Introducción
A Leticia Padilla le gustaban los horarios, el orden y las cosas meticulosamente planeadas. Tenía un novio sensato y su relación iba sobre ruedas, pero mantenía firmemente controlada su parte romántica, la parte que adoraba las novelas de amor y soñaba con un hombre que la hiciera perder la cabeza.
Hasta que conoció a Fernando Mendiola. Fer era sexy, travieso y desconcertante. Desordenado, salvaje, conducía una poderosa motocicleta y la sacaba de sus casillas. En resumen, era absolutamente, cien por cien… perfecto para ella.
Capítulo 1
Leticia Padilla colocó sus cuatro lápices a exactamente seis centímetros del borde del cuaderno, centrado en su ordenadísimo escritorio.
–Me quedé atrapada en el tráfico, lo siento. Necesito urgentemente el archivo de Conceptos –su jefa, la abogada Carolina Ángeles, entró como tromba en el despacho.
–Sobre tu archivador, con una etiqueta verde que indica que el caso se ha reactivado –dijo Leticia.
–Toma –Carolina dejó sobre su escritorio una taza de té–. Una oferta de paz.
–¿Por qué? –Leticia observó la adormilada y satisfecha sonrisa de la otra mujer. Algún hombre debía tener la misma sonrisa en ese momento, pero el pobre no sabía que Carolina era una experta en el arte de “ámalos y déjalos”.
–Porque sabía que tú me salvarías el cuello. Aunque sé que desapruebas mi comportamiento.
Leticia frunció los labios.
–No es asunto mío…
Carolina soltó una carcajada.
–¿Desde cuándo trabajas para mí?
El teléfono sonó en ese preciso instante.
Tres años, cinco meses, seis días, pensó Leticia mientras descolgaba el auricular, moviendo el cuaderno para colocarlo exactamente paralelo al borde del escritorio.
–Bufete de Carolina Ángeles, buenos días.
–Eso depende, cariño –respondió una voz perezosa y burlona.
Leticia colocó la regla.
–Ah, señor Mendiola.
–Nena, habíamos quedado en que me llamarías Fernando.
Ella no le hizo caso.
–Estoy trabajando, señor Mendiola.
–Lo sé, cielo, al fin y al cabo te he llamado al trabajo –dijo él.
Leticia podía ver a aquel hombre que la sacaba de quicio: sus traviesos ojos oscuros rodeados de largas pestañas, el cabello ondulado que caía sobre su frente haciendo que sintiera el absurdo deseo de peinárselo hacia atrás
Carolina carraspeó entonces, recordándole su presencia, y Leticia bajó la voz.
–¿En qué puedo ayudarlo, señor Mendiola?
–Podrías cenar conmigo.
–¿Cenar? –repitió ella–. ¿Por qué?
–Porque tenemos que hablar de tu preciosa carrocería.
Leticia se quedó boquiabierta.
–¡Fernando!
–Eso está mucho mejor, cariño, nada de señor Mendiola. Después de todo lo que hemos pasado juntos…
Leticia empezó a toser y cuando por fin pudo llevar aire a sus pulmones, le espetó:
–No hemos pasado por nada. Tú… tú eres mi mecánico.
Y una amenaza. Una amenaza muy atractiva.
–Arreglar la transmisión de alguien es una relación muy íntima, nena. Y fui yo quien encontró esas braguitas…
–Ya te expliqué que mi… ropa interior se había caído de la cesta –lo interrumpió Leticia.
–Eso es lo que tú dices y mi madre me daría un azote en el trasero por hablarle así a una señorita –la risa al otro lado del teléfono la volvía loca. Fernando Mendiola le llevaba la contraria desde que se conocieron… eso cuando no estaba flirteando con ella.
–Bueno, hablemos de tu bonita carrocería. Tengo que hacerte una proposición…
–Voy a colgar ahora mismo. No eres un caballero y no pienso hablar contigo nunca más.
–Oye, que yo me tomo mi trabajo muy en serio –replicó él–. La única persona a la que le confiaría tu coche está disponible mañana, así que necesito que lo traigas al taller.
–¿Mi coche?
–Pues claro, nena –dijo él, con falsa inocencia–. ¿De qué creías que estaba hablando?
Leticia colgó el teléfono.
Carolina levantó las cejas.
–Vaya, vaya, vaya, ¿qué está pasando aquí?
–¿No tenías una reunión?
–No me iría de aquí por nada del mundo. Le has colgado el teléfono a ese hombre, tú, la perfecta Leticia –su jefa sonrió–. Y te has puesto colorada. ¿Quién es? ¿Y qué ha sido del bueno de Tommy, tu prometido el dentista?
Capítulo 2
Leticia se dedicó a quitar invisibles motas de polvo del escritorio, posponiendo responder a la pregunta sobre su novio… que no era el hombre que acababa de invitarla a cenar.
–Tomás está bien –contestó por fin–. Va a llevarme a un concierto mañana por la noche.
–Ah, qué bien –dijo Carolina, con expresión burlona–. ¿Le has dado un beso ya?
–Tomás es un caballero –replicó Leticia. Al contrario que cierto mecánico que ella conocía.
–Venga ya –Carolina suspiró, tomando un sorbo de café–. ¿El dentista no te ha besado después de… cuánto tiempo, seis meses?
–Ocho meses y diez días. Aunque el tiempo no tiene ninguna importancia.
Su jefa soltó una risita.
–Por favor, que estás hablando conmigo –le dijo, señalando su ordenador–. Seguro que ahí dentro tienes un plan bien ordenado y referenciado por fechas. Y un calendario.
–Ser organizada hace que la vida sea más manejable.
–¿Y el doctor Tommy tiene hora para pedirte en matrimonio? No me digas que ya has elegido colegio para sus futuros hijos.
“No hay nada malo en investigar un poco”, pensó Leticia.
El teléfono volvió a sonar y ella lo miró como si fuera una serpiente de cascabel.
–¿No vas a contestar? –le preguntó Carolina, sin dejar de sonreír.
–Estaba pensando pedir un teléfono con identificación de llamadas –murmuró Leticia, antes de descolgar–. Bufete de Carolina Ángeles…
–Se ha cortado la comunicación, cariño. Deberías llamar a alguien para que revise tu teléfono.
Leticia volvió a colgar, mirando a Carolina con expresión retadora.
Pero nada detenía a Carolina Ángeles. Como a un mecánico al que ella conocía.
–Bueno, háblame de ese tal señor Mendiola. Fernando, ¿no? –Carolina arqueó una ceja–. Un nombre muy sexy.
–No es nadie –Leticia movió el ratón del ordenador un poquito a la derecha.
Sonriendo, su jefa se dirigió a la puerta.
–Parece que “nadie” pone a alguien que yo me sé muy nerviosa. Y ya me cae mejor que Tommy.
–Tomás –la corrigió Leticia.
Carolina siguió riendo mientras se alejaba por el pasillo.
Fernando Mendiola se arrellanó en el desvencijado sillón de su oficina, las botas sobre el viejo escritorio y las manos en la nuca. De modo que la estirada señorita Padilla le había colgado, ¿eh? Dos veces. Fernando soltó una risita.
Aquella mujercita tan seria sacaba la parte más traviesa de él. No era su tipo en absoluto, pero no era capaz de olvidarse de ella.
Había encontrado la dirección de su taller mirando en la guía de negocios, le había informado muy seria cuando fue a inspeccionar su taller para ver si le dejaba arreglar su coche. Inspeccionarlo. A él.
Al escuchar eso había estado a punto de echarla de allí a patadas. Él rechazaba trabajos todo el tiempo y ni siquiera se anunciaba. Trabajaba cuando quería y se tomaba días libres cuando le daba la gana. Él y su Harley Davidson salían a la carretera para ir donde los llevase el viento.
Pero ella había insistido, incluso cuando le dijo que no estaba interesado en arreglar su coche. Y no dio un paso atrás, aunque le sacaba dos cabezas, cuando la miró con cara de mal humor. No, la estirada señorita Padilla se había puesto en jarras y, con ese lacito en su blusa de niña buena, procedió a echarle una bronca como si fuera una combinación de maestra de escuela y madre airada.
Y eso fue antes de ver su oficina. Fernando sonrió al recordarlo. Se había puesto pálida como un cadáver cuando entró allí. Aunque él siempre encontraba lo que estaba buscando… tarde o temprano.
Pero el tema de “encontrar cosas” era doloroso en ese momento. Fernando frunció el ceño al recordar al inspector de Hacienda que le había estropeado el día. Y por eso necesitaba la ayuda de la estirada señorita Padilla.
Miró el teléfono, pensando volver a llamarla sólo para escuchar esa vocecita tan mandona. Aunque tenía que hablar con ella de algo importante.
Pero tal vez lo mejor sería aparecer directamente en su oficina.
Él y su Harley. Ah, sí.
Eso sí sería divertido.
Capítulo 3
“Podrías cenar conmigo”.
Leticia recordaba la voz de Fernando Mendiola, varonil y rica como el terciopelo.
“Tengo que hacerte una proposición”.
Por favor, ¿qué estaba haciendo? Fernando Mendiola era irritante, bromista, poco civilizado y… entonces suspiró, apoyando la mejilla en la mano.
Sexy, delicioso. Tentador como ningún otro hombre…
–¿En qué piensas? –le preguntó esa misma voz desde la puerta.
Leticia se levantó de un salto.
–¿Qué estás haciendo aquí?
Fernando se apoyó en el quicio de la puerta, tan alto y atlético como siempre, con un aspecto tan… tan…
Fernando esbozó una sonrisa que iluminó ese rostro de ángel caído. Ah, esa boca tan bonita, ese cuerpo tan musculoso. A Leticia se le encogió el estómago cuando sus ojos oscuros se clavaron en ella.
