por primera vez podemos ser sinceros el uno con el otro y eso es un buen comienzo.
Había un destello en lo más profundo de sus ojos que la dejó perturbada; sin embargo, Leticia ya había tomado una decisión y se mantendría firme en ella.
–No puedo creer que digas eso después de todo el daño que nos hemos hecho mutuamente.
–La experiencia no fue buena y necesitábamos un tiempo para superarla, pero lo hemos hecho y ahora estamos preparados para…
–¿Quieres dejar de decirme lo que tengo que hacer?
–Alguien tiene que hacerlo, porque te siento perdida y confusa. Más o menos como yo; pero con la diferencia de que yo creo que aquí es donde acaban nuestros desacuerdos. Dime que me amas.
–¿Es una orden? –preguntó, ultrajada.
–¡Sí, lo es! Y date prisa, porque estoy cansado de esperar.
–¡Vete al diablo! –exclamó furiosa, al tiempo que intentaba alejarse.
–Al diablo no. –replicó Fernando mientras la obligaba a retroceder– Y ahora, escúchame. Mientras contemplaba a Omar y a Carolina en el altar, no he dejado de preguntarme cómo pude haber permitido que nuestra relación se estropeara así.
–Lo mismo hice yo, y…
–Entonces dime que me amas.
–Verás, yo…
–Dilo.
Antes de que ella se diera cuenta, los labios de Fernando se posaron sobre los suyos.
–Dilo –murmuró mientras la estrechaba entre sus brazos sin dejar de besarla.
–Que me cuelguen si…
–¡Dilo!
Leticia no pudo decir nada porque la boca de Fernando no se apartaba de la suya.
Sí, lo amaba. Podría negarlo hasta el fin de los días, pero su amor siempre sería un hecho incuestionable.
–Dilo o tendré que besarte hasta que por fin lo digas.
–En ese caso, mis labios están sellados. –murmuró y ambos se echaron a reír– Te amo, te amo, pero sigue, no te detengas.
Capítulo 37
Con esas palabras, la tristeza y la tensión desaparecieron como por encanto mientras se besaban apasionadamente.
Leticia no se dio cuenta de que una puerta se abría y se cerraba; en cambio, Fernando se separó de ella un tanto desconcertado.
–Bueno, bueno –oyeron la voz de Ariel.
Leticia se volvió rápidamente y lo vio apoyado contra una pared, con una mirada divertida.
–Ariel…
–Así que por fin llegaste a la línea de meta. Siempre pensé que si tenía paciencia, tú lo lograrías.
–¿Tú? –preguntó en tono dudoso– ¿Quieres decir que tú… todo el tiempo…?
–Creo que he sido bastante listo. Esa noche, cuando querías marcharte, tuve que encontrar el modo de que te quedaras en San Sebastián y te invité a mi casa.
–¿Por qué? –preguntó Fernando, de inmediato.
Ariel dejó escapar una carcajada burlona.
–Porque sabía que Leticia era la única mujer capaz de derrotarte. Y no me iba a perder la diversión, desde luego. El hecho de ver que no sabías cómo actuar me ha parecido muy cómico. También he visto que apenas podías controlar tus celos y que te volvías loco porque deseabas algo que estaba fuera de tu alcance y porque eras incapaz de admitir que no podías controlar la situación, como sueles hacer. ¿Que si me divertí? ¡Claro que sí!
Leticia no pudo comprender los juramentos que Fernando profirió en voz baja y en euskera contra Ariel. En todo caso, debieron de ser ultrajantes a juzgar por su expresión alarmada.
–¡Basta! No es el momento de estropearlo todo. –intervino con diplomacia– Fernando, fueran cuales fueran sus razones, lo cierto es que tu hermano nos hizo un favor.
–No lo llames mi hermano…
–Pero lo es. Sólo un hermano podría hacerte un gran favor, insultarte y luego reírse de ti y contigo.
–Serás una buena influencia para él, Leticia. Incluso hasta puedes acabar con su insensatez.
–Nunca estuviste enamorado de mí, ¿verdad, Ariel? –preguntó, esperanzada.
Él se encogió de hombros.
