Aquí puedes leer y releer mis locuras ;)

Una boda conveniente

Introducción

 

Aquella era la boda perfecta, que iba a llenar las páginas de sociedad del mundo entero. El guapísimo aristócrata español Fernando Mendiola iba a casarse con la bella heredera mexicana Leticia Padilla… Pero a pesar de esa idílica apariencia, todo era una farsa.
Aquel matrimonio había sido la única manera que Fernando había encontrado para salvar sus tierras… y eso había resultado muy duro para su orgullo. Pero después de la boda llegaba la noche de bodas… que, por cierto, fue mucho más de lo que ambos habían esperado. ¿Acabaría aquel matrimonio de conveniencia siendo una unión verdadera?

 

 

Capítulo 1

 

Leticia Padilla había conducido alegre y confiada por muchas de las grandes capitales del mundo pero, sobre todo, prefería hacerlo en la ciudad de México, donde había nacido.
Cuando los bancos estuvieron abiertos, se alejó de Reforma en dirección a Santa Fe en su deportivo rojo. Al llegar frenó bruscamente y, sin hacer caso del cartel que prohibía estacionar, salió del coche. Al pasar junto al portero le lanzó las llaves del vehículo y entró apresuradamente en la oficina central del Banco de las Américas.
Cuando el portero acababa de subir al coche vio que se aproximaba un policía de tránsito con expresión de fatalidad.
—No puede ponerme una multa. Este coche pertenece a la señorita Padilla.
El agente se retiró de inmediato.
Dentro del recinto, Leticia recorrió el vestíbulo de mármol, consciente de que todos los ojos estaban puestos en ella. Desde los quince años, tras la muerte de su padre, que le heredó una fabulosa fortuna, había sido objeto de curiosidad. También atraía la atención porque era muy alta y delgada, envidia de cualquier modelo, y dueña de unas largas piernas, inmensos ojos verdes y una hermosa melena negra. Las cabezas, todas masculinas, se volvían a su paso. Y a ella le gustaba.
Pero en ese momento no pensaba en ello. Estaba de mal humor y alguien iba a pagarlo. Sin mirar a los lados, continuó su camino hasta llegar al despacho del presidente del banco.
La secretaria era nueva y no la reconoció; pero de inmediato sintió un temeroso respeto ante esa joven admirablemente segura de sí misma.
—El señor Domenzaín está muy ocupado. ¿Tiene cita con él? —aventuró.
—¿Para qué querría una cita? —preguntó Leticia, sorprendida— Es mi padrino y mi albacea. Además tengo algo que decirle.
—Sí, pero no puede…
La secretaria se encontró hablándole al aire. Leticia no conocía las palabras «no poder».
Abrió la puerta del despacho de par en par.
Aldo Domenzaín, un hombre gordo, canoso y de mejillas caídas, se levantó de su mesa con una sonrisa.

—Leticia, querida, qué sorpresa tan agradable.

 

 

Capítulo 2

 

La joven alzó una elegante ceja negra.
—¿Te sorprende verme aquí tras tu odiosa carta? No lo creo. Aldo, ¿cuántas veces tengo que decirte que no interfieras en mis asuntos privados?
—¿Y cuántas veces tengo que decirte que disponer de una gran suma de dinero no es un asunto privado?
—Tengo veinticuatro años y…
—Y hasta que no cumplas los veintisiete voy a impedir que despilfarres el dinero como si no valiera nada. Tu padre sabía bien lo que hacía al redactar ese testamento.
—Papá estaba influido por ti, de lo contrario no lo habría hecho.
—Cierto. Erasmo Padilla sabía mucho de fundición de acero y maquinarias, pero desconocía todo lo demás; incluso a su propia hija. A los quince años eras una chica testaruda, y no has cambiado. Sé que hago bien en protegerte, especialmente tras enterarme de que quieres malgastar diez millones de dólares en Tomás Mora, un hombre que no vale nada.
—Tomás Mora no es un don nadie.
—Bueno, sé lo que debo pensar de un hombre que se gana la vida haciendo vestidos.
—No. —protestó Leticia, indignada— Es un diseñador de alta costura y necesita un aval para sacar adelante su empresa. Además no sería una pérdida de dinero: sería una inversión muy astuta.
—¿Diez millones de dólares en una tienda de modas? ¿A eso llamas una inversión astuta?
—No será una tienda. Tomás necesita un establecimiento de categoría. No puede trabajar en un cuarto interior, en una callejuela secundaria. Quiero verlo en un lugar importante en el corazón de Polanco, en la avenida Masaryk, donde pueda crear sus colecciones y atraer a clientes internacionales. Necesita exhibirlas en París, Milán, Londres y Nueva York. Para esto se requiere personal especializado y anuncios en las mejores revistas de moda. Y todo eso vale dinero.
—¡Diez millones de dólares!
Leticia se encogió de hombros.
—Me gustan las cosas bien hechas.
—¿Y cuándo te devolvería el dinero?
—¿Y quién piensa en eso?
—¡Vaya! Ahora tenemos la verdad. Sí, una inversión muy astuta.
—De acuerdo, será divertido. ¿Y qué tiene de malo? Puedo permitírmelo, ¿no es así?
—No por mucho tiempo si acepto que te dejes manipular por un seductor no del todo confiable, como Tomás Mora. Me consta que estás loca por ese niño bonito.
—Aldo, te he dicho hasta el cansancio que no estoy enamorada de Tomás. —explotó— Y no necesito recordarte que tiene esposa.
—De la que se está divorciando. Me espanta la idea de despertarme una mañana y encontrar el anuncio de tu compromiso en los periódicos.
—Bueno, si me casara con él, cosa que no deseo, al menos podría disponer de mi dinero. De hecho tendrás que entregármelo cuando lo haga, sea con quien sea.
—¿Tienes algún candidato en mente?
—No, pero cualquiera servirá. Aldo, te lo advierto. Si no consigo mi dinero, me casaré con el primer hombre soltero que encuentre. ¿Te queda claro?
—Sí, querida. Y ahora permíteme dejarte claro que no te daré diez millones de dólares para financiar ese proyecto absurdo. Y esta es mi última palabra sobre la cuestión.
—Aún no has oído la última palabra —espetó Leticia, con una mirada asesina antes de salir hecha una furia de la habitación.

 

 

Capítulo 3

 

Si Aldo hubiera visto a Leticia una hora más tarde, a medio vestir en el taller situado en el sótano de un edificio del centro de la ciudad, mientras Tomás le probaba un vestido y la llamaba «querida», habría pensado que sus sospechas se confirmaban. Sin embargo, Aldo no era un hombre perspicaz, de modo que no habría notado que Tomás la tocaba con manos impersonales, como las de un médico, y sus palabras cariñosas eran mecánicas.
Desde que ambos tenían catorce años, Leticia había sido su benefactora. La había conocido en el costoso internado donde él era el hijo del jardinero y ella solía salvarlo de los chicos matones. Y de ahí en adelante siguió protegiéndolo.
—Es lo mismo que hablarle a una muralla. —suspiró Leticia— Le he dicho mil veces que no estoy enamorada de ti. ¿Por qué Aldo no me cree?
—Quizá ha oído hablar de mí poder de seducción con las mujeres. —sugirió Tomás, al tiempo que la volvía ligeramente— Levanta el brazo, querida, tengo que poner un alfiler justo aquí.
Leticia obedeció sonriente al ver que el maravilloso diseño empezaba a cobrar vida. Ya se había tranquilizado y volvía a recobrar su sentido del humor, siempre presente en su ánimo.
Su madre había muerto cuando tenía seis años. Entonces quedó a cargo de su padre, un autodidacta, magnate del acero, que le consentía todo y la llenaba de satisfacciones para compensar el escaso tiempo que le dedicaba. Su muerte la había convertido en una joven fabulosamente rica, pero sumida en la soledad.
Ella era consciente del valor de su físico y de su riqueza, y seguramente se habría estropeado si no hubiera poseído una bondad natural. Tenía genio, pero constantemente aplacado por un travieso sentido del absurdo. Y si poseía algo más grande que su belleza, era la capacidad para reírse de sí misma. Nadie sabía de quién había heredado esa cualidad, porque su madre había sido una dama amable y melancólica y su padre había estado demasiado ocupado en hacerse rico como para reír. Esa cualidad se la debía a su propia naturaleza. A nadie se le ocurría pensar que podría ser una defensa. ¿Por qué la hermosa y privilegiada Leticia Padilla tendría necesidad de defenderse?
—¿Cómo van tus relaciones con Alicia?
—No menciones a esa mujer. El peor error de mi vida fue casarme con ella, y la mejor decisión fue dejarla.
—No olvides que la llamaste desde mi apartamento con un discurso de reconciliación y ella colgó al oír tu voz.
—No me distraigas cuando estoy poniendo alfileres. Podría haber un accidente.
—No, si quieres diez millones de dólares.
—Bueno, no los voy a conseguir, ¿verdad? Y menos aún si Aldo Domenzaín tiene algo que ver en el asunto.
—No será para siempre. Todo el control de la herencia pasará a mis manos apenas cumpla veintisiete años, a menos que me case antes. Entonces lo obtendría el día de mi boda. Pero estoy perdida si espero otros tres años. Estoy cansada de que Aldo controle mi vida.
—Apenas la controla. Tienes un departamento en Polanco, otros en Guadalajara y Acapulco, gastas una fortuna en coches y ropa, y él paga las cuentas sin hacer preguntas.
—Pero si quiero una buena suma, él me lo impide. Pero eso va a cambiar aunque tenga que recoger a alguien de la calle y casarme con él.
—Tienes decenas de admiradores que te persiguen. ¿No te gusta ninguno?
—No, tiene que ser alguien totalmente ajeno a mi mundo, que cumpla su compromiso y luego desaparezca de mi vida.
Tomás se echó a reír.
—¿Por qué no pones un anuncio?
Al instante deseó haber sujetado la lengua, porque Leticia se volvió hacia él con los ojos brillantes.
—Tomás, eres un genio. Eso es exactamente lo que haré.

 

 

Capítulo 4

 

—Algo pasa con tu whisky. —observó Omar Carvajal, al tiempo que miraba el fondo de su vaso— Juraría que este vaso estaba lleno hace un momento, igual que la botella. Y ahora, mira cómo están.
Don Fernando, lord Mendiola, alzó la vista del escritorio donde trabajaba. Sus facciones más bien severas se suavizaron con una sonrisa.
—Tienes razón. El whisky se ha desvanecido. Pero bien sabes donde se guarda.
Omar paseó la mirada por la biblioteca del castillo de Mendiola. Tras las pesadas cortinas de brocado, una ventana desvencijada golpeteaba a causa del viento. No había una sola ventana en la vivienda que no dejara entrar corrientes de aire. La construcción tenía ochocientos años y, a todas luces, necesitaba urgentes reparaciones para hacer frente a las tormentas. Sus habitantes se protegían lo mejor posible con pesados cortinajes y un buen fuego en las chimeneas de los aposentos.
En ese momento, los leños crepitaban y proyectaban un intenso color rojo sobre los dos perros alsacianos echados ante el hogar sobre una gastada alfombra.
No muy lejos se encontraba su amo, también venido a menos, a pesar de su antiguo título de nobleza. Sus cabellos oscuros necesitaban un corte, aunque de alguna manera le conferían un cierto encanto particular. Los pantalones de pana así como el jersey, a pesar de su buena calidad, estaban viejos y gastados.
Era alto, con un cuerpo bien estructurado, anchos hombros y cara delgada, con unos ojos negros que solían mirar con fiereza sobre una nariz ligeramente aguileña.
Sin embargo, su dureza se convertía en benévola tolerancia con las personas que gozaban de su afecto. La tolerancia hacia Omar Carvajal solía teñirse de exasperación, pero eso no disminuía su buena predisposición hacia él, cosa que desconcertaba a los observadores.