–He venido a buscarte para ir a cenar –respondió él.
Sexo con esteroides, eso era. Y a ella no le gustaba ese tipo de hombre. No, ella prefería alguien que no fuese tan… tan…
“Ay, Dios mío, ¿qué me está haciendo este hombre?”.
Pero no era capaz de decir nada. Ni una sola palabra salió de su garganta.
Fernando se acercó entonces, mirándola como un tigre. Y ella era… ella era…
–Para hablar de tu carrocería –dijo él, levantando una ceja–. Y de mi proposición, ¿recuerdas?
Leticia tardó unos segundos, o años o siglos, en dejar de mirarlo y concentrarse en sus palabras.
–Mi… deja de decir eso.
–¿Que deje de decir qué, cariño?
–No te hagas el inocente conmigo. ¿Cómo has entrado aquí?
–Por la puerta.
–No hagas eso, Fernando. No juegues conmigo.
–Cariño, lo digo en serio, te juro que he entrado por la puerta.
Como si aquel hombre pudiera ser serio sobre nada.
–Eso –Leticia clavó un dedo en su torso– es a lo que me refiero. Crees que puedes entrar en mi oficina y decirme lo que te dé la gana. Pues que seas una especie de dios del sexo no te da ningún derecho…
Los ojos oscuros de Fernando se oscurecieron aún más.
“Ay, madre”.
Leticia cerró la boca y luego volvió a abrirla.
–Quiero decir… no quería decir…
Fernando sonrió, satisfecho consigo mismo.
–Vaya, ahora soy yo quien no sabe qué decir.
Pero sí lo sabía. Siempre lo sabía. Leticia se quedó donde estaba mientras él rodeaba el escritorio, alto como un castillo y más guapo que ningún otro hombre.
Robándole su espacio personal, inclinó la cabeza para mirarla directamente a los ojos… y luego sus labios.
Y ella no podía respirar. Allí estaba ese torso que parecía medir kilómetros, cubierto sólo por una camiseta de algodón negro que se pegaba a sus pectorales. Y ella no podía…
–¿Leticia? –escuchó otra voz desde la puerta. Una voz de hombre.
“Ay, Dios”.
Ella intentó responder, decir algo, pero no podía apartar la mirada de los ojos oscuros de Fernando Mendiola, esos ojos que consumían sus pensamientos y, en aquel momento, su campo de visión.
Le daba vueltas la cabeza.
–Tranquila, nena –dijo Fernando, sentándola en el sillón–. Respira, cariño.
–¿Se puede saber qué está pasando aquí? –exclamó Tomás.
Capítulo 4
–Tomás –Leticia, casi sin voz, miraba el pálido rostro de su novio.
Y él la miraba a su vez, perplejo.
–¿Quién es usted? –exclamó, dirigiéndose a Fernando–. ¿Y qué le está haciendo a Leticia?
Leticia intentó levantarse pero él puso una mano sobre su hombro, volviéndose para enfrentarse con el recién llegado, mucho más bajito y delgado que él.
–¿Y quién demonios es usted?
–¡Aléjese de ella! Leticia, ¿quién es este rufián? ¿Quieres que llame a seguridad?
“Rufián”. Fernando no pudo evitar una sonrisa.
Leticia se levantó por fin.
–No es un rufián, es…
Su mirada furiosa era como un dardo lanzado por un duendecillo del bosque, pensó Fernando, disimulando una risita.
–Dile quién soy, cariño.
–Ha venido para hablar de mi coche. Es Fernando Mendiola, mi mecánico.
–Ah –Tomás frunció el ceño–. ¿Y qué le pasa a tu coche? ¿No había terminado de arreglar la transmisión?
–Sí, pero quería hablar de mi… de la carrocería –Leticia notó que le ardían las mejillas.
–En realidad, la señorita Padilla y yo tenemos una cena de trabajo. –intervino Fernando– He venido a buscarla.
Leticia lo miró, perpleja.
–¡Fernando!
–¿Una cena de trabajo con el mecánico? –exclamó el recién llegado, incrédulo.
–Leticia va a ayudarme a organizar mi archivo a cambio de las reparaciones en su coche. Muy amable por su parte, ¿no le parece?
El hombre asintió con la cabeza.
–Sí, imagino que sí…
Leticia seguía mirando a Fernando, boquiabierta, pero él se limitó a enarcar una ceja.
–Bueno, ¿y qué hace usted aquí? –le preguntó–. ¿Y, sobre todo, quién es usted?
–Soy Tomás Mora, el dentista de Leticia.
–¿Los dentistas hacen visitas a domicilio?
–Sí, bueno… nosotros también salimos con chicas.
–No sabía que los dentistas salieran con nadie –Fernando arrugó el ceño cuando la estirada señorita Padilla le dio un pisotón. Aunque no podía hacerle daño con esos pies tan pequeños. De hecho, tuvo que hacer un esfuerzo para no soltar una carcajada.
La noche no había empezado y ya lo estaba pasando en grande.
–¿Entonces ésta es una visita a domicilio o una cita?
A su lado, Leticia echaba humo por las orejas y se preguntó cuándo perdería el control y empezaría a dar órdenes a diestra y siniestra.
No tardó mucho, por supuesto.
–Esto es totalmente inapropiado, señor Mendiola. Tomás seguramente quería darme una sorpresa, así que saldré a cenar con él.
Tomás abrió la boca, pero de su garganta no salió una sola palabra. Y Fernando apostaría su moto a que jamás le había dado una sorpresa a nadie.
Pero, de todos modos, no lo dejó hablar.
–Bueno, nena, me lo prometiste. Sabes que tengo serios problemas y no querrás que pierda mi taller, ¿verdad?
Ella se volvió para mirarlo, sorprendida.
–¿Qué quieres decir?
–Cariño, prefiero no hablar de mis problemas en público –Fernando bajó los ojos, como un buen actor–. Es humillante.
Bingo. En los ojos oscuros de Leticia vio un brillo de mortificación.
–No pasa nada. –dijo el dentista– El señor… Mendiola no me debe ninguna explicación.
Demonios, ¿dónde estaba el orgullo de aquel hombre? Fernando no daría un paso atrás si otro tipo intentara ligarse a su chica.
–Estaba por la zona, visitando a mi contador. Además, mi madre me espera para cenar. –siguió Tomás– Aunque podrías haber venido conmigo.
–Sí, bueno… –Leticia tragó saliva–. Verás, yo…
De repente, Fernando sintió pena por ella. Leticia Padilla merecía algo mejor que aquel idiota, por respetable que fuera.
–Agradezco mucho que seas tan comprensivo. Tampoco yo querría perder la oportunidad de pasar una noche con ella. Es muy generoso por tu parte. –Fernando cruzó la oficina para estrechar su mano– Te acompaño al ascensor, es lo mínimo que puedo hacer.
Una especie de bufido o gemido de angustia, no estaba muy seguro qué, lo siguió por el pasillo mientras acompañaba a Tomás al ascensor.
Cuando volvió a la oficina, Leticia lo esperaba en jarras.
–No iría a cenar contigo aunque fueras el último hombre vivo en el planeta.
Capítulo 5
“No iría a cenar contigo aunque fueras el último hombre vivo en el planeta”.
–Venga, nena, seguro que no lo dices de corazón.
Leticia clavó un dedo en su torso.
–Tú no tienes vergüenza, Fernando Mendiola. Primero apareces aquí, interrumpiendo mi trabajo, luego saboteas mi vida amorosa… ¿y ahora esperas que vaya a cenar contigo?
–¿Tu vida amorosa? –repitió él–. ¿Con… él?
Leticia lo vio todo rojo. Pero enseguida se recordó a sí misma que los disgustos creaban altos niveles de estrés y eso daba como resultado un aumento del colesterol que podía llevar a…
–¿Cariño?
–No me llames cariño o nena o… ¡ay, por favor! –Leticia empezó a pasear por el despacho, pero ése no era un comportamiento productivo, de modo que se puso a archivar.
–Mira, nena… –Fernando se colocó a su lado– De verdad lamento mucho si querías salir con el dentista aburrido.
–No te acerques tanto –Leticia puso una mano en su torso, pero al hacerlo notó los fuertes músculos bajo la camiseta. Sacudió la cabeza e intentó concentrarse en echarle una bronca, pero tuvo que hacer un esfuerzo para no deslizar la mano por el ancho torso y el estómago plano…
Dios mío, ¿qué era aquello, una tableta de chocolate?
Sí, por supuesto. ¿Cómo no? Aunque a ella no le importaba lo más mínimo.
–¿Que no haga qué?
–¿Eh? –Leticia lo miró a los ojos. Eran de un marrón profundo, tan oscuro que parecían negros desde lejos. Y tenían puntitos de color ámbar, como trozos de caramelo en un pastel de chocolate, uno de esos que tanto le gustaban pero no comía nunca porque…
–Cariño, lo siento.
Leticia se echó hacia atrás. Lo último que necesitaba era perderse en aquellos ojos de… de canalla. Y ese pensamiento hizo que apartara la mirada porque el término era totalmente acertado. Debería ser un pirata o un espadachín… o algo así.
De verdad tenía que dejar de leer novelas románticas. Al fin y al cabo, no eran nada realistas. Los hombres no te hacían perder la cabeza, ni te robaban el sentido, ni hacían que desearas…
Fernando la tomó por los hombros.
–¿Te encuentras bien?
Leticia se dio cuenta de que estaban a unos centímetros, tan cerca que notaba el calor de su torso, de su…
Nerviosa, se echó hacia atrás y chocó contra el archivo.
–¡Ay! –exclamó. Pero al apartarse bruscamente se torció un tobillo…
Y Fernando la tomó en brazos como si no pesara nada.