–Tal vez un poco, pero no tanto como para preocuparme. Afortunadamente, nunca me diste esperanzas. Y me he comportado como un perfecto caballero para que pudieras permanecer en San Sebastián sin aflicciones. Ya ves que todo salió bien. –dijo con certeza, y repentinamente sonrió– Aunque te advierto que podría haber un problema. Tu madre me prefiere a mí.
–Apostaría a que sí –murmuró Fernando más calmado, aunque todavía con una mirada recelosa.
Leticia besó a Ariel en la mejilla y él la abrazó fraternalmente.
–¡Oye, Arielito! –Fernando lo llamó cuando se marchaba. Entonces esperó que Ariel volviera la cabeza para decir con calma– Gracias.
–Crees que has ganado, ¿verdad? Pero no olvides que ella llevará la voz cantante. Te hará bailar en la cuerda floja y yo me reiré mucho. Ah, me olvidaba, quiero ser tu padrino de bodas.
–Descuida, no se lo pediría a nadie más que a ti.
Ariel se marchó.
–Sí, creo que he ganado. He ganado lo que más quería en el mundo.
Mientras se fundían en un abrazo, ninguno de los dos vio que Ariel se volvía a mirarlos. Luego se tocó la mejilla donde Leticia lo había besado.
–¿Y qué me dices de Marcia? No intentabas ponerme celosa, ¿verdad? –preguntó Leticia más tarde.
–No, nunca pensé que pudiera hacerlo. Quería salvar la cara, de modo que cuando Ariel y tú anunciaran oficialmente su compromiso, no me quedaría solo como un tonto.
–¿Y si ella está enamorada de ti? –preguntó con un cierto sentimiento de culpa.
Fernando se echó a reír a carcajadas.
–Cariño, yo soy un viejo para Marcia. Apenas tiene dieciocho años. La conozco porque sus padres son amigos míos. Cuando se enteró de lo que me ocurría, porque es muy difícil ocultarle algo a esa chica, me dijo: «Lo que tú necesitas es una fachada, y yo soy la persona más indicada para ayudarte, tío Fernando». Así que esa noche aparecí del brazo con ella sólo para salvar mi dignidad. Después de esa velada me volvió a rescatar, como ya sabes. Aunque ahora se sentirá muy contenta de que su colaboración ya no sea necesaria. Está ansiosa por volver a frecuentar amigos de su misma edad.
–¿De verdad te llama tío Fernando?
–Te juro que sí. Esa noche me llamaba así constantemente y tuve que recordarle que no lo hiciera. Vamos a buscarla para anunciarle que queda en libertad a partir de ahora.
Después de buscarla por toda la casa, encontraron a Marcia en la pista de baile, abrazada amorosamente a Celso y tan absorta en él que a Fernando le costó llamar su atención. Cuando lo logró señaló a Leticia al tiempo que alzaba los pulgares. Marcia sonrió, les hizo una seña y se llevó la mano a la pesada cadena de oro. Luego rodeó con un brazo el cuello de Celso y se olvidó completamente de su tío Fernando.
Capítulo 38
En otra habitación, Ariel estaba solo con una botella de buen whisky.
Teresita lo descubrió minutos más tarde.
–He visto lo que ha sucedido. –dijo cariñosamente– Lo tenías todo planeado, ¿no? Siempre supiste que finalmente Leticia elegiría a Fernando.
–Creo que sí, mamá. Aunque te confieso que a veces uno se pregunta si no tendría derecho a intervenir cuando un hombre actúa como un payaso con la mujer que está cortejando. Incluso se plantea conquistarla…
–¿Por qué no lo hiciste? –preguntó al tiempo que le tendía un vaso para que le sirviera whisky.
Ariel se encogió de hombros.
–Casi lo hice. Hubo noches en que mi parte buena libró una lucha encarnizada con la parte mala ante la puerta de su dormitorio.
–Y siempre ganó tu lado bueno, ¿verdad?
–Desgraciadamente, sí. –replicó con vehemencia. Teresita se echó a reír– Aunque habría sido inútil. Ella sólo tiene ojos para Fernando, como bien pude comprobar.
–Así que hiciste de cupido. Siempre supe que eras un buen hermano.
–No digas eso. Piensa en mi reputación.