 

 

Capítulo 5

 

Nadie sabía lo que el serio y puritano Fernando veía en el irresponsable Omar. Tenían la misma edad y su amistad se remontaba a los tiempos del colegio, aunque el talante, el cuerpo delgado y la mirada ingenua de Omar lo hacían parecer más joven. Omar era artista y tenía talento; pero era muy holgazán para utilizarlo. Vivía la vida como una travesura, nunca se preocupaba por el futuro y probablemente acabaría sus días antes de los cincuenta, víctima de la ira de un marido engañado.
Nada lograba afligirlo y tal vez ese era el secreto de la atracción que ejercía sobre Fernando, eternamente preocupado.
—No queda ni una gota de whisky en la licorera. Eres un hombre cruel, Fernando Mendiola —se quejó Omar.
—Más bien un hombre pobre.
—Serías menos pobre si evitaras que ciertas esponjas chuparan tu whisky y vivieran a tus expensas —dijo una distinguida joven recargada junto a uno de los libreros.
Omar la miró con cinismo.
—Si lo dices por mí, hermana querida, agradecería que te guardaras tus observaciones. Hace mucho tiempo que Fernando y yo llegamos a un acuerdo sobre el alquiler de mi vivienda. No pago mi alojamiento ni mi bebida con dinero, sino con el placer de mi compañía.
Marcia Carvajal dejó escapar un ligero bufido.
—Déjalo en paz, Marcia. Sabes que es incorregible —dijo Fernando, conciliador.
—¿Sabes lo que podrías hacer para salir de la pobreza, muchacho? —dijo Omar de pronto, con el periódico en la mano— Casarte con una mujer rica. Lee esto.
Fernando tomó el periódico.
—«Se busca cazadotes para una heredera: Millonaria busca marido nominal para controlar su propia fortuna. Generosa recompensa para el candidato adecuado». —leyó Fernando— Seguro que a alguien se le ha ocurrido esta broma. —comentó, al tiempo que le devolvía el periódico— En todo caso, estás loco si piensas que yo me ofrecería a hacer el ridículo.
—Pero supongamos que es cierto. ¿Por qué dejar pasar la oportunidad?
—Porque no tengo nada que ofrecerle a una millonaria.
—Tonterías. Eres un tipo apuesto, fino y gallardo. La respuesta a las oraciones de cualquier doncella casadera.
—Y tú eres incurablemente vulgar —replicó Fernando, sin rencor.
—Estoy de acuerdo contigo —acotó Marcia, en tono ácido.
—Por otra parte, —continuó Fernando— lo último que haría es ofrecerme a una mujer rica para contraer un matrimonio sin significado, simplemente por afán de dinero.
—De acuerdo. —dijo Marcia, al tiempo que indicaba un gran cuadro sobre la chimenea. El retrato representaba a un anciano con uniforme de general, muy parecido a Fernando— ¿Qué habría dicho tu abuelo? Si el anuncio es realmente obra de una mujer, debe de haber perdido todo sentido de la decencia.
—Una mujer que no me interesaría conocer —convino Fernando.
—Bueno, tu abuelo no era precisamente un puritano. —comentó Omar, malévolo— Pero tú sí que lo eres.
Fernando asintió.
—Me temo que tienes razón. No te preocupes. Salvaré mi heredad, pero lo haré a mi manera.
Minutos más tarde, Marcia quiso hablar en privado con Fernando y este, cortésmente, la acompañó fuera de la sala.
—Pierdes tu tiempo con sinceros consejos, Marcia. —murmuró Omar cuando quedó solo— Le has dado cientos de oportunidades a Fernando para que se te declare, pero me alegra decir que él te quiere como a una hermana. No me gustaría para nada tenerte aquí como la señora de la casa.
Tras un suspiro al mirar su vaso vacío, su rostro se iluminó con una sonrisa perversa. Se aproximó al escritorio y rápidamente sacó un par de folios con el membrete de la heredad.
Cuando los otros volvieron, lo encontraron tranquilamente sentado junto al fuego.

 

 

Capítulo 6

 

—¿Dónde queda Galicia exactamente? —preguntó Leticia a Tomás.
—En el norte de España. ¿Por qué?
—Ahí vive mi futuro marido. —dijo, con una risita— Esta mañana recibí respuesta a mi carta.
—No bromees. ¿De quién?
—Fernando Mendiola. Ni más ni menos que un vizconde. Vive en el Condado de Mendiola en Galicia —dijo, al tiempo que le tendía la carta.
—Es muy franco al referirse a su pobreza: «El castillo se viene abajo, hay grietas por todas partes, el whisky se está acabando. Se necesita una heredera con urgencia».
—Seguro que es una broma. Apuesto a que no existe.
—Sí que existe. —replicó Tomás, inesperadamente— He visto el nombre en un libro sobre títulos de nobleza españoles que compré por si alguna vez tenía clientes aristocráticos. Está en esa mesa. —Leticia le tendió el libro— Aquí está. Don Fernando, lord Mendiola. Vigésimo segundo vizconde del Condado de Mendiola, treinta y tres años; heredó el título a los veintiuno.
—Desde luego que no voy a casarme con él. Puse el anuncio porque estaba enfadada con Aldo, pero ya me he calmado.
—Adiós a los diez millones de dólares —suspiró Tomás.
—No. He resuelto el problema. —anunció Leticia, triunfante— Voy a conseguir un préstamo de un banco.
—Enhorabuena. ¿Por qué no me lo has dicho antes?
—Porque estoy esperando una llamada de confirmación; pero eso es solo una formalidad. Cuando suene el teléfono, tendrás el dinero.
Justo en ese momento sonó su celular. Leticia contestó al tiempo que le guiñaba un ojo a Tomás. Pero luego él vio como desaparecía la sonrisa de la cara de la joven.
—Pero usted me dijo que no habría problemas. ¿Qué tiene que ver Aldo Domenzaín con esto? Sí, ya sé que es mi albacea, pero… ¿emprender acciones legales?
Cuando cortó la comunicación, Tomás ya se había hecho una idea de lo ocurrido.
—Adivino que los tentáculos de Aldo son más largos de lo que pensábamos.
—Se atrevió a amenazarlos con un juicio. Bueno, pero hay otros bancos.
El móvil volvió a sonar.
—Aldo, te advierto…
—Inténtalo otra vez, si quieres perder el tiempo. —se oyó la voz autosatisfecha de su padrino— Y luego dile a Tomás Mora que no te sacará un centavo hasta dentro de tres años. Adiós.
—¡Conque esas tenemos! ¡De acuerdo! Tomás, ¿cómo puedo llegar a Galicia?
Tomás la miró fijamente.
—¿Mañana?
—Hoy.

 

 

Capítulo 7

 

¿Qué demonios estaba haciendo?
¿Por qué su ángel guardián no intervenía para que no hubiera vuelos hasta el día siguiente y de ese modo le concedía una noche para recuperar el sentido común?
Pero seguramente el ángel ese día estaba fuera de servicio porque había un vuelo a las nueve con destino a Madrid.
—No sabes nada de ese lugar. Estarás sola allí, al borde del Mar Cantábrico, con tormentas y cosas por el estilo —Tomás, presa de un tardío ataque de arrepentimiento, intentaba convencerla.
—Deja de alborotar como una gallina vieja y consígueme un hotel en el aeropuerto de Madrid. Si aterrizamos a las tres y media de la madrugada, voy a necesitar una habitación.
Cuando el avión aterrizó y Leticia pudo reposar en una cama confortable, se sintió contenta de su decisión. Tras unas horas de sueño, despertó con una agradable sensación de bienestar. Una ducha seguida de un buen desayuno terminaron de reconfortarla.
Tarareaba una melodía mientras se vestía con la última creación de Tomás: un elegante traje de pantalón confeccionado en un suave mohair verde oliva, con un jersey en tono tostado y una bufanda a juego.
—Supongo que antes debería haber llamado a lord Mendiola. —murmuró mientras acababa de maquillarse— Bueno, lo habría hecho si realmente quisiera casarme con él. ¡Oh, Aldo, las cosas que me obligas a hacer! ¡Todo esto es culpa tuya!
Durante un instante se le pasó por la cabeza volver a casa, pero el día estaba radiante y la esperaba una aventura emocionante. Un rato después, tras haber tomado un vuelo a Santiago de Compostela y alquilado un deportivo rojo descapotable, conducía hacia el Condado de Mendiola.
Tras guiar el vehículo con mucho cuidado, llegó a La Coruña sin incidentes y tomó un refrigerio en un restaurante rústico con vigas de roble. Mientras comía, estudió el mapa. Observó que el castillo se encontraba en una pequeña isla no lejos de la costa. Con toda seguridad había un puente, puesto que la carretera se internaba sobre el agua.
Nuevamente leyó la carta de Mendiola y le encantó el estilo festivo de la redacción.
Cuando reemprendió el trayecto y llegó a campo abierto, empezaba a oscurecer y soplaba un viento frío.
En un momento dado, el mapa la informó de que había llegado al páramo de La Coruña. Muy pronto estaría en la costa. Mientras cruzaba las tierras desamparadas del páramo, el sol desapareció y unas nubes negras comenzaron a deslizarse rápidamente en el cielo. La carretera no estaba iluminada y pronto tuvo que encender los faros. Estaba totalmente sola y empezó a sentir una cierta aflicción. En tomo a ella la tierra se oscurecía cada vez más y el viento soplaba con mucha fuerza. Los faros del coche no iluminaban bien la carretera y la lluvia comenzaba a arreciar. Se detuvo e intentó bajar la capota del coche. Pero estaba bloqueada.
De pronto fue consciente de su escalofriante soledad en ese paraje desolador, sin signos de vida por ninguna parte. No distinguía ninguna luz en los alrededores. Nada. Era como si fuera la única persona viva en el mundo.
—¿Y qué si estoy sola? —clamó al cielo oscuro, sin estrellas. Pero su incurable honestidad la obligó a agregar— Y perdida. Y confusa. Bueno, no debo de estar lejos del condado de Mendiola. Todo lo que necesito es un amable lugareño que me indique cómo seguir.
Desistió de luchar contra la capota y entró en el coche.