–¿Te has hecho daño? –le preguntó mientras la llevaba al despacho de Carolina para depositarla en un moderno sofá–. Deja que mire ese tobillo.
–Estoy bien, no… –empezó a decir ella. Pero sus manos eran tan cálidas, tan fuertes pero delicadas a la vez mientras le quitaba el zapato. Luego pasó los dedos por el empeine…
Leticia dejó escapar un gemido.
–Te has torcido el tobillo. Túmbate…
–No me he hecho daño, estoy bien. Y no pienso tumbarme en ningún sitio.
Pero estaba sintiendo un cosquilleo extraño…
–Voy a llevarte al médico –Fernando intentó levantarla del sofá.
–Estoy bien. Es sólo… esto…
En ese momento, escuchó la voz de su jefa:
–¿Leticia?
Leticia intentó incorporarse a toda prisa, pero Fernando no la dejó.
Y así fue como los encontró Carolina: ella tumbada en el sofá… Con un hombre moreno y guapísimo acariciando su pierna.
–Vaya, vaya, Leticia. Estoy orgullosa de ti –Carolina se volvió para mirar a Fernando–. Hola, soy Carolina Ángeles y tú, evidentemente, no eres el aburrido de Tommy.
Capítulo 6
Fernando se incorporó para estrechar la mano de una mujer guapísima con unas piernas interminables y un cuerpo de escándalo.
–Fernando Mendiola, encantado.
A su lado, Leticia intentaba incorporarse.
–¡Siéntate! –le ordenó él–. Te has torcido un tobillo.
–No me he torcido nada, déjame en paz –Leticia intentó empujarlo pero cuando no se movió, sencillamente se escurrió por debajo para dirigirse a la puerta–. Y sal de mi despacho ahora mismo. Quiero decir, del despacho de Carolina. Aunque para ti es la señorita Ángeles.
Fernando oyó reír a “la señorita Ángeles”, que lo estaba pasando en grande. Y cuando miró a Leticia vio que estaba tan tensa como la cuerda de un violín.
–Vamos, nena, sólo estaba intentando cuidar de ti.
Carolina soltó una risita y Fernando reconoció a un alma gemela. Debería reservar sus atenciones para una mujer con experiencia, alguien que supiera pasarlo bien… y estaba seguro de que la señorita Ángeles era todo eso.
Pero por alguna razón, la diminuta tirana que estaba en la puerta lo tenía loco.
Fernando levantó las manos en un gesto de rendición.
–Esperaré abajo, cariño. Porque sé que tú no romperías una promesa.
Leticia abrió los ojos como platos.
–Yo no te he hecho ninguna promesa, así que vete de una vez.
Fernando se volvió hacia su jefa.
–¿Siempre es tan difícil?
Carolina sonrió mientras Leticia dejaba escapar un grito.
–Yo no tengo ningún problema con ella, así que debes ser tú.
–Sí, bueno… le gusto pero le da vergüenza confesarlo. –Fernando se acercó a la puerta, pero se detuvo frente a la mujer que estaba fulminándolo con la mirada– Y sé que no me defraudaría sabiendo que tengo un serio problema.
Ella lo miró, sorprendida.
–¿De verdad tienes un problema?
–Desde luego que sí, nena. Y tú eres la única que puede salvarme.
–Me estás tomando el pelo otra vez, ¿no? Te encanta hacerlo, aunque no puedo entender por qué.
Esos labios jugosos iban a ser su perdición, pensó Fernando. Y unidos a sus profundos ojos… sí, la estirada señorita Padilla era un pedazo de mujer.
Casi se sentía culpable por tomarle el pelo, pero en realidad sí necesitaba su ayuda. Y fuera cual fuera la razón, también quería pasar tiempo con ella.
–Estoy bromeando, nena. No sé por qué, despiertas al diablo que hay en mí –Fernando tocó la punta de su nariz, pensando cuánto le gustaría trazar sus labios con un dedo, acariciarla por todas partes…
Pero se recordó a sí mismo que no era ni el sitio ni el momento, que contaba con su buen corazón… y sí, con su sentido de la organización para rescatarlo. Pero también él iba a ayudarla.
Con su coche, pero sobre todo evitando que cometiera un terrible error.
O sea, el aburrido dentista.
–Apiádate de mí, cariño –le dijo en voz baja–. De verdad te necesito.
–Pero…
–Te espero abajo.
Capítulo 7
Leticia lo vio salir de la oficina sin apartarse del quicio de la puerta por miedo a que las piernas no la sujetaran.
–¡Qué pedazo de hombre! –exclamó su jefa– Si no cenas con él, no eres tan lista como yo creía.
“Apiádate de mí, cariño”.
“Te necesito”.
Le temblaban los labios, por Dios bendito.
–¿Leticia?
Ella volvió al presente de inmediato.
–¿Eh? ¿Qué?
–Yo apagaré tu computadora. Tú ve a arreglarte un poco.
–Oh, no, no puedo… –Leticia empezó a colocar sus lápices y sus cosas en el centro del escritorio, mirando la bandeja de papeles por archivar.
–Leticia Padilla, si no sales de aquí en cinco segundos, estás despedida.
–¿Qué? –ella parpadeó, desconcertada– Tú no puedes… yo no…
Carolina apoyó una cadera en el escritorio.
–Voy a hablar muy despacito: píntate–los–labios–y–ve–a–buscar–a–ese–hombre. Ahora mismo.
–Pero yo…
Su jefa guiñó los ojos.
–Vete de aquí. Pero no corriendo. Nunca viene mal hacer esperar a un hombre.
–Yo no puedo…
–Sí, lo sé, doña puntualidad. Seguramente será una mancha negra en tu impoluto expediente, pero sólo por esta vez, haz esperar a alguien cinco minutos, ¿de acuerdo? Hazme caso –Carolina la despidió con una sonrisa.
Suspirando, Leticia tomó su bolso y salió al pasillo para entrar en el servicio. Una vez dentro, apoyó las manos en el lavabo y se miró al espejo.
Fernando Mendiola era un hombre imponente, desde luego.
¿Pero qué quería? Estaba jugando con ella, por supuesto. En serio, ¿qué podía ver en ella? Era mona, al menos eso decía la gente… bueno, cuando no estaban diciendo que era una mandona y una estirada o, como el propio Fernando había dicho más de una vez, un grano en el trasero. Salvo que no había usado exactamente la palabra trasero.
Ella no era una sirena, como Carolina, que se parecía mucho a las mujeres por las que Fernando se sentía atraído.
Leticia inclinó a un lado la cabeza, pensativa. En realidad, Fernando apenas había mirado a Carolina.
No sabía si creer que de verdad tenía problemas porque no parecía preocupado. Claro que Fernando Mendiola nunca parecía preocupado por nada.
Pero cenar con él…
No estaba en su agenda arreglar la carrocería de su coche después de que ese imbécil que iba hablando por el celular le diera un golpe en el estacionamiento. Y sería una tontería empezar a hacerse ilusiones sobre un tipo imponente y peligroso cuando tenía a una persona totalmente responsable y seria como Tomás que entraba mucho más en sus planes y…
Recordó entonces cómo había reaccionado cuando le dijo que estaba saliendo con Tomás. “¿Vida amorosa? ¿Con él?”
Leticia hizo una mueca. A Tomás no le pasaba nada. Bueno, no mucho. Y era dentista. Sus hijos tendrían unos dientes perfectos.
Pero Fernando la había tomado en brazos para llevarla… bueno, no a una isla paradisíaca o a su vampiresca guarida, pero la había tomado en brazos como si no pesara nada. La había tocado y su piel… en fin…
Leticia apretó los labios y cerró el bolso. Debía estar loca para cenar con él. Aunque un hombre como Fernando Mendiola pudiera sentirse atraído por una chica como ella…
¿Por qué estaba pensando eso? Ella no se sentía atraída por Fernando, al contrario.
Pero una vocecita le decía: “sólo por una vez… ¿cómo sería dar un paso hacia lo desconocido?”
“¿Y dejar de ser sensata por un momento?”
Capítulo 8
No iba a bajar. Aunque no debería sorprenderlo. La señorita Padilla era demasiado cauta como para aceptar un reto.
Y probablemente era lo mejor, pensó Fernando mientras se apoyaba en la moto, estacionada en la acera. Él podía organizar sus facturas si hacía falta.
Pero había empezado a imaginarla en su oficina, arrugando la nariz, protestando por todo. Probablemente suspirando y echándole una bronca mientras clavaba un dedo en su pecho como antes.
Había estado a punto de tomar ese dedo y darle un mordisquito, de chuparlo para ver si podía hacerla gemir de nuevo; ese gemido que hacía que sus ojos oscuros se abrieran como platos.
Seguro que podría.
Pero, y seguía sin saber por qué, estaba seguro de que no podría parar ahí.
Así que no. En cualquier caso, probablemente habría entrado con paso firme en su oficina, la habría declarado propiedad condenada y luego habría tenido la voluntad para hacer que su perro Veloz saliera de su lugar favorito bajo el escritorio. Había cosas sagradas en la vida de un hombre y una de ellas era su mascota. Y él no pensaba dejar que una mujer mandona y exigente se metiera con su perro.
Sin embargo, Veloz podría haber estado dispuesto a arriesgarse. A saber por qué, su perro adoraba a Leticia. Salía corriendo hacia ella cada vez que iba al taller, dispuesto a recibir sus caricias como si fuera un cachorro enamorado.
Fernando sonrió al recordarlo. Leticia temblaba mientras intentaba apartarse del pobre animal, pero al final siempre se rendía y dejaba que Veloz babeara sobre sus zapatos, rascando su cabeza mientras lo hacía.
–¿Dónde quedamos? –la voz de Leticia lo sorprendió tanto que dio un respingo.
Y luego intentó disimular su alegría.
–Nena, ¿qué clase de cita sería si tuvieras que ir sola al restaurante?