–De acuerdo, guardaré silencio. Sin embargo, ambos sabemos que tienes buen corazón. Un corazón fraternal.
–Sí, aunque es una pena que los nobles sentimientos hacia mi hermano hayan aflorado ahora, y precisamente en relación a ella.
–Hijo, en algún lugar hay una mujer para ti. Vas a superar lo de Leticia.
–Sí, tal vez dentro de cien años. Mientras tanto, será mejor que me aleje por un tiempo.
–¿Alejarte? –preguntó Teresita, alarmada.
–Sólo hasta Madrid. Verás, hay un hombre que me debía mucho dinero. Como no podía pagar, firmó el traspaso de una propiedad. Pero las cosas se le han complicado y hay una abogada que le causa muchos dolores de cabeza. Dice que ella es el diablo en persona, así que me figuro que también me los causará a mí.
–¿Ella?
–Sí, la abogada es una tal Minerva Gil. Ya he recibido una carta en la que prácticamente me despelleja vivo.
–Bueno, ella mantendrá tu mente ocupada. –dijo la madre al tiempo que lo besaba– Ve a Madrid, hijo mío. Y vuelve para la boda de Fernando. Tal vez hasta te vea aparecer con una novia.
–Lo dudo. Será mejor que te contentes con dos nueras, mamá.
–Tonterías. Quiero seis. Y ahora vuelve a la fiesta –dijo antes de marcharse canturreando.
Minutos más tarde, Ariel la siguió y se puso a contemplar a los novios. Omar bailaba con la novia, con las facciones suavizadas por el amor. Fernando bailaba lentamente con Leticia, ambos en su propio mundo, absortos en su felicidad.
Ariel la miró y supo al instante que ella ya lo había olvidado.
–Tenía que comportarme como un buen hermano. Pero, ¿por qué ahora? –murmuró.
Cuando finalizó la recepción y todos se hubieron marchado, la mansión quedó en silencio. Todos dormían, excepto dos personas que se encontraban en el jardín.
Aunque había luna, el único sonido era el murmullo de dos enamorados en la oscuridad.
–Nunca quise mentirte. Desde el momento en que te vi supe que tenías que ser mía. Había vivido una vida segura a causa de mi gran sensatez, pero todo aquello perdió su significado cuando te vi. Entonces quise convertirme en un salvaje, incluso en un estúpido.
–Y lo lograste –comentó Leticia cariñosamente.
–¿Piensas ser una esposa regañona?
–Sólo una parte de mí lo es. Las otras no lo han decidido todavía.
–Ah, sí. –Fernando comprendió de inmediato el sentido de sus palabras– Siempre tendremos que contar con eso. Una infinita variedad de personalidades. Bueno, muy práctico para no aburrirse.
–¿Es que acaso estás pensando en serme infiel?
–Sí, pero sólo contigo, amor. Sólo contigo.
La alegre risa de Leticia hizo renacer el mundo. A la luz de la luna, Fernando vio que se soltaba el pelo y se convertía en una hechicera ante sus ojos.
–Has visto esto alguna vez, ¿verdad? –bromeó Leticia– En las películas, la heroína se suelta los cabellos, el héroe cae a sus pies y le jura amor eterno.
–Sí. –dijo Fernando con inmensa alegría mientras la estrechaba entre sus brazos– Eso es exactamente lo que va a suceder…
EPÍLOGO – Parte 1
Un año después
Sentada en el área de bussiness class del avión de Iberia, Teresita Sáenz de Mendiola pensaba en todos los cambios que había vivido su familia durante los últimos doce meses. Sonrió al pensar que si alguien le hubiera dicho antes que viajaría tanto a su país de origen, no lo hubiera creído. Ella creía que pasaría el resto de su vida en España, pero algunos de sus hijos habían decidido establecerse en México y ella –decidida a estar cerca de ellos– había pasado mucho tiempo volando para verlos.
Una aeromoza interrumpió sus pensamientos:
–¿Se le ofrece algo, señora?
–Nada. Solo dígame cuanto falta para llegar a México.
–Todavía nos quedan tres horas…
–Está bien, entonces trataré de dormir un poco. Gracias.