 

 

Capítulo 8

 

Al girar en una curva, distinguió el resplandor de una linterna y pronto vio la silueta de un hombre muy alto.
A la luz de los faros pudo observar que llevaba unos pantalones descoloridos y sucios de barro y una chaqueta de cuero que había conocido tiempos mejores. Ahí estaba el lugareño que necesitaba, pero al parecer no era nada amable. Se había plantado en medio del camino y esperaba que ella se detuviera.
Leticia frenó bruscamente murmurando horrendas maldiciones. El coche respondió perezosamente. El espacio entre ella y el hombre disminuyó con una velocidad alarmante.
—¡Quítese de ahí! —chilló, al tiempo que maniobraba enloquecida para no atropellarlo.
Al fin el vehículo se detuvo a unos centímetros del hombre.
Leticia salió del coche y se paró frente a él furiosa y aterrorizada a la vez.
—¿Es que quiere morirse? —chilló— ¿Cómo se le ocurre pararse delante de mí?
—Su deber era detenerse —el hombre respondió a gritos contra el viento.
—Lo intenté, pero no estoy familiarizada con este coche. Lo alquilé esta mañana.
—Y no examinó los malditos frenos.
—Sí que lo hice. Funcionaban perfectamente bien en el aeropuerto.
—Entonces adivino que la empresa sabía muy bien a quién podía alquilar un coche en mal estado.
—Dejaré pasar su grosería, pero me interesa saber por qué se detuvo en medio del camino sabiendo que yo tenía dificultades para frenar. ¿Por qué no se hizo a un lado?
—Eso es lo que normalmente el mundo hace a su paso, ¿no es así? No me moví porque usted podría haber continuado y la carretera está inundada. Puedo considerarla una idiota por conducir hasta aquí en esa cosa que llama coche y con una vestimenta muy inapropiada para estos lugares; pero no quiero que se ahogue por no haberla avisado. A propósito, ¿adónde va?
—¿Y qué le importa a usted?
—Me importa que se vaya de cabeza al mar. Este camino no conduce a ninguna parte.
—Según el mapa es el que me lleva al castillo de Mendiola.
—Bueno, no puede ir allí…
—¿Quién dice que no puedo?
—No está abierto para los turistas —gritó sobre la tormenta.
—No soy turista.
—Sé que nadie la espera allí.
—Sí que me esperan, quizá no esta noche. ¿Por qué tengo que contarle esto a usted? Me voy al castillo de Mendiola.
—¿Cómo? ¿Nadando?
—A través del puente.
—¿Quiere escucharme de una vez por todas? No hay…
—Yo le enseñaré el mapa. Está aquí sobre… ¿Qué hacen estos perros sentados en mi coche?
—¡Fuera! —gritó el hombre y los dos enormes alsacianos obedientemente saltaron del vehículo.
—Sí, eso es lo que haré.
—De acuerdo. Vuélvase por donde ha venido.
—No me dé órdenes. Voy a continuar mi camino y si se para delante de mí, voy a pasar sobre usted —dijo, al tiempo que arrancaba el motor.

 

 

Capítulo 9

 

Leticia pisó el acelerador con el deseo de acabar ese viaje cuanto antes. En ese momento podía ver por dónde iba. Podía vislumbrar las luces de la costa y, mucho más lejos, las pálidas luces de una enorme mole, probablemente el castillo de Mendiola.
Unos kilómetros más adelante, vio que el castillo se encontraba directamente situado al final del puente. Al llegar, la joven intentó detectar las barandillas. Pero de inmediato descubrió que no era un puente sino un arrecife, casi invisible bajo la marea que subía. Con horror comprobó que había dejado la costa atrás, bastante lejos. Las olas golpeaban con fuerza.
No podía dar la vuelta porque no sabía si el arrecife era lo suficientemente amplio como para permitirle girar el vehículo. No tenía más remedio que seguir adelante, lo más rápido posible.
Entre el viento y el agua, cada vez se le hacía más difícil mantener el control del coche. De pronto, una inmensa ola lo alzó del suelo, lo barrió hacia un lado y lo sacó del arrecife. El vehículo cayó al agua. Leticia forcejeó desesperadamente hasta que pudo librarse del cinturón de segundad justo cuando el coche se hundía en el mar.
—¡Aquí! ¡Estoy aquí!— oyó una voz que gritaba a sus espaldas— No está demasiado profundo. Usted es muy alta, podrá hacer pie.
Leticia se volvió con enorme esfuerzo y divisó al hombre de la carretera. Pero otra ola la empujó mar adentro y la hundió en el agua. Luchando con todas sus fuerzas salió a la superficie, casi ahogada. El hombre había desaparecido.
—¡Estoy aquí! —gritó desesperada al sentir que la corriente la arrastraba.
Justo en ese momento, sintió como si un garfio de acero le rodeara la cintura, sujetándola con firmeza.
—¡Ya está, todo va bien! —oyó la voz del hombre.
En ese instante pudo verlo mejor. Antes de zambullirse, él se había quitado la chaqueta y el jersey. A través de la delgada tela de la camisa pudo sentir los poderosos músculos de sus hombros bajo sus manos y la dureza del torso contra su cuerpo.
—Agárrese a mí. No la soltaré hasta que no lleguemos a tierra.
Al fin alcanzaron el arrecife y el hombre apoyó las manos de ella en las piedras al tiempo que le ordenaba que no se moviera. Leticia estaba casi congelada. Cuando hubo trepado, alargó la mano hasta aferrar la de ella y la alzó, pero al llegar al borde Leticia resbaló y otra vez sintió el poderoso brazo que le aferraba la cintura.
—Agárrese a mi cuello —gritó el desconocido.
Ella obedeció y él la alzó hasta depositarla en el suelo.
El corazón de Leticia latía con fuerza a causa del miedo, de la emoción y de la rabia al verse rescatada precisamente por ese hombre tan antipático.
—Suba. —dijo, al tiempo que señalaba su vehículo. Era viejo y destartalado, pero muy sólido, y podía moverse entre las aguas, que subían cada vez más— Siéntese atrás porque tengo unos periódicos y documentos en el asiento delantero.
—¿Con ellos? —Leticia indicó a los dos alsacianos que ocupaban el asiento trasero.
—No les importará.
Los perros le dieron la bienvenida con unos lengüetazos.
—Gracias por rescatarme —dijo ella, con los dientes apretados.
—No habría sido necesario de haber tenido más sentido común.
—Debió haberme avisado que no había un puente.
—Lo intenté, pero no me quiso escuchar. Es solo un arrecife de piedra, casi a nivel del agua cuando la marea está baja.
—¿Va al castillo?
—Así es.
—¿Conoce a Fernando Mendiola?
Él le lanzó una rápida mirada sobre el hombro antes de volver su atención al camino.
—¿Ha venido a verlo a él?
—Sí, y ojala no lo hubiera hecho. No era mi intención aparecer por aquí de esta manera.
—Viene de lejos, ¿no es así?
—Soy mexicana.
—Una distancia muy grande para ver a un hombre que no la espera. ¿Qué asuntos tiene con él? ¿Para qué quiere verlo?

 

 

Capítulo 10

 

La familiaridad de ese desconocido irritó a Leticia.
—Pienso casarme con él.
El pesado silencio que se produjo fue muy satisfactorio para Leticia. Era agradable haber encontrado algo que lo dejara callado.
—¿No le importaría repetir lo que ha dicho? —preguntó el hombre, al fin.
—Es una larga historia. Lo que acabo de decirle es confidencial.
—Lógico, no quiere que se anuncie el compromiso prematuramente.
—Así es. Por lo demás, primero hay que establecer… ciertos acuerdos —declaró, con delicadeza.
—Entonces ya le ha propuesto matrimonio. ¿Y él aceptó?
—Yo no he dicho eso. Y no voy a discutir el asunto con usted.
—No, sería mejor que lo hablara con él. Después de todo, es posible que la rechace.
—No puede darse ese lujo —Leticia no fue capaz de frenar la lengua y se arrepintió al instante.
—Dejemos el tema por el momento —dijo él, en tono autoritario.
Para alivio de Leticia, casi habían llegado ante la inmensa y oscura mole del castillo. El vehículo subía con dificultad un empinado camino que terminaba en una gran puerta de madera maciza, que se abrió de inmediato dando paso a una mujer de edad.
—¡Irmita! ¿Quiere hacerse cargo de esta dama antes de que muera congelada? —llamó a gritos.
Leticia salió del vehículo, rígida de frío, y se aproximó con agrado hacia la luz y el calor que le daban la bienvenida.
—Entre —dijo la mujer, antes de cerrar la puerta tras ella.
Para desazón de Leticia, hacía tanto frío dentro como fuera del castillo.
—Necesita calor. —dijo Irmita— Y también quitarse esa ropa mojada.
Acto seguido, la hizo entrar en una sala rodeada de anaqueles con libros, donde había una chimenea con el fuego encendido. Temblando de frío, Leticia se acercó al bendito círculo de calor. Se quedó con las manos extendidas hacia al fuego hasta que Irmita volvió con un albornoz y unas toallas.
—Rápido, antes de que agarre una pulmonía —la urgió.
Mientras Leticia se desvestía y se secaba vigorosamente con la toalla, Irmita calentaba la prenda.
— ¿Qué diablos la hizo venir hasta aquí y a esta hora con semejante tormenta?
A Leticia le castañeteaban los dientes.
—Pensaba casarme con lord Mendiola —dijo, al tiempo que se ponía el albornoz, que le quedaba demasiado holgado.
—¿Qué dice? —exclamó la anciana, asombrada— Él nunca nos ha dicho que piense casarse.
—Quizá decidió que era un asunto privado.
—No para él. Hay mucha gente que depende de lord Mendiola. Todos nos alegraríamos si pudiera encontrar un cofre de oro, —dijo, al tiempo que le lanzaba una mirada como un dardo— ¿No será usted ese cofre de oro, por casualidad?
Leticia dejó escapar una risita. Le gustaba la franqueza de la anciana.
—Podría ser. Pero no cuente con el matrimonio. Empiezo a considerar que ha sido otra de mis ideas locas.
—Voy a llevar todo esto a secar. Quédese junto al fuego hasta que le prepare su habitación —ordenó, al tiempo que examinaba con ojo certero las lujosas prendas.

 

 

Capítulo 11

 

Al quedarse sola, Leticia paseó la mirada por la estancia. Allí hubo tiempos de grandeza que lentamente habían dado paso al deterioro. Todo se veía raído, en mal estado.
—Está claro que me necesita. Quizá podríamos llegar a un acuerdo. Si no hubiera llegado de esta manera… —murmuró.
Cuando la puerta se abrió, rápidamente alzó la vista. Era su salvador, que se había cambiado de ropa. Leticia observó que el pelo, casi seco, era castaño oscuro y estaba mal cuidado. Lo seguían los dos perros, que se aproximaron de inmediato a Leticia.
—Buenas noches. —dijo, con la mayor dignidad posible mientras con una mano se defendía de los perros y con la otra sujetaba el albornoz— Usted sabe quién soy, pero…
—Soy Fernando Mendiola.
—¿Usted? ¿Lord Mendiola? ¡No puede ser!
—¿Por qué no puede ser? ¿Con quién cree que hablaba abajo, en el camino? ¿Con el mayordomo?
—No. —replicó con dignidad— Nunca pensé que usted pudiera ser lord Mendiola porque su imagen no coincide con el estilo de su carta.
—¿Qué carta?
—La carta de respuesta a mi anuncio.
—¿Anuncio?
—¡Mire! Sé que el anuncio era una tontería, lo admito; pero no niegue que usted lo respondió. Ahora que he visto este lugar puedo comprender por qué.
—Espere un minuto. —dijo, al tiempo que la observaba con más detenimiento— ¿Es usted la mujer que buscaba un cazadotes?
—Sí. —admitió, a la defensiva— Pude haber redactado mejor la carta, pero…
—¿Y usted cree que soy la respuesta a sus oraciones?
—No, solo la respuesta a mi anuncio.
—Entonces, ¿por qué se molesta por mí?
—Porque usted me escribió.
—Nunca le he escrito.
Ella alcanzó el bolso que afortunadamente había salvado del agua. Luego sacó la carta y se la tendió. Mientras él la leía, ella observó que la incredulidad daba paso a la ira.
—Lo mataré. —dijo Fernando, al fin— Me encargaré personalmente de retorcerle el cuello.
—¿A quién?
—A Omar Carvajal.
Una mano helada empezó a estrujar el estómago de Leticia.
—¿Intenta decir que otra persona escribió en su nombre? No lo creo. Nadie haría una cosa tan estúpida.
—Es que no conoce a Omar. No hay nada que ese idiota no pueda hacer. Le dije que no quería saber nada del asunto… o de usted —dijo amargamente.
—Para un hombre que necesita dinero con tanta urgencia, se muestra muy despótico.
—Mi necesidad de dinero es solo asunto mío, eso se lo aseguro. No creo una palabra de esta insensatez. Usted es periodista, ¿no es así? Le advierto que no me sacará una historia. Usted no me gusta. No la quiero aquí, y cuanto antes se marche, mejor para mí.