–Esto no es una cita. –replicó ella, muy seria– Como tú mismo le has dicho a Tomás, es una cena de trabajo y te agradecería mucho que me explicaras ahora mismo qué es lo que esperas de mí.
Fernando no pudo disimular una sonrisa traviesa.
–Bueno, nena, ésa es una pregunta complicada.
–No es complicada en absoluto. Has dicho que necesitabas mi ayuda y yo insisto en saber ahora mismo para qué la necesitas.
–Ya veo. –Fernando se incorporó y, al hacerlo, comprobó que la cabeza de Leticia apenas le llegaba al hombro– Te lo explicaré, pero insisto en llevarte a un sitio más cómodo para hablar de ello.
–¿A qué sitio?
–Uno que te va a gustar.
Notó entonces que sus pupilas se dilataban un poco. Ah, qué interesante.
–Vamos, sube –la animó, ofreciéndole el casco que había tenido el buen juicio de llevar para ella.
Leticia lo tomó automáticamente, mirando la moto como si fuera una mezcla de algodón dulce y potro de tortura.
–Yo no puedo… –empezó a decir. Pero estaba mordiéndose los labios con esos dientes perfectos de los que cuidaba el aburrido de Tomás.
–¿Te da miedo?
Ella levantó la mirada.
–Por supuesto que no –Leticia se encogió de hombros–. Aunque imagino que conocerás las estadísticas de accidentes. Una moto es una trampa mortal.
Fernando soltó una carcajada.
–Ah, nena, siempre me haces reír.
Capítulo 9
–Tú sabes que tengo razón. Mi coche sería mucho más seguro que tu moto.
Fernando sacudió la cabeza.
–¿Siempre vas a lo seguro, nena? –la retó, con una sonrisa en los labios– No te preocupes, yo soy buen conductor y no me arriesgo con lo que es importante. Y juro que te trataré como si fueras mi abuelita.
Claro que su abuela, que medía casi metro ochenta, tenía una lengua tan afilada como un cuchillo y un carácter endemoniado.
Y él la adoraba.
Leticia irguió la espalda.
–Yo no soy tu abuela. –le dijo, clavando un dedo en su pecho otra vez– Y tampoco soy una solterona estirada.
Por un segundo, Fernando casi podría jurar que había lágrimas en sus ojos.
De modo que hizo lo que había pensado hacer antes: se llevó el dedo a los labios y depositó en él un beso, viendo cómo sus pupilas se dilataban de nuevo.
Su cuerpo reaccionó con una velocidad que lo sorprendió por completo. Tomarle el pelo a Leticia era una cosa… excitarse por algo tan tonto, otra completamente diferente.
Fernando estaba a punto de decirle que tenía razón. Debía marcharse para poder pensar… o al menos para calmarse un poco.
Pero en ese momento, Leticia lo miró con sus enormes ojos castaños…
–Muy bien.
–¿Muy bien? –repitió Fernando.
Ella respiró profundamente antes de asentir con la cabeza.
–Nunca he montado en moto, pero… –Leticia sacudió esa alegre melena suya– La verdad es que me gustaría probar.
Y así fue como Leticia se encontró con las piernas abiertas, la falda subida por encima de los muslos y los brazos alrededor de los duros abdominales de aquel chico malo.
Y deseando ser menos sensata por una vez. Deseando ser tan temeraria como para quitarse el casco y dejar que su pelo volase al viento.
Fernando tomó una curva y ella se inclinó hacia un lado, como le había indicado que hiciera, sintiendo que se le encogía el estómago como si estuviera en una montaña rusa.
Y se dio cuenta de que estaba riéndose.
“Ay, Dios mío”.
¿Había hecho alguna vez algo más divertido?
Fernando salió de la autopista y tomó una carretera secundaria entre las colinas que rodean la ciudad de México. Leticia se preguntaba dónde iban, pero el paisaje era maravilloso así que, por una vez en su vida, sencillamente disfrutó del viaje.
Poco después llegaron a un restaurante situado en un promontorio desde el que se veía todo el valle y Leticia lanzó una exclamación.
–¡Qué maravilla!
Fernando se quitó el casco y la observó mientras admiraba el fantástico paisaje.
–¿Te gusta?
Leticia se quitó el casco, sonriendo.
–Es increíble. Gracias por traerme, es una preciosidad.
Fernando la miraba fijamente.
–Desde luego que sí.
Leticia sintió un escalofrío al ver que inclinaba la cabeza y abrió la boca para decir algo…
Pero Fernando no le dio oportunidad. Una vez que sus labios rozaron los suyos, olvidó lo que iba a decir, se olvidó de todo. El beso era potente, apasionado, pero también inesperadamente dulce. Durante unos segundos, Leticia dejó de planear y organizar y sencillamente… se limitó a sentir.
Cuando Fernando se apartó por fin, Leticia pensó que también él parecía un poco sorprendido. Y suspiró, lamentando ser tan práctica.
–Será mejor que nos vayamos. Puede que al propietario no le guste que estemos aquí.
–Al propietario no le importará, te lo aseguro.
–Tú no sabes si le importa o no.
–Pero me da igual, nena.
Y ésa era la diferencia entre los dos. Él se atrevía a cualquier cosa mientras ella siempre había ido a lo seguro.
Capítulo 10
Fernando la llevó al interior del restaurante y le pidió a la camarera que les diera una mesa en la terraza, frente al río.
Después de comer, Leticia revolvía su té helado con los ojos bajos, tan nerviosa como lo había estado desde que la besó.
Pero le había devuelto el beso, de eso no había duda.
Leticia Padilla era una curiosa mezcla de chica pudorosa y, estaba empezando a sospechar, temeraria encubierta. ¿Qué la habría hecho tan cauta, tan exageradamente sensata? Fernando se había fijado en cómo colocaba el tenedor y el cuchillo, totalmente paralelos al plato, y cómo había doblado en cuatro partes el sobrecito de azúcar después de usarlo.
Le daban ganas de pasarle un brazo por los hombros y decirle al mundo entero que nadie se metía con ella.
–¿Por qué de repente te preocupa tanto organizar los papeles que me has dicho tantas veces que no necesitaban organización? –le preguntó Leticia, interrumpiendo tan tontos pensamientos.
¿Había olvidado que siempre estaba dando órdenes? Ella no recibiría su protección de buen grado.
Fernando tomó un sorbo de agua y luego se encogió de hombros.
–Ya te lo he contado, nena, el mejor mecánico de la ciudad está disponible mañana. Está ocupadísimo pero, por una vez, ha encontrado un día libre y está dispuesto a arreglar la carrocería de tu coche.
Ella levantó las cejas.
–Pero yo no te he pedido que buscaras a nadie y esa reparación no estaba en mi agenda por el momento.
–¿Vas a desaprovechar la oportunidad de que te lo arregle el mejor cuando yo sé que te desquicia ir por ahí con el auto hecho un desastre?
–No has respondido a mi pregunta, Fernando. ¿Qué clase de problema tienes… o sólo lo has dicho por Tomás?
Él dejó escapar un suspiro, tamborileando impacientemente sobre la mesa.
–Me temo que hay un inspector de Hacienda muy quisquilloso que está haciendo inspecciones por ahí.
Leticia esbozó una sonrisa, pero consiguió controlarla a tiempo.
–Y no encuentras lo que necesitas porque tu oficina es un caos total.
–Eso es muy duro, nena.
Leticia dejó de luchar y sonrió por fin.
–No, eso es justicia divina –le dijo, soltando una carcajada–. Así que el hombre que “lo tiene todo por ahí, en algún sitio” necesita mi ayuda, ¿eh?
–No lo sé. –Fernando frunció el ceño– Es posible.
–Pues claro que me necesitas. –Leticia inclinó a un lado la cabeza– Pero vas a tener que pedírmelo por favor.
–A lo mejor no hace falta. Puedo encontrar las cosas… tarde o temprano.
Ella rió de nuevo.
–Vamos, que no te va a pasar nada por pedirlo.
–Quieres que te suplique, ¿verdad?
–No me importaría.
–No seas mala…
–Venga ya, ¿un tipo tan grande como tú? Suplicar es lo mínimo que mereces después de reírte de mi reacción al ver tu oficina. –Leticia hizo una mueca de horror– Pero si aceptara, tendrías que dejar la puerta abierta. Me da pánico pensar en lo que puede haber debajo de esos montones de… cosas.
–Lo estás pasando bomba, ¿verdad?
–Sí, genial.
–Pensé que bajo ese exterior tan mandón había una chica dulce.
Leticia esbozó una sonrisa.
–Estoy esperando. –le dijo, mientras examinaba sus uñas. Pero, de repente, lo miró como si se le hubiera encendido la bombilla– ¿Cuándo has dicho que iría el inspector?
Fernando apartó la mirada.
–Podría haber dicho algo del viernes…
–¿El viernes? –gritó Leticia– ¿Este viernes?
Capítulo 11
Fernando movió los hombros, incómodo.
–No creo que sea tan difícil. Me dijo que él mismo buscaría los recibos que necesitaba… sólo tengo que reunir unos cuantos papeles.
–¿De cuántos años atrás?
–Pues… de los últimos tres años.
Leticia cerró los ojos.
–¿Y cómo archivas tus papeles? ¿Dónde guardas las facturas? Porque haces facturas, ¿no?
–Pues claro que sí, cariño. Yo respeto las leyes.
Leticia no pudo contener un bufido muy poco femenino.
–Ya, seguro.
–Me estás hiriendo, nena –Fernando se llevó una mano al corazón. Tenía unos dedos largos y fuertes y era tan fácil imaginarlos sobre su piel…
–¿Qué? –Leticia se dio cuenta de que Fernando seguía hablando–. ¿Qué has dicho?