Al mismo tiempo, Leticia estaba sentada en su oficina de Conceptos Electrónica, donde recordaba algunas de las vivencias que había tenido junto a Fernando en los últimos meses. Su vida había cambiado tanto que le parecía increíble haber intentado negarle su amor, ya que cada día lo quería más.
A su mente vino la boda de su cuñado Omar, en la que por fin ella y Fernando se habían confesado sus sentimientos y que había marcado el inicio de su vida juntos, ya que desde esa misma noche ella se había mudado al departamento de Fernando. Sus padres se habían sorprendido al saber que era a él quien amaba, pero con el tiempo (y viendo la felicidad de su hija) habían llegado a tomarle cariño.
Dirigió su mirada hacia el portarretratos que adornaba su escritorio, en el que Fernando y ella sonreían felices. Era una foto que les tomaron al salir de la iglesia de San Ignacio de Loyola, que era donde se celebraban todas las bodas de la familia Mendiola. La ceremonia se había organizado en tiempo record, ya que todo se hizo en dos semanas, y Fernando bromeaba diciendo que no quería darle tiempo a arrepentirse, aunque ella estaba segura de haber tomado la decisión correcta al aceptar ser su esposa.
En ese momento, Fernando abrió la puerta, entró directo a besarla y luego preguntó:
–¿Cómo estás mi amor? ¿Te has sentido bien?
–Claro que sí… –dijo ella con una sonrisa– Recuerda que no estoy enferma, ¡solo embarazada!
Fernando la ayudó a ponerse de pie y luego la abrazó, acariciando con cariño su abultado vientre al tiempo que decía con voz dulce:
–¿Cómo está mi pequeña abejita? ¿Ya vas a dejar que te conozcan tus papis?
–Fernando, no le hables así que de todos modos Estibaliz va a nacer cuando sea su momento…
El nombre de la niña había generado muchas discusiones en la familia, ya que los Mendiola usaban nombres en castellano pero Leticia quería que su hija llevara un nombre euskera. Finalmente ella había ganado, aunque Fernando prefería llamarla abejita debido al significado: dulce como la miel. Leticia ya estaba acostumbrada a oírlo decirle así, aunque esperaba que con el tiempo la llamara por su nombre.
Fernando siguió acariciándola e insistió:
–Yo creo que ya debería salir, aquí afuera todos la vamos a llenar de cariño. Y además, la abuela Teresita llega en un rato y sé que ya quiere tener en sus brazos a su primera nieta.
–Eso sí, sería muy lindo que naciera ahora que tu mamá esté cerca; así tendremos todavía más ayuda. Esta semana me he sentido muy cansada.
Fernando la reprendió con ternura.
–Te lo dije. Ninguna de nuestras empleadas trabaja después de los siete meses de embarazo y tú tampoco deberías hacerlo. Ya es tiempo de que tomes la baja por maternidad y esperes en casa.
–Tú sabes que no podría aguantar tanto tiempo encerrada sin hacer nada. Y además, se supone que estas semanas he estado preparando a tu hermano para que nos sustituya durante los primeros meses de Estibaliz.
–Sí. –dijo Fernando con orgullo– ¡Quién hubiera creído que Simón resultaría tan bueno para la electrónica! Si papá casi lo obligó a que entrara al primer curso de “computeishon”, como él dice.
Como si lo hubieran llamado, Simón abrió la puerta en ese momento y preguntó:
–¿Puedo pasar? ¿No les interrumpo, señores directivos?
–Pásale hermanito… justamente estábamos hablando de ti.
–¿Para qué soy bueno?
–Espero que para dirigir esta empresa, ya que hoy es el último día de Leticia.
Simón la observó preocupado y cuestionó:
–¿Ya va a nacer?
Leticia sonrió y dijo:
–Se supone que faltan tres semanas, pero Fernando insiste y la verdad es que sí necesito descansar. Caro dice que en cuanto llega el bebé te olvidas de dormir por varios meses.
–Espero que la abejita sea más tranquila que Omarcito, porque Caro se ve realmente agotada.
–¿Tú también la vas a llamar abejita? –le reprochó afectuosamente– A este paso, nadie va a saber cuál es su nombre.