 

 

Capítulo 12

 

—¿Periodista? ¿Yo? —replicó con tanta fiereza que él se amedrentó— Mi nombre es Leticia Padilla —declaró enfáticamente.
—¿Y qué?
—Mi padre era Erasmo Padilla, magnate del acero.
—¿Y la riqueza del padre justifica que la hija actué con menos cerebro que una gallina?
—¡Sí!
—De acuerdo, supongamos que la creo. No digo que sea así, pero supongamos. ¿Por qué buscar marido de esta manera? Creía que el mundo estaba lleno de cazadotes, así que no había necesidad de poner un anuncio. Además usted no está tan mal. De acuerdo, usted está pasable… para un hombre al que le gusten las morenas. —corrigió al notar la mirada fulminante de Leticia— A mí no me gustan. Y aunque así fuera, usted sería la última persona a la que pondría los ojos encima.
—No le estoy proponiendo una contienda amorosa —dijo ella, airada.
—Afortunadamente para ambos.
—Solo hablo de negocios serios. Por nada del mundo me casaría con un hombre que tiene el encanto de un cepillo para fregar el suelo. De todos modos lo necesito, tanto como usted me necesita a mí, al parecer.
—¡Yo no la necesito, señora!
—Déjeme terminar. Conforme al testamento de mi padre, no podré acceder a mi dinero hasta que no cumpla los veintisiete años; y tengo veinticuatro. A menos que me case. Ese mismo día el dinero pasará a mí poder. Mientras tanto, estoy en la estacada. Me faltan tres años.
—Parece que la conocía muy bien. Si usted fuera mi hija la haría esperar hasta los cincuenta, e incluso entonces dudaría de su sentido común. Tiene pájaros en la cabeza. Cuando recibió la respuesta, ¿no pudo llamar por teléfono? ¿O encontrar otra manera de verificar la situación? ¡Oh, no! Salta al primer avión que encuentra y viene a un lugar que desconoce por completo para arrojarse a los brazos de un hombre absolutamente desconocido.
—No tengo la menor intención de arrojarme en sus brazos, ni en los de nadie. —replicó Leticia, con dificultad— Lo que está en oferta es mi dinero, a cambio de utilizar su nombre. Solo eso. Nada más, porque usted no me atrae. En cuanto a no saber nada de usted, pensé que sabía algo. El hombre que escribió esta carta es encantador. Y, como puedo comprobar, eso lo deja a usted fuera del juego.
—Nunca nadie ha dicho que yo sea encantador. —convino Fernando— Ha sido muy útil para mantenerme alejado de las mujeres tontas.
—Yo no pensaría que mi oferta es tonta. Ayudaría a reparar las grietas de la casa. ¿Tiene otro modo de hacerlo?
—Eso a usted no le importa —respondió, en un tono peligroso.

 

 

Capítulo 13

 

Leticia no respondió de inmediato. Era típico de su carácter que, en lo más álgido de la pelea, desapareciera el malhumor y empezara a considerar el aspecto divertido de la situación.
—Por favor, no se ponga nervioso. No pienso atentar contra su virtud. —dijo, con dulzura— Volvamos a lo esencial: necesito su nombre y usted necesita mi dinero.
—Lo que yo necesito es su ausencia. —replicó, con los dientes apretados— Preferiría que se fuera de inmediato, pero tendré que esperar hasta mañana.
—¿Y cómo puedo marcharme? ¿En un coche hundido en el agua?
—Lo sacaremos cuando baje la marea —dijo, de pronto muy interesado en el contenido del escritorio.
—Cuando disponga del coche ya veré lo que hago. Y, ¿no podría tener la decencia de mirarme cuando le hablo?
—Precisamente es por la decencia que no la miro —rezongó, con la mirada en otra parte.
Leticia bajó la vista y descubrió que el cinturón se le había desatado dejando al descubierto su cuerpo desnudo. Rápidamente volvió a atarlo.
—Lo siento.
—Mañana se marcha. Y que le sirva de lección por actuar sin pensar. —Fernando continuó como si no la hubiera oído, evitando mirarla— Cuanto antes acabe esta insensatez, mejor será. Irmita la conducirá a su habitación y luego le subirá algo de cena.
—¿Eso quiere decir que no me invita a cenar con usted?
—¿Y con qué ropa?
—¿No hay otra ropa que me pueda prestar?
—Ya tiene mi albornoz. ¿Qué más puedo ofrecerle? Mire, intento ser educado con usted. Pero todavía pienso que aquí hay gato encerrado.
Leticia se echó a reír.
—Está claro que no me invitará a cenar.
El inesperado buen humor de la joven lo desconcertó, pero de inmediato se recuperó.
—No confío en usted y no deseo seguir hablando más. Irmita, ya puede entrar. —llamó en voz alta. La puerta se abrió al instante— Lleve a la señorita Padilla a la Habitación Verde. Asegúrese de que esté abrigada y bien alimentada.
—Como si fuera un caballo —observó Leticia.
Sin responder, Fernando se retiró de la estancia.
—Le mostraré su dormitorio— dijo Irmita.

 

 

Capítulo 14

 

Mientras avanzaban por un corredor, Leticia se fijó en los muros de piedra cubiertos con escudos y armas, cuadros de batallas y armaduras.
—Mañana le mostraré todo esto —prometió Irmita, al tiempo que la conducía hasta una amplia escalera curvada.
—Mañana él me echará —informó Leticia alegremente.
—¿Y usted se lo va a permitir?
—Desde luego que no.
De nuevo cruzaban un corredor escasamente iluminado. De pronto, Leticia se detuvo ante un panel incrustado en el muro con una inscripción que leyó con dificultad:

SURGIDA DE LAS AGUAS
EN MEDIO DE LA TORMENTA
APARECIÓ UNA NOCHE
LA HIJA DE UN RICO CABALLERO.
A DESPOSARSE CON EL SEÑOR VENÍA
LA GENTIL DONCELLA DE OJOS COMO EL JADE,
Y CABELLOS COMO EL ÉBANO.


Instintivamente, Leticia se llevó la mano al pelo, inmóvil en la penumbra, atenta al ulular del viento en torno al castillo.
—¿Cuándo escribieron esto? —preguntó, con voz trémula.
—Fue escrito hace cientos de años. Cuando el quinto vizconde Mendiola se casó con una joven heredera francesa.
Más tarde Irmita abrió la puerta de un amplio aposento. Las altas ventanas estaban protegidas con pesadas cortinas de brocado rojo y en el centro de la habitación había una cama con un dosel también rojo.
—Una verdadera cama antigua. —exclamó Leticia— Pensé que las cortinas serían verdes. Después de todo se llama la Habitación Verde.
—Probablemente las cortinas anteriores eran verdes —comentó Irmita vagamente.
Luego salió de la habitación y al cabo de un rato volvió con una bandeja con comida y un camisón de franela gruesa.
—Es mío. Con esto se le pasará el frío.
La cena caliente y el vino le sentaron muy bien y al cabo de un tiempo el cansancio se apoderó de ella. Descorrió las cortinas de la cama con un placer anticipado, pero al acomodarse en el lecho sintió la dureza del colchón, como si estuviera relleno con nabos.
«Seguramente envían aquí a los huéspedes indeseables, para que no vuelvan nunca más», pensó antes de caer en un profundo sueño.

 

 

Capítulo 15

 

Leticia despertó en la penumbra. Entonces saltó de la cama, descorrió las cortinas de la ventana y la luz del sol entró a raudales.
La tormenta había pasado y ante sus ojos se extendía la gloria de una primaveral mañana española. Su habitación miraba hacia el campo y al fondo se distinguía el arrecife, una cinta apenas visible bajo varios metros de agua. A su izquierda había un pequeño pueblo con un puerto donde varias embarcaciones se mecían en el agua. Más allá del arrecife, pudo observar la carretera por la que había pasado la noche anterior, que conducía al interior, hacia los brezales.
Leticia salió a la pequeña terraza y de pronto se quedó quieta, con la respiración contenida, como si esperara que ocurriera algo. Una sensación de paz se apoderó de ella mientras se entregaba a la bendita quietud, plena de sonidos armoniosos, como el vaivén de las olas y el grito de las aves marinas. Sobre su cabeza se extendía el cielo de un azul profundo, salpicado de pequeñas nubes blancas.
Con una sonrisa, alzó la cara al sol para sentir su tibieza en la piel. Más tarde se duchó en el anticuado cuarto de baño, acompañada del ronco ruido de las tuberías. Cuando salió del baño, Irmita entraba con su traje cuidadosamente planchado y una taza de café.
—Cuando esté lista baje a desayunar a la Habitación Matinal, una puerta más allá de la Biblioteca. —indicó, al tiempo que contemplaba la figura de Leticia— Pobrecita, pero si parece una muerta de hambre. No importa, yo la voy a alimentar.
Más tarde, Leticia abrió cuidadosamente la puerta de la habitación indicada y miró en su interior. Al principio pensó que no había nadie.
—Hola, ¿está inspeccionando sus dominios?
Junto a la ventana había un joven muy esbelto, de mediana estatura. Su voz era ligera y tenía unos sonrientes ojos azules que la contemplaban burlones.
—¿Qué le hace pensar…? —alcanzó a exclamar— Omar. Usted es Omar Carvajal. —dijo, al tiempo que se acercaba a la ventana— Será mejor que salga de aquí antes de que lord Mendiola lo asesine… o lo haga yo. ¿Cómo se atrevió a escribirme esa carta?
—Tuve que hacerlo. Solo quería sacar de apuros a mi amigo. Necesita dinero desesperadamente y usted lo tiene. Es muy simple.
—Excepto por el hecho de que apenas vernos sentimos una mutua antipatía. Nunca pensó en eso, ¿verdad?
—Sé que no es un hombre fácil, pero no pensé que usted vendría sin avisar. No me dio tiempo a prepararlo para que ambos simpatizaran.
—Ni un mago lo habría conseguido. Fue un desastre.
—Ya lo sé. Fernando me llamó esta mañana. Quiere mi cabeza.
—Y yo también.
—Pero hay una diferencia. Con usted me ofrezco voluntariamente —comentó, con los ojos chispeantes.
—Deje de intentar encantarme. No funcionará.
Pero mentía. Y Omar también lo sabía.