–Que Omar me ayuda. Todos los años nos sentamos con una botella de… –Fernando sonrió– No, es una broma. Aunque no sería tan mala idea. Hacer la declaración de los impuestos es una tortura.
Pero tenía que haber algo más.
–Entonces, si has hecho la declaración, deberías tener copia de las facturas en la oficina. No creo que me necesites… –cuando Fernando negó con la cabeza, Leticia se tapó los ojos con las manos– Vamos, cuéntamelo. Creo que podré soportarlo.
–¿Estás segura, cariño? Porque en serio, Veloz no quería organizar la que organizó persiguiendo a ese gato por la oficina…
Leticia no pudo contener la risa, en parte histérica porque podría estar diciendo la verdad y en parte, sencillamente divertida.
Riendo también, Fernando se levantó y le ofreció su mano.
–Tal vez sea mejor que te lo enseñe.
Después de pagar la cuenta, la tomó por la cintura y Leticia apoyó la cabeza en su hombro, saboreando el placer culpable de estar en contacto con ese cuerpo tan poderoso. Aunque tenía la horrible impresión de que en la oficina de Fernando le esperaban los horrores del infierno, todo era más divertido cuando él estaba cerca.
–No voy a preguntar si me estás tomando el pelo –Leticia levantó la cabeza para mirarlo y tuvo que disimular un suspiro.
–Porque eres muy lista. Tal vez demasiado lista para mí. –dijo él– Además, se me ocurren cosas mejores que hacer con tu pelo.
Si fuera verdad… pero los hombres guapísimos como Fernando Mendiola no deseaban a mujeres ordenadas y sencillas como ella. Y, además, él no era parte de su plan.
–Recuerda a Tomás, Fernando.
Él pasó un dedo por su nariz, deslizándolo luego por sus labios y su barbilla y Leticia sintió un escalofrío.
–Tomás no es lo que tú necesitas, cariño –le dijo, poniéndose serio por una vez.
–¿Y tú sí?
¿Ésa era su voz, tan ronca?
–¿Qué tal si volvemos a besarnos? Tal vez así puedas decírmelo tú misma.
Capítulo 12
Fernando inclinó la cabeza, su sombra envolviéndola mientras se apoderaba de su boca y hacía que todo dentro de ella temblara.
–Me vuelves loco –murmuró, apretándola contra su torso y haciéndola sentir cada centímetro de músculo y de hombre.
Los brazos de Leticia se levantaron como por voluntad propia para enredarse en su cuello mientras abría los labios para él. Se sentía perdida, electrizada, hipnotizada…
–¡Búsquense un hotel! –gritó alguien que pasaba en un coche.
Fernando se apartó bruscamente y ella intentó mantener el equilibrio, aunque le daba vueltas la cabeza.
–Lo siento, nena –se disculpó, pasándose una mano por el pelo.
“Pues yo no”, pensó Leticia. Pero no podía decirlo en voz alta, especialmente sabiendo que él no sentía lo mismo.
De modo que se irguió todo lo que pudo.
–Tal vez deberías llevarme de regreso a mi oficina –sugirió, volviéndose para dirigirse a la moto que tan divertida le había parecido una hora antes.
Pero esta vez puso toda la distancia posible entre el cuerpo de Fernando y el suyo. El viaje fue un tormento, su proximidad un continuo recordatorio de que eran totalmente incompatibles.
Cuando llegaron al primer semáforo, Fernando echó el brazo hacia atrás para empujarla hacia él.
–Me estás descompensando, acércate un poco.
Leticia apretó los dientes, intentando no pensar que sus pechos estaban aplastados contra la espalda de Fernando, sus piernas abiertas, sus muslos ardiendo por el contacto con los suyos…
“No lo pienses. Pronto estarás en casa con un buen libro y una taza de té, calentita en tu cama”.
Qué triste, pensó entonces. En general, ella estaba contenta con su vida y haciendo progresos con sus planes a largo plazo, pero…
Ninguno de ellos incluía ser besada por Fernando Mendiola, que la tomara entre sus brazos o…
Le daban ganas de llorar.
Pero era una tontería. No podía haber pensado en serio que un hombre tan guapo iba a desearla.
Y tampoco ella lo deseaba. O no lo desearía si tuviera un gramo de sentido común. Fernando Mendiola era un golfo y arruinaría sus planes como un niño tirando bloques de plástico por toda la habitación. Un hombre como él nunca podría entender el caos de su infancia.
En fin, ella se había hecho cargo de su vida, ¿no? Ya no estaba a merced de una madre que pasaba de un hombre a otro, sin apenas pararse para tomar aliento, olvidando a su hija cada vez que conocía a alguien nuevo. Ni había seguido esperando que su padre volviera a casa y, de repente, quisiera a una hija a la que siempre había visto demasiado seria y demasiado enfermiza.
Pero ya no era una niña enfermiza. Se cuidaba muy bien, caminaba cuatro kilómetros todos los días y hacía aeróbics religiosamente dos veces por semana.
Tan perdida estaba en sus pensamientos que no se dio cuenta de que habían llegado a la oficina hasta que la moto se detuvo al lado de su coche. Nerviosa, saltó del asiento y se quitó el casco.
–Gracias –le dijo, intentando mostrarse fríamente amable–. El viaje ha sido…
¿Qué podía decir, divertido? Bueno, sí, muy divertido. ¿Aterrador? Eso también.
¿Liberador?
¿De dónde había salido eso?
Capítulo 13
–Ha sido… –empezó Leticia de nuevo. Pero se detuvo sin terminar la frase.
Fernando empezaba a ponerse de mal humor y eso era nuevo para él. Se había disculpado por el beso, ¿no? Por tocarla en público, por estar casi dispuesto a hacerle el amor allí mismo, en el estacionamiento, algo que la seria Leticia Padilla no toleraría.
Sin embargo, ella le había devuelto el beso, ¿no? Y la había oído gemir mientras se apretaba contra su cuerpo, su lengua bailando con la suya…
Pero después había rechazado sus disculpas y había vuelto todo el camino rígida como una tabla en el asiento, como si el contacto que tanto parecía haberle gustado antes de la cena pudiera contaminarla ahora.
Sólo una extraña perversión había hecho que volviera a abrazarla.
Sí, bueno, y el deseo de rebobinar. ¿Pero qué borraría? ¿El brillo de vacilación en sus ojos antes de que se decidiera a subir a la moto? ¿La expresión maravillada mientras miraba el paisaje en la puerta del restaurante?
“Puede que al propietario no le guste que estemos aquí.”
En realidad, el propietario estaba pensando en subir a la moto y llevarla a su casa para poder aliviar algo de… aquello que sentía.
Una excitación tremenda. Pero no sólo eso.
Fernando debía reconocer, muerto de miedo, que también había habido ternura. Que la estirada señorita Padilla había logrado meterse en su corazón.
–Gracias por la cena –Leticia le ofreció su mano, como si fueran colegas.
Cuando Fernando miró esa mano, sin estrecharla, ella pareció vacilar.
–Bueno, yo… –nerviosa, se mordió esos gloriosos labios que parecían hechos para besar–. ¿Cuándo quieres empezar?
–¿Empezar? –repitió él.
Entonces reapareció la estirada señorita Padilla, poniendo los ojos en blanco.
–A reunir los papeles para el inspector de Hacienda.
–Ah, eso –murmuró Fernando tontamente–. No lo sé.
Leticia se mordió los labios de nuevo, haciendo que él, de nuevo, tuviera que tragar saliva.
Luego se estiró todo lo que pudo.
–Yo te seguiré… o puedes seguirme tú a mí. Como quieras.
–¿Qué? –Fernando arrugó el ceño–. ¿Por qué?
–Tu oficina era un caos la última vez que la vi, y si Veloz ha estado persiguiendo un gato… –Leticia tembló dramáticamente– En fin, no hay tiempo que perder. Y si el inspector va a ir el viernes, puede que tenga que tomarme unos días de vacaciones. Porque si no lo hago, podrías tener un serio problema con Hacienda.
–¿Vas a ir a mi oficina… a ayudarme?
–Concéntrate, Fernando. –Leticia volvió a clavar un dedo en su pecho y él no recordaba un gesto que le hubiese gustado tanto en toda su vida– No podemos perder un segundo. –añadió, tirándole el casco– Nos vemos en el taller.
Fernando tuvo que sonreír. Menuda mujer su estirada señorita Padilla, pensaba, mientras la veía subir a su coche y desaparecer calle abajo.
Luego arrancó su moto y la siguió.
Capítulo 14
Leticia se estacionó frente a la oficina, que estaba anexa al taller de Fernando. Eran casi las diez en un día de media semana… ¿en qué demonios estaba pensando?
Pero ella sabía la repuesta: aunque Fernando fuera el hombre más guapo que había conocido nunca, y no estuviera a su alcance, siempre había cuidado muy bien de su coche… y de ella. Sí, le tomaba el pelo todo el tiempo pero con la simpatía de un hermano mayor.
Y ella había querido tener un hermano mayor desde siempre.
Pero no a Fernando. Leticia arrugó el ceño. Tal vez que le tomara el pelo le había parecido bien antes de que la besara, pero ya no. Esa noche había vivido algo que sólo había leído en las novelas: deseo, la clase de deseo que te quemaba por dentro y hacía que se te pusiera la mente en blanco… al menos hasta que empezaras a pedir más.
Más, más, más.
Pero se había disculpado, maldito fuera. Incluso había parecido un poco enfadado o, al menos, molesto.
La moto se detuvo al lado de su coche, interrumpiendo sus pensamientos. Fernando era un amigo… un amigo retorcido, sí, peligroso y lioso, pero divertido. Una alegría en su vida. Además, necesitaba su ayuda y ella se la prestaría.