–No te preocupes, –dijo Fernando– cuando aprenda a leer verá el letrero que pusimos en su…
Simón intentó cubrirle la boca a su hermano mayor, pero ya era demasiado tarde. Se suponía que la habitación de la niña era una sorpresa para Leticia pero a Fernando ya se les habían escapado algunos detalles de la decoración.
–¿De verdad? –sonrió Leticia– Además de las abejas pintadas en la pared y en todos los accesorios, ¿también le pusieron su nombre en la habitación? Qué lindo detalle.
–Claro que sí, –bromeó él– está escrito con letras en forma de panal y se lee claramente: Abella.
–¿Le pusiste abeja en la pared? ¿Es en serio?
Simón se rió y les dijo:
–Con ustedes siempre me divierto mucho, pero creo que hay que seguir trabajando. Y si es el último día que están en la oficina, todavía tengo que terminar de prepararme.
–¡Hey! –le dijo Fernando– aunque Leticia esté en casa, yo voy a seguir viniendo.
–Lo sé hermanito, pero prefiero que ella me explique todo. Mi cuñada sí valora mi talento y no me trata como niño.
–Yo también te valoro, pero no puedo evitar seguirte viendo como mi hermanito menor. Por algo mamá te sigue llamando bebé.
–Eso es solo porque nací cinco minutos después que Celso…
–Pues sí, pero él ya se está preparando para hacerse cargo de los negocios de papá… ¡y hasta está a punto de casarse!
–Sí claro. Pero yo también voy a hacerme cargo de este negocio, y no me caso todavía porque tú no me has querido presentar a nadie. Mira que Marcia fue directamente de tus brazos a los suyos.
Todos rieron ante el recuerdo del flechazo que surgió entre el mellizo y la falsa novia de Fernando, y se pusieron a repasar algunas de las tareas que realizaría Simón.
EPÍLOGO – Parte 2
Tras vivir una mala experiencia amorosa en Madrid, Ariel había decidido mudarse a México. Tenía varios meses sin ver a su madre, por lo que se ofreció a recibirla en el aeropuerto. Teresita se sorprendió al verlo así que lo invitó a tomar un café antes de ir a reunirse con sus hermanos.
–Te veo muy bien hijo, pero no esperaba encontrarte aquí. Se suponía que Simón vendría por mí para llevarme a casa de Omar.
–Sí mamá, pero él tenía mucho trabajo y me ofrecí a recogerte. Conceptos tiene varios clientes nuevos y Fernando, Lety y él están trabajando muchas horas extras para poder cumplirles.
–Me alegra saber que están tan ocupados, pero ¿cómo es que estás tan enterado de lo que pasa en esa empresa? ¿Acaso has vuelto a acercarte a Leticia?
–Ay mamá, por favor… Lety y yo seguimos siendo amigos, pero ella tiene más de ocho meses de embarazo y solo tiene ojos para Fernando. Por supuesto que no voy a Conceptos para verla a ella.
–Y entonces…¿a quién? No me digas que por fin te llevas bien con Fernando.
Ariel se puso nervioso, pero ante la mirada de su madre decidió confesar:
–La verdad es que llevo tres meses saliendo con Sara, la asistente de Leticia. La conocí cuando llegué a México y… –Ariel guardó silencio, incómodo por contar su vida amorosa a su madre.
–¿Y? ¿Y qué más? No te quedes callado, que me haces pensar que hay algo malo con esa mujer.
–No hay nada malo con ella, al contrario, es una mujer maravillosa. Es solo que creí que podrías enojarte porque Sara es divorciada, tiene un hijo de un año y… es empleada de mi hermano.
–Ariel, deberías saber que eso no me importa. Yo lo único que quiero es que ustedes sean felices.
–Me alegra que lo digas, porque a mí Sara me hace muy feliz. Y también Leo, su hijo. Llevamos poco tiempo saliendo, pero creo que si seguimos así muy pronto tendrás que asistir a otra boda.
Teresita saltó emocionada.
–¡Qué gusto hijo! Dime cuándo para ir apartando la fecha en San Ignacio. Están algo saturados, pero estoy segura de que podrán hacernos un hueco en la agenda así como pasó con Fernando y…
Ariel la interrumpió, sonriendo:
–Calma mamá. Deja que avance mi relación con Sara y luego haces planes. Además, estoy casi seguro de que ella preferiría casarse en México, ya que su familia está aquí y también va a asistir.