 

 

Capítulo 16

 

—Estaba tan furioso que me sorprende que haya esperado hasta esta mañana —comentó Leticia.
—No lo hizo. —dijo Omar— Me llamó anoche, pero yo no estaba; así que dejó un mensaje fulminante. Volvió a llamar temprano esta mañana y me ordenó que me presentara cuanto antes. Marcia insistió en acompañarme. Le advierto que va tras Fernando. Tiene los ojos puestos en él.
—¿Quiere decir que está enamorada de él? En ese caso sería mejor dar marcha atrás.
—Olvídelo. Marcia y Fernando prácticamente se han criado juntos, y si él hubiera querido casarse con ella ya lo habría hecho. Lo que verdaderamente los une son los caballos. A Fernando le encanta cabalgar y ella tiene un criadero donde entrena algunos. El problema es que ella presta mucha importancia al linaje, tanto de las personas como de los caballos. Los Carvajal somos de buena familia.
—Me alegro de que me lo diga —dijo, divertida.
—Bueno, oficialmente soy honorable. Anteriormente los Carvajal se han casado con los Mendiola, y Marcia piensa que nadie más tiene derecho sobre Fernando. ¿Pero, amor? De ninguna manera. En todo caso esté alerta, por si intenta envenenarle el té.
—Si no lo hace él primero.
—¿Es posible que llegue a simpatizar con él?
—Ni aunque viviera cien años.
—Es gracioso. Él dijo lo mismo sobre usted.
—No sé ni siquiera por qué hablo con usted. —dijo, exasperada— Si me hubiera ahogado habría sido culpa suya.
—Pero no se ahogó. El destino ha hecho que viniera hasta nosotros para casarse con Fernando y salvar este lugar de la ruina con su dinero. A propósito, usted es muy rica, ¿no es así?
—Así es.
—Ya lo sabía. Algo he investigado. Usted es la hija de Erasmo Padilla, ¿verdad? Acero y esas cosas.
—Pero él cree que soy periodista.
—Ya no. Se lo he aclarado. Fernando necesita una gran cantidad de dinero. Y con suma urgencia.
—Pero si rechaza el mío, no iremos muy lejos. Y usted todavía tiene que convencerme de que vale la pena perder cinco minutos de mi vida en un hombre para quien soy tan antipática. Como él lo es para mí.
—Tiene razón. —convino solemnemente— Siempre deberían plantearse los problemas desde la partida. Entonces tendremos que pasar a la fase dos, que consiste en solucionarlos.
—No se haga ilusiones, Omar. Apenas localicen mi coche y haya recuperado mis cosas, voy a…
Había intentado decir «voy a marcharme», pero estaba apoyada en las puertaventanas con el sol en la cara, y las palabras murieron en sus labios. Todas las sensaciones que la habían asaltado en la terraza de su habitación retornaron con mayor intensidad. Salió al jardín como un autómata. Inundada de aquella bendita sensación de paz se internó por un sendero. De vez en cuando se detenía a contemplar los árboles florecidos. Omar trotaba tras ella, vigilante.
—Este jardín debería estar mejor cuidado. Pero es un enorme trabajo. Sin embargo, tengo algunos planes —comentó.
—¿Usted es el jardinero?
—Algo hago, como parte de pago por el alquiler. Vivo en una de las casas rurales de Fernando, en los brezales. Soy pintor de oficio. Pero me ocupo del jardín para ahorrarle un jardinero.
—¿Y a él no le importa que no le pague el alquiler?
—No. Somos amigos desde el colegio. Probablemente lo conozco mejor que nadie.
—¿Y usted cree que podría simpatizar con una desconocida como yo?
—No inmediatamente. Es un hombre muy orgulloso. Pero si usted… ah, olvídelo. Usted lo estropeó todo; pero la perdono.
—¿Yo? ¿Sabe que es impresionantemente descarado?
—Soy famoso por eso.

 

 

Capítulo 17

 

Disputando amigablemente mientras paseaban, Omar le enseñó el resto del jardín. Era imposible enfadarse en serio con él y además la alegre mañana primaveral la alejaba del malhumor. Entre otras cosas, Leticia le habló de sus continuas discusiones con Aldo Domenzaín. Omar la escuchaba muy entretenido.
—Me gustaría que fueras lady Mendiola —dijo cuando ella terminó de hablar.
—¿Para ahorrarte el pago del alquiler? —rio Leticia.
—Exactamente. —respondió sin la menor vergüenza— No te apresures en marcharte. Danos una oportunidad. Es posible que lleguemos a gustarte. Y este lugar es hermoso.
—Sí que lo es. —dijo ella lentamente— Pero olvidas que mi novio está a punto de despedirme.
—Pero eso le llevará un tiempo. No puedes marcharte hasta que rescaten el coche. Y ahora vamos a desayunar.
Cuando se aproximaban a la casa, Leticia vio que Fernando los esperaba en la entrada y sintió un leve estremecimiento.

Al verlo tan inesperadamente, sin tener tiempo de sacar a relucir sus prejuicios, se dio cuenta de que, después de todo, había algo en él que hablaba a su favor. No era su estatura, ni sus amplios hombros. Tampoco su orgullosa cabeza o su aire de autoridad, ni el modo en que la miraba, como un hombre que contenía su deseo de admirarla. No era ninguna de esas cosas, pero eran todas a la vez. Había algo especial en él que lo habría hecho resaltar entre un grupo de hombres. Si se hubieran conocido en otras circunstancias estaba segura de que lo habría encontrado muy interesante.
—Señorita Padilla, espero que haya dormido bien —dijo, con formal cortesía.
—Muy bien. Gracias. —respondió ella. No era la ocasión de mencionar los nabos del colchón.
—Debo decir que su aspecto mejora mucho con ese traje, si lo comparamos con el que llevaba anoche.
—Se refiere a su albornoz, ¿verdad?
—Desde luego. Me temo que le quedaba demasiado grande.
El recuerdo de su fugaz desnudez surgió entre ellos.
En se momento apareció una mujer de porte aristocrático. Fernando se apresuró a presentarla como Marcia Carvajal. Leticia supuso que tendría casi treinta años. Era una rubia de ojos verdes y, sin ser hermosa, sus facciones eran finas y agradables. Omar había dicho que tenía puestos los ojos en Fernando y de hecho así era porque miró a Leticia con abierto desagrado. Sin embargo, la saludó con amable cortesía.
Marcia presidió el desayuno sentada junto a Fernando, asumiendo el papel de dueña de casa. A Leticia le pareció tremendamente gracioso verse tratada como una visita casual. Si hubiera sido una persona que se intimidaba fácilmente habría sucumbido de inmediato, pero tenía un carácter tan decidido como el de Marcia.
Tampoco dejó de observar que Fernando estaba inquieto. No lograba entender por qué no se comportaba con el aplomo que lo caracterizaba. Durante el desayuno le hizo una observación agradable, y él respondió con amabilidad, pero no la secundó en ese terreno. La verdad era que Fernando apelaba a todo su autocontrol para fingir indiferencia.
Antes de hablar con Omar, estaba preparado para tratarla de un modo moderadamente amistoso. Luego la ayudaría a rescatar el coche y se despediría de ella sin rencores. Pero lo había impresionado saber que esa mujer era tan rica como aseguraba. Si se comportaba amistosamente, ella iba a pensar que era un cazadotes que le sonreía pensando en su dinero. La había observado cuando estaba con Omar en el jardín. Había en ella algo magnífico. Y pensar que le había dicho que era pasablemente bonita.

 

 

Capítulo 18

 

Fernando pensó que nunca habría paz con esa mujer rondando a su alrededor. Ningún hombre en sus cabales querría que le trastornara la vida. Pero Leticia era espléndida, como el fuego. Y así de peligrosa.
Había intentado olvidar la visión de su desnudez, pero en ese momento abandonó su virtud y se entregó al placentero recuerdo. ¿Cómo podría una mujer ser tan esbelta y a la vez tan hermosamente redondeada? Sus muslos largos y elegantes, delicadas caderas y una cintura tan estrecha que podría rodearla con las manos.
—¿Quieres más tostadas, Fernando? —preguntó Marcia.
—No. —respondió apresuradamente— No, gracias.
Marcia llevaba la conversación magistralmente. Hizo que Leticia hablara acerca de ella y de su familia.
Cuando el desayuno estaba a punto de finalizar, Marcia jugó su baza triunfal.
—Señorita Padilla, todos le debemos una excusa. Lo que mi hermano hizo fue vergonzoso. Ambos lo sentimos así, ¿verdad, Fernando?
—Vergonzoso —repitió Fernando.
Leticia no pudo resistirlo.
—¿De veras? —preguntó, con gran inocencia— ¿Qué hizo?
—Bueno… ¿es que no lo sabe? —tartamudeó Marcia, confundida.
—Desde luego que lo sabe. —sonrió Omar— Todo está bien, hermana. Hemos hecho las paces. Leticia es una dama indulgente.
Marcia se había recuperado un tanto.
—Espero que así sea. —dijo, con la mirada clavada en Leticia— Debe de estar muy enfadada por haber venido a perder el tiempo.
—¿Quién dice que pierdo el tiempo? Nunca antes había estado en esta región y pienso disfrutar visitando los alrededores.
—Tenemos que recuperar el coche —observó Omar.
—Y luego habrá que darle explicaciones a la empresa de alquiler. Probablemente harán un comentario sobre las mujeres tontas, pero tendré que soportarlo.
Leticia miraba directamente a Fernando y repentinamente él sonrió. Era una sonrisa juvenil, contagiosa, como si la invitara a compartir su regocijo. Aquella sonrisa era el reflejo de lo que podría haber sido si las responsabilidades no lo hubieran convertido en un hombre prematuramente serio.
Marcia volvió a hacerse cargo de la situación.
—Bueno, todos le estamos muy agradecidos por su indulgencia. No debe de haber sido una acogida placentera para usted, pero me temo que ha infringido el lema familiar de los Mendiola: «Que tiemblen los invasores».
—¿Eso es lo que soy? —preguntó Leticia, divertida— ¿Yo? En ese caso debería trasladarme a un hotel.
Era un farol. Antes se congelaría el infierno que marcharse de un lugar que se volvía cada vez más interesante. Todavía miraba a Fernando con la sensación de que algo cantaba en su interior. Con un esfuerzo, Fernando se recuperó.
—Espero que acepte mi hospitalidad todo el tiempo que sea necesario.
—¡Qué amabilidad de su parte! Y tan inesperada. Espero no molestarlo.
—En absoluto —aseguró Fernando.
Leticia sabía que él había captado su juego, pero era demasiado caballeroso para hacerlo notar. Con anticuada cortesía, Fernando se puso en pie cuando ella se levantó de la mesa. Y habría jurado ver en sus ojos una mirada de aprecio. A pesar de sí mismo.