Fernando abrió la puerta de la oficina y le hizo un gesto para que entrara, encendiendo la luz mientras atravesaba el vestíbulo.
–Hola, chaval.
Veloz lanzó un ladrido mientras aceptaba que le rascara las orejas, pero en cuanto vio a Leticia se lanzó hacia ella, resbalando sobre el tapete y casi pisándose las orejas mientras olfateaba sus piernas, un hilo de saliva cayendo a un lado y a otro con cada movimiento de su cabezota.
–¡Veloz! –gritó Fernando– Déjala en paz.
El perro obedeció, apoyando la cabeza en su pierna, y Leticia tragó saliva, intentando no poner mala cara mientras se inclinaba para acariciarlo.
–Hola, Veloz.
–Ahora sí que la has hecho buena. No vas a poder quitártelo de encima.
–Es muy simpático.
–Te está babeando los zapatos.
Ella disimuló un escalofrío de horror.
–No me lo recuerdes. –murmuró, apartando el pie– Bueno, estoy preparada. Vamos a ver qué se puede hacer.
–He estado intentando ordenarlo todo un poco –Fernando le hizo un gesto y Leticia lo siguió…
Y tuvo que contener un alarido al entrar en el despacho. Con “ordenar un poco” quería decir que había colocado montones de papeles sobre otros montones.
Leticia se acercó a uno de ellos como un prisionero esperando el golpe del látigo. La primera página era una factura de… ¿cuatro años antes? Usando sólo la punta de los dedos levantó el papel para mirar el siguiente… el horario de trabajo de un empleado. Genial.
–Ya te dije que podía solucionarlo yo solo.
–¿En qué siglo? –replicó ella, mirando alrededor– Muy bien, aquí no hay sitio para nada, así que usaremos tu mesa de trabajo en el taller.
–¿Mi mesa de trabajo? –repitió él– No, no, nena, la mesa de trabajo de un hombre es sagrada.
–Los archivos también deberían ser sagrados. ¿Quieres que te ayude o no?
–No lo sé –la expresión de Fernando era, a la vez, dolida y horrorizada.
–Mientras lo piensas, toma un montón y sígueme. –Leticia tomó el primero y salió de la oficina.
Capítulo 15
Para protegerse a sí mismo, Fernando tomó un montón de papeles y la siguió. Pero cuando empezó a mover herramientas en su mesa de trabajo, tiró el montón de papeles al suelo y, sujetando sus manos, señaló hacia un lado del taller.
–Tú ahí, quietecita.
Sus herramientas estaban meticulosamente colocadas para tenerlo todo a mano y tardó unos minutos en liberar espacio, murmurando cuánto le costaría volver a dejarlo todo como estaba por la mañana.
–Podrías… –empezó a decir Leticia.
Fernando se dio la vuelta.
–No.
–Sólo intentaba…
Esos ojazos castaños parecían dolidos y era él quien le había pedido ayuda, después de todo.
Pero lo que de verdad quería era echarla de allí porque nadie tocaba sus herramientas.
“Está ayudándote”, se recordó a sí mismo. Y luego respiró profundamente.
–Muy bien. ¿Y ahora qué?
Leticia empezó a hacer preguntas sobre varios tipos de facturas, pedidos, presupuestos, etc… y luego, dejándolo boquiabierto, sacó unos post–it del bolso. Aquella mujer llevaba notas adhesivas en el bolso como otras mujeres llevaban perfume o lápiz labial.
Labios, pensó entonces. Sus labios, para ser exactos. Fernando los miró mientras hablaba…
Leticia chasqueó los dedos delante de su cara.
–¿Has oído lo que he dicho?
–Pues… –Fernando se regañó a sí mismo. Ella no era su tipo, le volvería loco en una semana.
Leticia Padilla tenía su vida planeada al detalle, pero a su cuerpo no parecía importarle nada de eso, de modo que dejó de pensar y la besó.
Ella dejó escapar un gemido, empujándolo ligeramente.
Debería parar. Tenía que hacerlo y lo haría. En un minuto.
–Fernando…
Pero en lugar de decirle que parara o de empujarlo, la estirada señorita Padilla se apretó contra él y empezó a devolverle el beso.
Oh, no, no. Aquello estaba mal, era una locura, era… el paraíso.
Un escalofrío recorrió su espina dorsal y sus pezones reaccionaron ante el roce del cuerpo masculino. Y en lo único que Leticia podía pensar era en acercarse aún más. Todos esos músculos, todo ese calor… y Fernando sujetaba sus caderas con esas manos tan grandes, apretándola mientras la besaba en el cuello…
Veloz empezó a ladrar.
Leticia salió del trance y se dio cuenta de que había enredado una pierna en el muslo de Fernando, apretándose contra su… contra su…
Los músculos de Fernando no eran lo único impresionante.
Se quedó inmóvil, pensando que debería marcharse, subir a su coche y volver a su casa a tomar esa taza de té, a leer su inofensivo libro.
Pero cuánto le gustaría quedarse. Volver a ese estado de ensoñación en el que no podía pensar, sólo podía responder. Quería envolver la otra pierna en su cintura, levantar su camisa para tocar su preciosa piel desnuda…
–Nena. –murmuró Fernando– Cariño, tenemos que parar.
–¿Eh? –en lugar de soltarlo, Leticia lo agarró con más fuerza.
–Esto… –empezó a decir él en voz baja– Te debo una disculpa.
–Ah, ya. –la humillación hizo que Leticia se apartara a tal velocidad que estuvo a punto de caer al suelo– Sí, claro, yo… –cuando Fernando intentó ayudarla, le dio un golpe en el brazo.
Él se apartó, levantando las manos en un gesto de rendición.
Leticia iba mirando el suelo mientras se dirigía al servicio, haciendo un esfuerzo para mirarse al espejo que había sobre el lavabo.
¿Quién era aquella mujer de cabello despeinado y pupilas dilatadas? Se le había tirado encima como una mujer patética necesitada de atención…
Fernando se había disculpado, por segunda vez esa noche, y su expresión era tan incómoda, tan compasiva, como si supiera lo que sentía y no quisiera hacerle daño.
Ay, Dios. Qué idiota era. Leticia enterró la cara entre las manos y se puso a llorar.
Capítulo 16
Fernando se pasó las manos por el pelo, mascullando palabrotas. ¿Qué demonios le había pasado?
Pero sabía la respuesta: deseaba a Leticia. Como un loco. Daba igual que fuera mandona y estirada, daba igual que no pudieran ser más distintos en todos los sentidos.
La estirada señorita Padilla lo excitaba como ninguna otra mujer. La deseaba con tal desesperación que le daban ganas de ponerse a aullar a la luna, como un lobo. Le había hecho perder el control otra vez respondiendo a sus besos con una pasión ingenua en la que pensaría durante mucho, mucho tiempo.
Pero Leticia no era de las que tenían aventuras sin importancia con un hombre; por eso había tenido que hacer un esfuerzo sobrehumano para recuperar el control, por eso había dejado de besarla. Y no podía olvidar el horror que había visto en sus ojos al darse cuenta de lo que estaba haciendo. La había avergonzado. Le había hecho daño, cuando él no le haría daño a una mosca.
Veloz rozó su pierna con el hocico y Fernando miró los tristes ojos del animal.
–¿Qué voy a hacer ahora, chico?
Una cosa era segura: no podía dejar que Leticia lo ayudara. Él había creado aquel caos en la oficina y, aunque el papeleo no fuera precisamente su pasatiempo favorito, él tendría que solucionar el problema. Le diría a Leticia que se fuera a casa… bueno, la llevaría a su casa en realidad porque había ido allí de buena fe y, además, tenía que arreglar su coche. Era lo más justo.
Pero la dejaría en paz después de eso. Volvería a tratarla como a una cliente.
Que el aburrido dentista se quedara con ella. Por mucho que todo en él se rebelara contra la idea de que Leticia desperdiciara su vida con alguien que no sabía hacerla gemir, ni reír, ni…
Fernando golpeó la mesa de trabajo con la palma de la mano.
“Para ya. No te excites otra vez pensando en ella. No va a pasar y es una tontería que pienses otra cosa”.
Además, él no era lo bastante bueno para una mujer como ella.
Pero haría lo que tenía que hacer, aunque lo matara.
Y ése era un riesgo que tendría que correr.
La mujer que salió del lavabo estaba perfectamente compuesta. Aún no lo miraba a los ojos, pero su pelo estaba bien peinado, el brillo de labios que él había devorado en su sitio de nuevo, la ropa perfectamente estirada.
–Muy bien. –dijo Leticia animosamente– Creo que sé en qué categorías hay que colocar los documentos, así que los dividiremos en grupos…
–No. –la interrumpió él al ver que le temblaban las manos. Sentía como si le hubiera dado una patada a un cachorro– Voy a llevarte a casa.
–Puedo ir yo sola –replicó ella.
–No, deja tu coche aquí.
–¿Por qué?
–Porque vamos a arreglar la carrocería mañana, maldita sea.
–¿Por qué vas a hacer eso?
Por fin estaba mirándolo, en los ojazos castaños una calma de la que no se fiaba nada porque sabía que estaba dolida.
–Te prometí que lo haría.
Ella arqueó una ceja, irónica, y Fernando tuvo que contener una exclamación de alegría.
“Eso es, señorita Padilla. Bien por ti”.
–Prometí ayudarte a organizar tu archivo.
Después de decir eso, pasó a su lado tranquilamente y empezó a colocar las notitas adhesivas.
Fernando no estaba acostumbrado a sentirse impotente, pero no sabía qué hacer en ese momento. Detrás de ella, mirando su nuca, un sentimiento poderoso y extraño se apoderó de él.
Ternura en lugar de deseo.
Lidiar con el deseo era mucho más fácil.