–Tienes razón hijo… ya tengo suficiente trabajo con las bodas de Eduardo y Celso. Dejaré que te tomes tu tiempo, aunque no mucho porque me encanta la idea de tener otro nieto.
–Te prometo que te los presentaré muy pronto. Y creo que te gustarán Sara y Leo; él es un niño genial pero le falta el cariño de una abuela, los padres de Sara viven en Monterrey…
En otra parte de la ciudad, Omar ayudaba a bañar a su pequeño hijo mientras Carolina preparaba la cena para recibir a Teresita y al resto de la familia Mendiola.
Omarcito tenía apenas dos meses pero ya le había robado el corazón a toda la familia, por lo que sus padres, su hermano Carlitos y hasta Julieta (que lo cuidaba con el pretexto de entrenarse para cuando naciera su nieta) estaban siempre pendientes de él. La abuela Teresita se alojaba con la familia en cada viaje a México para poder pasar más tiempo con sus nietos, aunque siempre decía que le faltaba tiempo para consentirlos.
Carolina estaba dando los últimos toques a la ensalada cuando sonó el teléfono…
Ariel y Teresita llegaron a Conceptos para buscar a Simón, Fernando y Leticia para irse juntos a la cena, y se sorprendieron al ver que no estaban. Sara les informó que se habían ido todos al hospital ya que Leticia se había sentido mal repentinamente, y de inmediato fueron hacia allá.
En la sala de espera vieron a Simón tomado de la mano con una mujer muy guapa. Sara les comentó que era su secretaria Paula María, con quien trabajaba y convivía la mayor parte del día.
Teresita observó el lenguaje corporal de ambos y se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que se dieran cuenta de la gran química que transmitían. Agradeció al cielo al ver que todos sus hijos iban encontrando su camino, y ya que todo parecía indicar que Ariel y Simón también se casarían con mexicanas, se alegró de haber convencido a Humberto de comprar una casa, que sería un lugar muy feliz con todos sus nietos corriendo en el jardín.
En la sala de espera también estaban Julieta y Erasmo, rezando para que todo saliera bien, Omar y Carolina –que habían dejado a sus hijos con la niñera– y Fernando, sufriendo porque no le habían permitido entrar al quirófano con su esposa.
En ese momento, el médico salió del quirófano para informarles del nacimiento de la pequeña Estibaliz. Fernando abrazó a Teresita y le dijo:
–Mamá, ¡ya eres abuela! Sí, sé que ya tienes dos nietos, ¡pero ahora ya tienes a tu primera nieta!
–Sí, ¡qué alegría! ¿Cómo estará Leticia?
–Pues venía muy tranquila, aunque estaba asustada porque la niña por poco y nace en la oficina.
–Sí, ya nos contó Sara. Creo que tienes que hacer algo para que trabaje menos.
–No te preocupes, me parece que la abejita se va a encargar de eso. Cuando veníamos para acá, me dijo Leticia que no quiere despegarse de ella ni un minuto.
–¿Abejita? Qué apodo tan raro tiene tu hija. Pero de verdad hijo, espero que disfruten de ella mientras es pequeña… ¡crecen tan rápido! Y luego se van lejos y los extrañas cada día…
Fernando y sus hermanos abrazaron a su madre para demostrarle que en realidad no estaban tan alejados de ella, cuando una enfermera se acercó a avisarles que ya podían pasar al cunero para ver a la niña. Todos corrieron a verla e hicieron apuestas de a quién tenía más parecido.
Mientras tanto, el médico permitió que Fernando entrara a la habitación. Él abrazó a Leticia y le agradeció por darle una hija tan bella y por hacerlo feliz cada día. Ella sonrió y le dijo:
–Yo soy la que tiene que agradecerte por amarme como lo haces.
Sellaron su amor con un beso, y recibieron felices a la enfermera que les llevaba a su hija.
–Bienvenida a mis brazos abejita… Tu papi y yo te prometemos quererte y hacerte feliz cada día.
FIN
Nota:
Esta historia es una adaptación de la novela Her italian boss's agenda, escrita por Lucy Gordon en 2005.
Las dos partes del Epílogo son de mi autoría :)