 

 

Capítulo 19

 

Omar resultó ser un compañero encantador. La llevó hasta la costa en su pequeña lancha de motor y luego la condujo al lugar donde había estacionado su coche.
No hubo ninguna dificultad en localizar el vehículo de Leticia. Todo el mundo sabía que al bajar la marea había aparecido un deportivo rojo, atrapado entre las rocas, que luego las aguas habían vuelto a cubrir. Tampoco fue difícil localizar una empresa que se comprometió a rescatarlo cuando bajara la marea.
—Toda mi ropa está bajo el agua —suspiró Leticia.
Entonces fueron a La Coruña por la costa y pasaron el resto de la tarde en las tiendas de la localidad.
—En México este vestido costaría diez veces más caro. —dijo, al tiempo que se paseaba frente a Omar con un vestido de lana rojo oscuro— Me encanta.
Había decidido comprar solo lo esencial hasta volver a ponerse en manos de Tomás, pero salió de las tiendas cargada de paquetes. Más tarde, tras avisar a Irmita de que no iría a cenar, Omar la llevó a un restaurante donde mantuvieron una larga charla.
En la noche, él la llevó en la lancha, la ayudó con los paquetes hasta la puerta, la besó en la mejilla y se marchó silbando. Irmita le dijo que había dejado un refrigerio en la biblioteca.
Las luces estaban apagadas. La estancia se iluminaba solo con una lámpara de mesa y el fuego de la chimenea. Leticia se sentó junto al fuego.
Ahí la encontró Fernando cuando entró seguido por los perros. Puso una botella de vino y dos copas en una mesa baja y se arrodilló a arreglar los leños en la chimenea. Con sus pantalones gastados, la camisa abierta en la garganta, parecía brillar con el reflejo del fuego. Un hombre de campo saludable y vibrante, acostumbrado a pasar el día a la intemperie.
—¿Encontraron el coche? —preguntó, al tiempo que llenaba las copas.
—Sí, pero está atrapado en unas rocas, así que será difícil sacarlo. Lo harán mañana. También fui de tiendas a comprar ropa nueva. Me sentiré feliz cuando pueda cambiarme este traje.
—Debe de ser difícil pasar dos días seguidos con el mismo vestido —comentó, irónico.
—¡Oh, déjelo! Ya tuvimos nuestra pelea la noche pasada. Deje de tratarme como a un enemigo que tiene que combatir. —pidió ella. «No un enemigo, pero sí un peligro», pensó Fernando— Mire, lo siento. Todo fue culpa mía. Bueno, en parte culpa de Omar también. Supongo que no debí haber venido sin darle tiempo a hacerse a la idea.
—Puedo enfrentarme a cualquier dificultad.

 

 

Capítulo 20

 

Leticia destapó las fuentes, que contenían pollo, ensalada y un dulce pan de bizcocho. Al instante los perros le prestaron toda su atención.
—¿Cómo se llaman?
—Rusty y Jacko. Son una peste. No sé por qué los tengo conmigo.
—Porque está loco por ellos.
—Sí, debe de ser por eso.
Rusty la vigilaba atentamente. De pronto se abalanzó sobre el plato y le arrebató el trozo de pollo antes de que ella pudiera detenerlo.
—No, perro malo. Devuélvemelo.
Como el perro no estaba dispuesto a hacerlo, ella le metió los dedos en el hocico y le sacó el trozo.
—Tiene suerte. Son los perros más tranquilos del mundo, pero incluso yo no me atrevería a meterles la mano en el hocico cuando están comiendo.
—Supongo que fue una estupidez, pero una vez vi cómo se ahogaba un perro a causa de los huesos de un trozo de pollo. Es algo que no quiero volver a ver.
—¿Cuándo fue eso?
—Cuando era pequeña. Tenía un cocker spaniel llamado Potts y estaba loca por él. Como nunca nadie me lo había advertido, le di un trozo de pollo. Murió en mis brazos, casi en el acto.
—¿Y qué hicieron sus padres?
—Mi mamá ya había fallecido.
—¿Y su padre?
—Bueno, papá era un hombre muy ocupado. Siempre andaba de viaje. Pero esa vez estaba en casa. Cuando me vio llorar, dijo: «Papá te comprará otro perro». Pero yo me llevé un berrinche porque nunca habría otro perro como Potts y él no lo entendía. Pasara lo que pasara, él pensaba que siempre se podía «volver a comprar» aquello que habías perdido.
Leticia se volvió a los perros y los acarició con ternura.
—¡Estúpidas criaturas! El pelaje se les está volviendo gris. ¿Cuántos años tienen?
—Diez —contestó Fernando, al tiempo que volvía a llenarle la copa.
—¿Y no han tenido cachorros para que un día puedan reemplazarlos?
Él se encogió de hombros.
—Como acaba de decir, algunos perros no pueden ser reemplazados.
Se produjo un silencio que ninguno de los dos intentó romper mientras bebían de sus copas. Fernando contempló la larga y oscura cabellera de la joven y tuvo que admitir que era muy hermosa. «A desposarse con el señor venía la gentil doncella de ojos como el jade, y cabellos como el ébano».
Intentó apartar sus pensamientos de la leyenda y de la inscripción en la piedra. Pero era difícil, ya que Irmita hacía lo imposible por recordársela.
Y no solo Irmita. De algún modo las noticias se habían esparcido por doquier. Esa mañana, por dondequiera que iba había sentido la mirada ansiosa e interrogativa de sus inquilinos y empleados.
En ese momento, Leticia contemplaba el retrato sobre la chimenea.
—¿Quién es?
—Mi abuelo. Era general del ejército y aterrorizaba a su tropa.
—Apostaría a que era un demonio con las mujeres. Se puede apreciar en sus ojos.
Fernando iba a protestar cuando recordó la observación de Omar. Tuvo que concordar con él en que el general la habría echado del castillo no sin antes tumbarla en un pajar. Fernando deseó no haber pensado en eso porque si había una mujer hecha para retozar con ella, esa era Leticia Padilla.
Sin embargo, a diferencia de sus antepasados, el actual lord poseía una innata reserva y cautela que lo hacían renunciar a las oportunidades que se le ofrecían. Debido a su poderosa vitalidad masculina, las mujeres lo miraban con interés.
Aunque había heredado la intensidad de la mirada de su abuelo, nunca había bajado la guardia. Nunca se lo había permitido.
Y menos podría hacerlo con la mujer sentada junto a él.
Durante un instante sintió algo parecido al arrepentimiento, pero lo acalló. Tenía que ser prudente.

 

 

Capítulo 21

 

Tras estirarse con un bostezo, Leticia se reclinó en el sillón.
—¿Marcia no está aquí? —preguntó inocentemente.
—No, se fue temprano a su casa.
—Qué alivio. —murmuró— Le tengo miedo.
Fernando se rio.
—Considero que usted puede cuidar muy bien de sí misma.
—Pienso que sí.
—Marcia es una vieja amiga muy protectora del condado y todo lo que le atañe. Me temo que la mira como a una invasora.
—No más que usted.
Él hizo un gesto de aflicción.
—Olvidemos eso. Aunque no lo crea, el condado de Mendiola también tiene una tradición de hospitalidad.
—Siempre y cuando se pueda diferenciar a los invitados de los invasores.
—Eso puede ser un problema. Mendiola fue construido para protegerse de los invasores. Es uno de los muchos castillos de la costa norte.
—¿Y por qué en el mar?
—No siempre fue así. En aquellos tiempos esta isla formaba parte de la tierra firme que se ha erosionado con el tiempo.
—Tendría que fortalecer el arrecife antes de que desaparezca también —comentó Leticia, pensativamente.
—Sí —respondió Fernando, en un tono repentinamente distante.
Al principio ella lo miró extrañada, luego se iluminó.
—¿Otra vez me he convertido en una invasora?
—Lo siento.
—Bueno, tampoco fue una invasión, ya que tuvo que sacarme del agua. Vine a revolucionar el castillo y tuve que ser rescatada como una rata medio ahogada. —comentó entre risas. Él la miraba fascinado. Había un halo luminoso en ella que parecía inundar la habitación, más cálido que el fuego de la chimenea— Quizá debería haberme abandonado en el mar. Entonces se habría sentido seguro —añadió.
—Lo dudo. Su fantasma habría salido de su sepulcro acuático para rondar por el castillo.
—Es probable. De todos modos correré el riesgo de que me rechace otra vez, pero dígame: ¿no hay organizaciones que puedan ayudarlo a fin de preservar la heredad?
—Sí, pero la cantidad de dinero que se necesita sobrepasa sus posibilidades. —explicó, y luego hizo un gesto como para dejar de lado el tema— Espero que haya pasado un buen día con Omar.
—Claro que sí, es genial. Me llevó a comer a un pequeño restaurante cerca de las ruinas de la abadía y me indicó el lugar donde Cervantes escribió su Quijote.
—Eso es solo una ficción. Nunca ocurrió en realidad. ¿Le contó Omar todos mis secretos o dejó alguno para mí? —preguntó, en tono distante.
«Nada de lo que sucede es culpa de Fernando», Omar había confiado a Leticia. «Su padre y su abuelo malgastaron el dinero y le legaron el problema. Pero él no puede reparar el daño. Es demasiado grande para un hombre solo. Sin embargo, no dirá una palabra en contra de ellos, aunque se muera».
Naturalmente Leticia no iba a repetir nada de lo dicho.

 

 

Capítulo 22

 

—Me dijo que usted se encontraba en apuros. —dijo Leticia, con cautela— Pero eso yo ya lo sabía. ¿Cuánto costaría reparar este lugar e instalar la calefacción central?
—¡Solo Dios lo sabe! Nunca he sacado las cuentas. Aunque la heredad no abarca solo el castillo: se extiende por las tierras del interior. El castillo es solo uno de los problemas. Hay agricultores que son mis inquilinos y que necesitan ayuda. Tengo muchos proyectos que podrían ayudarlos si tuviera la posibilidad de realizarlos.
—Al parecer soy su mejor esperanza. ¿Por qué se opone a mi proposición con tanta tenacidad?
—Porque usted es una invasora. —soltó, antes de poder detenerse— Lo siento, he sido un grosero.
—Ha sido sincero. No se preocupe.
—Le daré otra razón. Usted vive en un mundo de ensueños. No tiene idea de lo que esto podría costar.
Ella se encogió de hombros.
—Supongo que unos cuantos millones de euros.
—¿Y puede permitírselo?
—Sí, cuando me case.
—Y suponga que se queda sin dinero después de haber pagado mi «precio».
—Sé lo que poseo y es suficiente como para hacerme cargo de usted y de Tomás.
—¿Tomás?
—Tomás Mora. Es un amigo de México. Diseña ropa de alta costura. Proyecta hacer una gran inversión y llegar a la cumbre, donde merece estar.
Fernando la miró fijamente.
—¿Y cuánto necesita?
—Diez millones.
—¿De euros?
—De dólares.
Fernando se puso bruscamente de pie y fue a su escritorio ocultando la cara para que ella no viera su expresión de repugnancia. Aunque sabía que era rica, en ese instante comprendió que tenía suficiente dinero como para tomar posesión del condado de Mendiola y transformarlo a su antojo. Sería imposible resistir su invasión. A menos que lo hiciera a partir de ese momento.
—Así que ya lo tiene todo estudiado. No piensa reconsiderar su decisión, ¿verdad?
—Sé lo que me puedo permitir.
—De eso estoy seguro. Pero no sabe lo que no se puede permitir.
Ella se encogió de hombros.
—Nunca me he encontrado frente a esa situación.
—Pues ahora se encuentra frente a ella.
Leticia despertó del sosiego producido por el vino y la sensación de bienestar.
—No quise decir…
—Sé lo que quiso decir. Si ha terminado de cenar, la acompañaré a sus aposentos.
Ella suspiró, pero no intentó discutir. Juntos recogieron los paquetes y se dirigieron a la escalera.
—¡Don Fernando! ¿Puede venir un momento? —llamó Irmita desde la cocina.
—Voy. —dijo y se volvió a Leticia— Buenas noches.
—Buenas noches —dijo ella, y empezó a subir las escaleras.