Leticia colocó las notitas en fila india sobre la mesa y luego miró el montón de papeles que había tirado al suelo.
–¿Y bien? No tenemos toda la noche –le dijo, mientras empezaba a colocar documentos.
Fernando frunció el ceño. Debería enviarla a casa… llevarla a casa, se corrigió a sí mismo. Era lo mínimo que podía hacer. Le debía una explicación, pero no sabía qué decirle.
Además, ya había metido la pata más que suficiente aquel día y, suspirando, se inclinó para tomar el montón de papeles que había tirado al suelo.
Capítulo 17
Trabajaron en silencio durante las dos horas más angustiosas en la vida de Leticia. La proximidad de Fernando era un tormento, pero no sería ella la que cediera. Ya había hecho el ridículo más que suficiente aquel día y sabía bien que ella no era la clase de mujer que volvía locos a los hombres.
Pero tampoco era de las que se rendían. Además, ella era una mujer de palabra.
Esperaba que Fernando volviera a tomarle el pelo en cualquier momento, aliviado porque no había vuelto a mencionar el asunto del beso. A los hombres no les gustaba hablar de sentimientos o incluso admitir que los tenían. Ella no era la mujer más experta del mundo, pero eso sí lo tenía claro.
Fueran cuales fueran sus razones, el silencio era una bendición. Aunque resultara casi insoportable.
–Nena… –dijo Fernando a medianoche.
–No me llames así –lo interrumpió ella.
–Muy bien, como quieras. Pero es muy tarde y mañana tienes que trabajar. –Fernando le quitó el papel que tenía en la mano– Ya es suficiente.
–No hemos terminado. Volveré mañana, cuando salga de la oficina.
–No, no hace falta. Yo mismo terminaré mañana por la noche.
–Deberías tenerlo todo informatizado. –dijo Leticia entonces– Así sería muy fácil generar lo que necesites en cada momento: facturas, recibos, presupuestos… en fin, da igual –suspirando, pasó a su lado para tomar su bolso. El negocio de Fernando Mendiola no era asunto suyo. Y podía ser un mecánico increíble, pero no era el único de México. Encontraría otro para no tener que volver a verlo.
Pero volvería al taller al día siguiente. Leticia Padilla no dejaba un trabajo sin terminar.
–Puedes estacionarlo aquí, yo te llevaré a casa.
–Yo no quiero…
–No pienso discutir contigo.
Vaya, pues sería la primera vez, pensó Leticia. Aunque tampoco ella tenía ganas de discutir.
–Muy bien.
Durante el viaje de vuelta a su casa, afortunadamente en la camioneta de Fernando ya que la moto tenía demasiados recuerdos, Leticia miraba por la ventanilla intentando no pensar en nada.
Capítulo 18
Fernando pensó que no debería sorprenderle dónde vivía Leticia. El sitio era, como ella, impecable. Y bonito. Una casita con un jardín perfectamente limpio.
–Gracias –Leticia bajó de la camioneta en cuanto pisó el freno.
–Oye, lo siento mucho…
Ella sacudió la cabeza, despidiéndose con la mano.
Un día, pensó Fernando. Su vida se había puesto patas arriba en un solo día. Cuando se levantó por la mañana, no imaginó que acabaría besando a Leticia Padilla y perdiendo la cabeza por completo.
O que pudiera hacerla tan infeliz. O que él mismo se sintiera tan infeliz.
Fernando bajó de la camioneta y corrió para llegar a su lado antes de que entrara en casa.
–Leticia…
Ella estaba intentando abrir la puerta, pero se le cayó el llavero y cuando Fernando se inclinó para recogerlo se quedó muy quieta.
–Vete. –le dijo en voz baja– Por favor, Fernando.
El dolor que había en su voz le rompió el corazón. Quería explicarle lo que pasaba, ¿pero de qué serviría? Él no era lo que Leticia quería, ni lo que merecía.
Aun así, se volvió dos veces para mirarla. Y se quedó esperando hasta que cerró la puerta.
Un día. Un solo día.
Capítulo 19
Leticia llegaba tarde a trabajar por primera vez en toda su vida.
Había tenido que esconderse de Fernando, que había ido a buscarla para llevarla a la oficina. No le abrió, por supuesto. Y cuando la llamó al celular, no contestó. Pero había esperado detrás de la puerta casi una hora.
Tenía muy mal aspecto. Guapísimo, naturalmente, pero con mala cara. Como si no hubiera dormido bien.
Y debería alegrarse. Se alegraba, pensó mientras entraba en el edificio. Llegaba casi una hora tarde y había estado a punto de llamar para decir que no iría a trabajar porque no se encontraba bien.
Pero un hombre, por guapo que fuera, no iba a derrotarla. Ella tenía su orgullo.
Se encontró con Carolina en el elevador. Su jefa la miraba con curiosidad y cierta preocupación pero, afortunadamente, no dijo nada hasta que llegaron a su planta.
–¿Estás bien? –le preguntó por fin.
–Sí, estoy bien –Leticia apresuró el paso, saludando con un gesto a la recepcionista y sonriendo a otra de las secretarias.
Carolina, por supuesto, la siguió hasta su despacho.
–No estás bien –le dijo, dejando su maletín sobre el escritorio.
–Lo estaré –Leticia empezó a colocar lápices y papeles como era su costumbre.
Todo saldría bien. Sólo tenía que verlo una vez más y luego no volvería a saber nada de Fernando Mendiola.
Cuando encendió la computadora, lo primero que apareció fue su agenda diaria…
Y Leticia dejó escapar un gemido. Había olvidado que esa noche iría a un concierto con Tomás. Como si lo hubiera conjurado, en ese momento sonó el teléfono. Tomás quería llevarla a cenar antes del concierto. Iría a buscarla a las seis y media.
Leticia dijo que sí por costumbre, sin pensar. Al fin al cabo, el pobre se había gastado el dinero en las entradas. ¿Y no era Tomás exactamente lo que ella quería? ¿No estaban sus planes saliendo exactamente como había previsto?
Tras la llamada de Tomás, empezó a hacer revisiones en un informe de Carolina, mirando el teléfono una y otra vez. En cuanto terminó, levantó el auricular y empezó a marcar el número del garaje de Fernando… pero no terminó de hacerlo.
No había ninguna razón para dudar. Fernando ya se había ofrecido a terminar el trabajo él solo.
“Cariño, tenemos que parar”.
Fernando la había apartado de él.
“Recuerda eso. No olvides lo que sentiste en ese momento”.
Patética, así se había sentido. Humillada. Y su amabilidad la había hecho sentir aún peor.
Pero había logrado componerse, ¿no? Había hecho el trabajo, aunque se le estaba rompiendo el corazón y quería esconderse bajo una piedra. Fernando lo sentía, de eso estaba segura. Él no era una mala persona y seguramente lamentaba haberle hecho daño, pero…
Pero.
Ésa era la cuestión, la que decía alto y claro que por mucho que una se hiciera ilusiones por un par de besos que en realidad no significaban nada…
No había milagros. No había magia. Pasar de un hombre a otro, como su madre había hecho, no te llevaba donde querías llegar. Eso sólo se conseguía marcándose objetivos razonables y trabajando mucho para hacerlos realidad.
Dos días antes, su objetivo había sido Tomás, sus hijos con dientes perfectos y la ordenada vida que llevarían. Unos objetivos sensatos, reales.
Un solo día con un chico malo, por emocionante que hubiera sido, no cambiaba nada.
Leticia volvió a marcar el número del taller y, cuando escuchó su voz en el contestador, mantuvo los ojos clavados en la pared para no recordar.
Y después dejó un mensaje diciendo que no iría esa noche al taller.
Capítulo 20
Fernando tenía todas las facturas organizadas a las ocho, pero no podía marcharse.
No porque esperara que Leticia apareciera de repente, no. Estaba pensando en informatizar las facturas como ella había sugerido… y en otras cosas.
Tenía razón. Debería organizar la oficina como tenía organizadas sus herramientas, pero su cabezonería lo obligaba a hacer las cosas como las hacía.
Incluyendo sus relaciones con las mujeres. Debería darle las gracias a Leticia por abrirle los ojos, por avergonzarlo y hacer que se diera cuenta de que la vida que vivía no era la que quería en realidad. Ya no.
Pero era demasiado tarde. Fernando pateó el sillón, enfadado consigo mismo. Le gustaría liarse a puñetazos con algo, preferiblemente con la cabeza del aburrido dentista.
Veloz empezó a ladrar.
–Sí, para ti es fácil. Tú no eres el que la hizo sentir mal.
Fernando empezó a pasear por el despacho, pensando en el brillo de dolor que había visto en sus bonitos ojos, imaginándola vistiéndose para el concierto, imaginando la mano de Tomás, el dentista, en su espalda…
Sí, Leticia Padilla era cabezota, rígida, estirada, mandona… ¿entonces por qué se sentía tan territorial? Él no estaba enamorado de Leticia ni nada parecido.
Fernando abrió mucho los ojos, sintiendo una opresión en el pecho.
No, imposible. No podía haberse enamorado de la estirada señorita Padilla. Angustiado, se pasó una mano por la cara.
¿Iba a esperar de brazos cruzados, dejando que el aburrido dentista se quedara con ella?
No, de eso nada. Fernando tomó el teléfono.
La cena estuvo bien. El concierto estuvo bien.
Al menos, Leticia pensaba que todo había estado bien. Pero en realidad no había escuchado una sola nota ni saboreado la cena. Tomás la había invitado a pasar la tarde como ella quería: sin dramas, sin caos, con una charla agradable sobre algo que no recordaba. Sí, Tomás era un compañero fantástico, educado y amable.
Y ella estaba muerta de aburrimiento.
“No pienses en la cena con Fernando o en sus besos. No recuerdes el viaje en moto ni que te ha hecho sentir como una mujer nueva… y libre”.
“Fernando no te quiere como tú lo quieres a él”.
No, eso no era verdad. Ella no lo quería.
–Perdona un momento, vuelvo enseguida –durante el entreacto, Leticia fue al lavabo y comprobó su móvil.
Tenía un mensaje. de Fernando.
–Nena, sé que tú crees que ese hombre es lo que quieres, un serio dentista en lugar de un grasiento mecánico como yo. Y seguramente debería dejarte en paz, pero verás… –Fernando hizo una larga pausa– Me gustas mucho y sé que anoche te asusté… debería haberme controlado mejor, pero te deseo tanto… y no me refiero sólo a la cama. No quería que te sintieras avergonzada, Leticia. Es que, sencillamente, me vuelves loco, nena.
Otra pausa.
–De modo que la pelota está en tu tejado. Tu coche ha quedado muy bien, por cierto. Si quieres, puedo pedirle a Omar que te lo lleve, así no tendremos que volver a vernos. O quizá… –Fernando bajó la voz– podrías demostrarme que eres una mujer valiente. Podrías venir a verme esta noche, cuando te despidas del dentista. Deja que te bese otra vez, Leticia. Estaré aquí hasta medianoche, cariño. Tú decides.
Capítulo 21
Cuando salieron del auditorio, Tomás la acompañó hasta su coche, tan práctico como el de Leticia, y condujo a la velocidad adecuada hacia su casa mientras hablaba de los problemas que su madre tenía con la gota, de la desorbitada factura de su contador y de que tal vez se soltaría el pelo y se atrevería a pintar la recepción de su consulta de azul en lugar de blanco…
–¿Te encuentras bien?
–¿Qué? –murmuró ella, perdida en sus pensamientos– Sí, claro, estoy bien. Pero azul… no sé, ¿qué tal naranja?
Tomás la miró, perplejo.
–¿Naranja?
–O verde lima. Sí, verde lima.
Él puso cara de susto.
–Ah, estás de broma, ya lo entiendo. Porque eso sería totalmente imposible –Tomás sonrió, volviendo a mirar la carretera.
¿Y si no estuviera bromeando?
–¿Nunca has sentido la necesidad de… animar un poco las cosas?
–¿De qué estás hablando? ¿De la pintura?
–No, de la pintura no. De motos o de… tatuajes –Leticia suspiró. ¿Y por qué no? Los tatuajes no tenían por qué ser feos.
–¿Tatuajes? –exclamó Tomás.
Huy. Aparentemente, lo había dicho en voz alta.
–¿Has pensado alguna vez comprarte una moto?
–¿Tú has visto las estadísticas de accidentes de moto? Son máquinas mortales –contestó él, con tono de desaprobación, sus palabras un eco de las que ella misma había pronunciado el día anterior.
Entonces recordó la sonrisa sexy de Fernando...
“¿Siempre vas a lo seguro, nena?”
Siempre lo había hecho. Hasta el día anterior.
–Gira aquí –le dijo bruscamente.
–Pero por aquí no se va a tu casa…
–Lo sé.
–Pero…
El taller de Fernando estaba solo a unas manzanas de allí.
–Ahora que lo pienso, para ahora mismo –insistió Leticia.
–¡Espera! ¿Dónde vas?
–No quiero seguir siendo sensata, Tomás. Lo siento.
–¿Qué?
–Esto… –Leticia hizo un gesto con la mano– Nosotros… me había equivocado, perdóname.
–Pero yo pensé…
–Yo también. Y es culpa mía, no tuya. Yo quiero… quiero montar en moto, Tomás. Incluso puede que me haga un tatuaje.
–¿Esto es por el mecánico? –el tono de Tomás estaba cargado de desdén– No puedes decirlo en serio.
–Ése es el problema, que he sido demasiado seria toda mi vida. Pero soy joven, debería hacer alguna locura.
Él frunció el ceño, perplejo.
–¿Por qué?
Leticia dejó escapar un largo suspiro.
–Hazte un favor a ti mismo, Tomás. Haz algo realmente loco por una vez. Tú eres una buena persona, te lo mereces.
–¿Y si no quiero hacerlo?
Leticia se encogió de hombros.
–Entonces no lo hagas. –respondió, con una sonrisa– Pero yo sí.
Y luego cerró la puerta del coche y empezó a correr.
Fernando Mendiola había dicho que lo volvía loco. Y quería besarla otra vez.
¿Qué hora era? Casi medianoche.
Estaba sin aliento cuando llegó al taller y suspiró, aliviada, al ver que la luz de la oficina estaba encendida.
Cuando la puerta se abrió y Fernando apareció en el quicio, tan guapo, tan alto, Leticia de repente se sintió tímida.
–¿Eres tú, nena?
–¿Y si quisiera a un grasiento mecánico?
–¿Qué?
Cuando Fernando dio un paso adelante, todo fuerza y propósito, Leticia dio un paso atrás.
–He dicho…
Fernando la estrechó ente sus brazos.
–Te he oído. ¿Lo dices de verdad?
–Sí –consiguió decir ella.
–¿Y qué pasa con el aburrido dentista, el hombre de tus sueños? Es el hombre adecuado para ti, nena; sensato, real, seguro…
Leticia vio un brillo de anhelo en sus ojos oscuros, un brillo que hacía juego con el que ella sentía en el corazón.
–Ya no quiero cosas seguras. Ni sensatas.
Él sonrió de oreja a oreja.
–Entonces has venido al sitio adecuado, nena.
Fernando la estrechó entre sus brazos y allí, a medianoche, le dio un beso ardiente y en absoluto seguro.
Capítulo 22
Un año después
El restaurante a las afueras de la ciudad estaba decorado con lazos blancos y corazones. Esa noche no estaba abierto al público, ya que una pareja había elegido el lugar para realizar su banquete de bodas.
Todas las mesas estaban ocupadas y llenas de conversaciones alegres cuando Omar –ayudante de mecánico y mejor amigo del novio- se puso de pie para realizar el brindis.
-Creo que todos se sorprendieron igual que yo cuando Fernando anunció que se iba a casar… -se oyeron varias risas masculinas- pero quienes conocemos a Lety sabemos que ella es su pareja ideal. Ella es el balance que contiene sus locuras, y a la vez él es quien la ha enseñado a divertirse y a ser menos rígida. A lo largo de estos meses yo he tenido la suerte de convivir con ellos y de verlos cada día más enamorados… Por eso, solo puedo desearles que su amor siga creciendo y que sean muy felices.
Los invitados aplaudieron y el dj comenzó a tocar una melodía romántica, por lo que los novios se levantaron y caminaron abrazados hasta la pista de baile.
-¿Me concede esta pieza, señora Mendiola?
Leticia lo miró emocionada y respondió -Claro que sí, señor Mendiola. A partir de hoy quiero bailar todas las piezas contigo.
Fernando la abrazó y comenzaron a moverse al ritmo de la música, mientras sus invitados los observaban. Al cambiar la música, otras parejas se les unieron y muy pronto la pista estaba llena de bailarines.
Los novios bailaron y recibieron felicitaciones por varias horas, hasta que Lety se sintió cansada y se dirigió al baño para refrescarse acompañada por Carolina. Mientras, Fernando fue a buscar a Omar que miraba atentamente a las dos mujeres.
-Omarcito, ¿qué tanto le ves a mi Lety? Mira que soy muy celoso y no quiero que me la desgastes con tus miradas libidinosas.
-¡No hermano! Yo soy incapaz de intentar nada con tu mujer, y además tú sabes que no es mi tipo… Yo las prefiero más… grrrr… digamos que desinhibidas. Soy demasiado joven para comprometerme y por ahora solo quiero divertirme… Y creo que ya encontré a una buena candidata para esta noche… a ella es a la que miraba…
Fernando volvió a mirar hacia el baño y comprendió las intenciones de su amigo.
-¿O sea que te gustó Carolina? Mira nomás… no se me había ocurrido, pero creo que harían buena pareja… Aunque te advierto que no va a ser tan fácil, porque ella es una mujer muuuy ocupada y no sé si te haga caso…
-No seas malo Fer, preséntame a ese bombón y te prometo que no vuelvo a pedirte nada en mi vida… ni siquiera dinero.
-Conste que tú lo dijiste… en cuanto vuelvan te la presento.
Unos minutos después, Fernando cumplió su promesa y sonrió satisfecho al ver que Carolina también estaba interesada en Omar… Después de todo, él era un hombre felizmente unido a la mujer de su vida y quería la misma felicidad para su mejor amigo.
El maestro de ceremonias llamó a los novios a la pista para lanzar el ramo y la liga… y en cuanto cumplieron con la tradición, Fernando decidió que era el momento de llevarse a Leticia para festejar en privado, así que la tomó de la mano y salieron corriendo por la puerta trasera del restaurante, en donde los esperaba su moto.
Leticia se rió divertida al verla, y brincó feliz al ver que en el escape tenía atadas unas latas y el clásico cartel de Recién casados.
-¿Nos vamos a ir en la moto? ¡Qué idea tan genial! Pero yo pensé que íbamos a salir de viaje…
-Sí nena, mañana nos vamos a un lugar muy especial, pero esta noche quiero revivir nuestra primera cita juntos. Por eso quise hacer la fiesta en este lugar y volver a sentir tu cuerpecito pegado al mío al recorrer este camino.
-¡Quién lo iba a creer! Fernando Mendiola, eres un romántico.
-Sí mi amor, tú me has cambiado… y yo también te he cambiado a ti, ¿no lo crees? Hace un año te asustaba subir a la moto…
-Tienes razón, he cambiado para mejor y te lo debo a ti por darme tanta felicidad.
Fernando la abrazó y buscó sus labios, para darle el primero de muchos besos de amor que compartirían esa noche.
FIN