 

 

Capítulo 23

 

Una vez en el dormitorio, Leticia se dio una ducha y luego se puso un camisón corto de satén con encajes; no era muy apropiado para ese lugar tan frío, pero sí mucho más elegante que el de Irmita, de franela y hasta el cuello.
Estaba a punto de apagar la luz cuando oyó unos pesados pasos en el corredor. Se detuvieron ante su puerta y luego hubo una larga pausa. Entonces la puerta se abrió de golpe y Fernando entró con expresión de ira y las manos empuñadas.
—¿Cómo se le ocurre entrar de ese modo y sin avisar? —preguntó Leticia, indignada.
Las manos de Fernando se relajaron, pero la expresión continuó sombría.
—Vine a averiguar quién había entrado aquí sin mi permiso. No soy amable con los intrusos.
—Usted me designó esta habitación.
—No, yo le di la Habitación Verde.
—Ah, eso es. Ya me preguntaba por qué esta no era verde.
—Esta habitación pertenece a lady Mendiola. —explicó, en tono inexpresivo— No tiene derecho a estar aquí. ¿Usted le dijo a Irmita que la trajera aquí?
—Desde luego que no. ¿Cómo podría? Ni siquiera sabía que existía. Y no ponga esa cara. Yo no acostumbro mentir.
—Espero que me perdone.
—No, no lo haré.
—Usted es una mujer que se cree con derecho a ir donde le apetece y como le apetece. Ya ha dejado claro que piensa tomar posesión de esta propiedad.
—No exagere. Solo hice algunas sugerencias.
—¿Y yo le he pedido ayuda?
—Bueno, es hora que se la pida a alguien. ¿Y quién más puede ayudarlo?
Fernando entrecerró los ojos.
—¿Habla en serio?
—No. Usted no es en absoluto el tipo de persona que había imaginado.
—Estamos de acuerdo, apostaría a que buscaba un cero a la izquierda que no le causara problemas.
—Luego entonces somos iguales. Usted aceptaría mi proposición si pudiera deshacerse de mí al día siguiente de la boda.
—Entonces ninguno de los dos va a conseguir lo que quiere. Incluso si hubiera respondido a su anuncio, ¿quién le garantizaba que iba a simpatizar con usted en cuanto nos conociéramos?
La única respuesta de Leticia fue una sonrisa.

 

 

Capítulo 24

 

Fue esa sonrisa lo que inquietó a Fernando. La seguridad en sí misma como mujer emanaba de ella con una fuerza oscura y desconocida. Y tenía razón en confiar en sí misma. Sin la barrera de su dinero él se habría sentido incontrolablemente atraído hacia ella. ¡Y Leticia lo sabía!
—Una mujer decente al menos se cubriría —dijo, con dificultad.
—Y un hombre decente abandonaría mi habitación de inmediato.
—Usted está muy segura de su dinero —replicó, con lentitud.
—Fernando, no es mi dinero lo que está mirando en este momento —dijo con una sonrisa.
—Pero el dinero siempre está ahí. Detrás de todo lo que hace. Le confiere la arrogancia de actuar como le place. Un día, eso le traerá la ruina. Y me gustaría estar allí para verlo.
—Si me va a despedir, no creo que pueda verlo.
—Casi me casaría con usted solo por ver su cara cuando tenga que enfrentarse a problemas más grandes de los que puede resolver.
—Siempre he sido capaz de enfrentar los problemas.
—Sí, con un batallón de sirvientes corriendo detrás de usted. Pero aquí está sola, con un hombre a quien usted no le gusta.
—Pero que me desea —dijo ella suavemente.
—Entonces fue más estúpido de su parte ponerse a mi merced.
—Fernando, entiéndame. Nunca he estado a merced de ningún hombre y nunca lo estaré.
Él no contestó, pero se quedó inmóvil, sin dejar de mirarla. De pronto, la seguridad de Leticia empezó a desvanecerse. Ese hombre la había visto desnuda y, en ese instante, podía ver en su mirada su propio cuerpo de espaldas al fuego a través de la fina tela del camisón.
—Creo que debe marcharse —dijo ella.
—¿Y si no lo hago?
—Entonces me marcharé yo a la Habitación Verde —replicó, con decisión.
Al pasar junto a él, Fernando le aferró el brazo desnudo.
—¿Quiere dejarme pasar, por favor?
—Preferiría no hacerlo.
—¿Y qué hay del honor de un caballero español?
La risa de Fernando tenía un matiz peligroso que ella no conocía.
—¿Honor? Mis antepasados combatieron y subyugaron este país por la fuerza. Y también a las mujeres. No les importaba nada la oposición de la otra parte.
Silencio. Ella lo miró a los ojos, al tiempo que intentaba ocultar su turbación. El corazón le galopaba en el pecho, pero no de miedo sino a causa de una gran excitación.
Por fin él la soltó y retrocedió respirando con dificultad. Había estado a punto de besarla, pero no se había atrevido porque no confiaba en que podría parar. Se detuvo en la puerta y la miró sobre el hombro, sin buscar sus ojos.
—Mañana se marcha —dijo, antes de salir.
Leticia se quedó inmóvil, mirando la puerta cerrada, con la sensación de que todavía él estaba allí.
—No lo creo. No ahora cuando empiezo a divertirme —murmuró a la puerta cerrada.

 

 

Capítulo 25

 

Leticia desayunó sola la mañana siguiente. Sospechaba que Fernando lo había hecho antes y se había marchado para no verla. Se había puesto un pantalón naranja y una camisa suelta con un estampado de hojas verdes. Una bufanda que hacía juego con el pantalón completaba el conjunto.
Leticia examino su apariencia con satisfacción. También Irmita dio su aprobación con un breve gesto de complicidad.
—No debió haberme instalado en la habitación de lady Mendiola. A él no le gustó para nada. Creo que quiere que me traslade a la Habitación Verde.
—¡Oh, él! —bufó la anciana— Quizá disponga de tiempo para trasladar sus cosas. Pero estoy muy ocupada. El señor Carvajal llamó para avisar que vendría a buscarla en media hora.
Leticia se apresuró a desayunar. Al salir de la habitación notó que casi todo el personal de la casa estaba presente. La mayor parte del castillo estaba cerrada, pero aun así se necesitaba el servicio de varias personas. Irmita gobernaba la casa con la ayuda de una pareja, Paco y Martha Muñoz, demasiado viejos como para hacer mucho. Fernando los mantenía allí porque no tenían adonde ir.
Esa mañana el personal merodeaba por el vestíbulo o en la escalera. Y todas las miradas se dirigieron a ella al verla aparecer; luego se volvieron a la puerta abierta de la Biblioteca, desde la que se oía un murmullo de voces.
—Algunos inquilinos han venido a ver al señor. Se han enterado de las noticias —murmuró Irmita.
Leticia se acercó a la puerta y pudo ver a Fernando de pie frente a una delegación compuesta de cinco hombres.
—Es la mejor noticia que hemos oído durante años —decía el que parecía ser el portavoz del grupo.
—Celso, no sé exactamente qué es lo que ha oído —dijo Fernando.
—Bueno, acerca de la heredera que apareció en medio de la tormenta. Dicen que tiene suficiente dinero como para salvarnos a todos. Sabemos que usted va a resolver la situación de un modo u otro. Muchos van a dormir tranquilos esta noche.
—No se hagan esperanzas anticipadas. Todavía no se ha llegado a ningún acuerdo —dijo Fernando amablemente.
Al verlos acercarse a la puerta Leticia retrocedió, pero no lo hizo con la suficiente rapidez. Como todos la vieron, no tuvo más remedio que entrar en la habitación.
—Siento molestarlo, lord Mendiola —dijo, con más calma de la que sentía.
Los otros hombres la miraron como si recién hubiera surgido de las aguas. Ella les devolvió la sonrisa.
—Señores, esta es la señorita Leticia Padilla, mi invitada desde el accidente de su coche, hace dos días.
Ella estrechó cinco manos mientras los nombres pasaban por sus oídos. Todos los hombres eran de mediana edad, con ropa basta y manos estropeadas por el trabajo. Todos tenían el mismo aire de fatigado estoicismo, de esperanzas largo tiempo postergadas y de temores contenidos por una frágil defensa.
Leticia sintió un aguijonazo de dolor. Para ellos eso no era una aventura. Era cuestión de vida o muerte.
—Tengo que ir a presenciar el rescate de mi coche —dijo por fin.
—Señorita Padilla, ¿puedo hablar un minuto con usted antes de que se marche?
Pero Leticia necesitaba tiempo para reflexionar.
—¿Le importaría mucho si lo postergamos? No debo hacer esperar a Omar —dijo apresuradamente.
Y salió de la habitación antes de que él pudiera contestar.

 

 

Capítulo 26

 

—Vi marcharse a la delegación. ¿Ha habido algún problema? —preguntó Omar, mientras la lancha se deslizaba por el agua.
—Le dijeron que sabían que de alguna manera él solucionaría la situación —informó Leticia, con ironía.
Omar se echó a reír. El día anterior ella lo habría imitado, pero en ese momento solo pudo hacer un gesto de aflicción.
La compañía de transportes había empezado a trabajar cuando bajó la marea. También había un representante de la empresa de alquiler del coche. El vehículo ya estaba a salvo en tierra, aunque algo deteriorado. Leticia retiró su equipaje del interior.
El problema se solucionó muy pronto. Tras pagar el almuerzo al personal de rescate, se dirigieron al banco de la localidad donde, tras una llamada a México, le entregaron una chequera.
Más tarde, cuando llegaron a la costa, el arrecife estaba despejado. Lo primero que vieron fue el jeep de Fernando, que se detuvo al verlos acercarse. Leticia se aproximó a la ventanilla del conductor.
—¿Muy enfadado conmigo?
—Claro que no. Pero necesitamos hablar —contestó amablemente.
—De acuerdo. —dijo ella y sin más subió al vehículo— Vamos. Adiós, Omar.
Fernando no se movió.
—No creo que este sea el mejor…
—Desde luego que lo es. ¿Cómo podemos hablar en el castillo? Las paredes tienen oídos. Aquí es posible conversar en privado y usted podrá decirme exactamente lo que piensa de mí.
—De acuerdo —dijo Fernando, antes de poner en marcha el vehículo en dirección al páramo.
En el momento en que llegaron ahí, el paisaje cambió. La tierra se suavizó en graciosas ondulaciones. Por todas partes notaba el brillo de pequeños arroyos de agua que serpenteaban por la campiña.
—¿Puede detenerse un momento?

 

 

Capítulo 27

 

El viejo jeep se detuvo con un feo ruido. Ella bajó seguida por los perros y se paró en un lugar donde se podía contemplar el valle. Todo parecía misteriosamente perfecto. Las divisiones de la tierra estaban hechas con cercas, árboles o piedras. Justo bajo sus pies pudo ver un rebaño de ovejas, como unos puntos en el prado.
Fernando se puso a su lado sin hablar. La miraba con atención.
—¿Todo esto es suyo? —preguntó Leticia, tan suavemente que él apenas la oyó.
—No todo. Como le dije, poseo algunas granjas por aquí. Están en alquiler.
—Nunca había visto tantas flores silvestres. —dijo divertida— La verdad es que no suelo tener contacto con la naturaleza.
—No, usted es una flor de invernadero —comentó Fernando, sin rencor.
Ella sonrió, pensativa.
—Hoy en día la tierra no produce dinero, ¿verdad? —dijo al fin— Eso es lo que solía decir mi padre —añadió, al tiempo que pensaba que su padre nunca se había parado en un prado en primavera, en medio del silencio.
—¿Y de dónde vienen los alimentos según su padre?
—Del supermercado, envueltos en papel celofán.
—Vaya, eso revela… —empezó a decir enfadado, pero luego notó la expresión traviesa en los ojos de ella— Perdóneme, no tengo sentido del humor.
—¡Tonterías! Debe de tenerlo.
—Generalmente no suelo ver dónde está la broma. Excepto en este momento en que vivo una broma muy pesada.
—Pero depende de usted que deje de serlo.
—No, la realidad siempre está detrás de todo y no es una broma. Y eso es todo lo que diré. Es tiempo de marcharse. Necesito ver a algunas personas.
—¿Mi compañía sería un estorbo?
—Si digo que sí, ¿eso la detendría?
—Entonces, vámonos.

 

 

Capítulo 28

 

Cuando subieron al jeep, Fernando dio vuelta atrás.
—¿Y las personas que piensa visitar?
—Eso puede esperar hasta otro día.
—Lo hace porque yo estoy aquí. No quiere dejarme ver demasiado, ¿no es así?
—Ya ha visto demasiado. No le pedí que viniera conmigo, pero usted insistió, de la forma en que siempre lo haría si yo estuviera tan loco como para… bueno, dejemos el tema.
Otra vez se aproximaban al pueblo. Pero en lugar de entrar, Fernando se detuvo en un pub rústico. Pidió una cerveza para él y, a instancias de Leticia, una para ella.
—No me mire así. —dijo Leticia— Mi padre me enseñó a beber cerveza.
—Pero esta no es una vulgar bebida. Es la mejor cerveza amarga de Galicia.
—Debo hacer que me las envíen a casa.
—A casa. Su hogar está a miles de kilómetros de aquí. Regrese, Leticia. Llévese la cerveza de Galicia. Llévese toda la que quiera. Pero vuelva al lugar donde pertenece.
—Creo que alguien intenta llamar su atención.
Fernando miró sobre el hombro y dejó escapar un juramento.
—Es el licenciado Santamaría, mi abogado —murmuró.
Un hombre de mediana edad, de aspecto preocupado, se acercó a ellos.
—Don Fernando, sí que es una suerte. Me cansé de esperarlo en el despacho.
—Lo siento, fue una descortesía de mi parte. Esta es…
Estaba claro que el abogado ya lo sabía. Saludó a Leticia con mucha efusión, sin dejar de observarla.
—Solo unas cuantas cosas —dijo apresuradamente.
—No es el momento adecuado —empezó a decir Fernando.
—Serán solo diez minutos. Le prometí a Simon Contreras que le respondería hoy… Te acuerdas de la garantía del banco, ¿verdad? Sé lo que dijimos al respecto, pero es solo por tres meses, para ayudarlo a salir del bache.
Leticia se levantó de la mesa.
—Le traeré una cerveza, licenciado Santamaría.
Habría preferido quedarse a escuchar la conversación, pero de repente sintió compasión por Fernando. Parecía un hombre atado con cadenas, obligado a soportar toda la carga que se le venía encima.
Leticia puso la cerveza junto al licenciado Santamaría y salió a recorrer los alrededores del pub. Estaba situado en la cima de una suave pendiente y desde una baranda pudo observar los valles iluminados por el sol, sembrados de lanudas ovejas que, como puntos inmóviles, parecían formar parte del paisaje.
«Yo pertenezco a este lugar.»
Se volvió bruscamente para ver quién había hablado, pero estaba sola. Las palabras habían entrado y salido de su mente sin previo aviso, flotando en la suave brisa. «¡Tonterías!», pensó. «Desde luego que no pertenezco a este lugar. Y si no, que se lo pregunten a Fernando. Probablemente también echaría al mensajero. Esto es encantador y me gustaría quedarme un tiempo, pero no soy de aquí porque… porque no quiero pertenecer a este lugar».

 

 

Capítulo 29

 

Leticia intentó imaginar su divertida vida en México y Acapulco. Las brillantes fiestas, la ropa cara, los hombres que la adoraban. Pero las imágenes se negaban a aparecer en su mente y menos las de los hombres. ¿Cómo eran? ¿Qué aspecto tenían? El único rostro que podía ver era el de un hombre tenso y enfadado que la necesitaba, pero que no hallaba la hora de deshacerse de ella.
La gente siempre se mostraba ansiosa por complacer a la señorita Padilla. Excepto una persona.
—Se ha ido —oyó la voz de Fernando a sus espaldas. ¿Cuánto tiempo habría estado allí?— ¿Lista para partir?
—Déjeme terminar la cerveza. Esto es tan hermoso.
—Debería verlo cuando está cubierto de nieve.
—He visto este paisaje en su peor momento. Y es difícil creer que fue solo hace dos días.
—¿De veras? —preguntó, con el ceño fruncido— Sí, tiene razón. A propósito, gracias —añadió cuando se acercaban al jeep.
—No me diga que han desaparecido sus prejuicios en mi contra.
—¿Es un prejuicio decir que no pertenece a este lugar? Las gracias eran por haberme dejado solo con el licenciado Santamaría.
—Sé que va a pensar que me meto donde no me llaman; de acuerdo, se da por sentado. Pero ¿cree que Santamaría hace un buen trabajo? Lo digo porque si ya tiene problemas, ¿por qué él intenta empeorar su situación?
—Es una garantía bancaria, y solo por tres meses. El señor Contreras ha tenido problemas recientemente, merece una oportunidad y nadie lo ayudará si yo no lo hago —dijo, con cierta inseguridad.
—Usted es como un padre para ellos. Y cuando Contreras no pueda pagar, usted estará más cerca del desastre, que me temo no tardará mucho en llegar.
—Señorita Padilla, compréndalo de una vez por todas, no me casaré con usted.
Durante un rato se mantuvieron en silencio. Leticia acariciaba la cabeza de los perros sentados en el asiento trasero. Era difícil no encariñarse con ellos.
Otra vez el cielo empezaba a oscurecerse.
—¿Cómo puede cambiar el tiempo con tanta rapidez? Va a llover otra vez. No lo puedo creer.
—Si viviera aquí lo creería con suma rapidez. Esta zona es famosa por sus lluvias.
El vehículo, que durante los últimos kilómetros producía ruidos quejumbrosos, de pronto se paró.
—Quédese aquí.
Tras saltar del jeep, Fernando abrió el cofre.
—Le dije que se quedara en su sitio —dijo al verla junto a él, bajo la lluvia.
—¿Y perder la oportunidad de empaparme por segunda vez? Ni soñarlo. ¿Qué le pasa al motor? —dijo, al ver que humeaba amenazador.
—No lo sé, pero sucede con bastante frecuencia últimamente. Afortunadamente hay un taller en Malpica.
—Es el próximo pueblo, ¿verdad? Me pareció ver que no queda muy lejos.
—No, pero estamos parados aquí con un vehículo que no se mueve.
—No si lo empujamos.
—¿Los dos?—preguntó.
—Fernando, o nos quedamos conversando aquí o intentamos mover el aparato —dijo alzando la voz para hacerse oír a través de la copiosa lluvia.

 

 

Capítulo 30

 

Sin protestar, Fernando la siguió hasta la parte trasera y ambos empezaron a empujar. Poco a poco, paso a paso, continuaron en el empeño hasta que de pronto apareció Malpica frente a ellos.
—Podríamos descansar un minuto —jadeó Fernando.
—El descanso es para los enclenques.
—No todos los enclenques tenemos su musculatura. —dijo Fernando y ella se echó a reír— Mire, ese camión que acaba de aparecer es de Raúl López, el dueño del taller. ¡Que suerte hemos tenido!
En un minuto, López estuvo con ellos. Leticia subió al camión mientras los hombres ataban la cuerda de remolque. Muy pronto llegaron al garaje.
—Esto tardará unas cuantas horas. —dijo el mecánico tras examinar el motor— Don Fernando, ¿quiere que llame a un taxi para que los lleve a casa?
—No vale la pena. Hemos perdido la marea baja de la tarde. Pero usted debe marcharse. —añadió mirando a Leticia— Llamaré a Omar para que la lleve en la lancha.
Con los dientes castañeteando, ella negó con la cabeza.
—Lo único que necesito es cambiarme de ropa. Si tuviera mi maleta y un lugar donde cambiarme…
López la llevó a La gaviota azul, una pequeña posada rústica, no lejos de allí. De inmediato le proporcionaron una habitación con un pequeño cuarto de baño.
La señora Julieta, la dueña del local, le llevó una gran taza de té que le supo maravillosamente bien. Y junto con la media hora que pasó en la ducha, quedó casi como nueva.
Sus maletas eran a prueba de agua, así que encontró la ropa en buen estado. Eligió un jersey grueso y una falda verde. Luego se cepilló la melena húmeda y la dejó suelta sobre los hombros.
Bajó las escaleras justo cuando Fernando abría la puerta de entrada.
Todavía llovía a cántaros y tenía el pelo y la ropa empapados. Doña Julieta se afanó a su alrededor. Puso la chaqueta en una silla y le entregó una toalla para el pelo. Cuando se hubo secado, vio a Leticia de pie frente a él. No había notado su presencia, por eso pensó desconcertado que aparecía ante él por arte de magia.
—¿Está mejor? —preguntó él.
—Muy bien ahora que estoy seca. —contestó ella al tiempo que entregaba la taza a la señora Julieta— Gracias, esto me ha salvado la vida. ¿Cómo está el jeep? —preguntó a Fernando.
—Estará listo para cuando baje la marea. Como a los dos de la madrugada. ¿Quiere que llame a un taxi?
—No, pero quiero comer algo.
—Se lo debo.
—La cena estará lista en cinco minutos. —dijo doña Julieta de camino hacia la cocina— Les he puesto una mesa cerca de la chimenea.

 

 

Capítulo 31

 

No era una época de muchos turistas, así que disponían de todo el recinto para ellos. Rusty y Jacko se acomodaron plácidamente junto al fuego. Leticia miró alrededor, encantada con las vigas de madera y por el hecho de que la casa tuviera unos setecientos años. Luego fue a ver a la señora Julieta a la cocina y ella le enseñó sus dominios. Evidentemente, también había oído los comentarios.
Volvió junto a Fernando con una bandeja con tazas de té. Fernando, que se había acomodado junto al fuego con las piernas estiradas, estaba dormido. En ese momento pudo estudiar su rostro fatigado y comprobó que aparentaba más edad de la que tenía, no solo en años sino en tensiones y preocupación. Había dos surcos a los lados de la boca, iguales a los del abuelo del retrato, que no deberían marcar el rostro de un hombre joven como él.
Los párpados se veían ligeramente hinchados como si nunca durmiera, salvo a ratos, como en ese momento. Entonces despertaría sobresaltado y alerta, a la espera de la próxima carga que cayera sobre sus hombros. A pesar de su constante malhumor, Leticia sintió compasión por él.
Se hundía lentamente a causa de los problemas que otros habían creado, y no sabía cómo pedir ayuda. Si es que alguna vez lo había sabido. Puso ruidosamente la bandeja en la mesa para despertarlo.
—¿Cómo quiere el té? —preguntó en tono ligero, mientras él se frotaba los ojos.
—Cargado, con dos terrones de azúcar. —dijo Fernando. Luego bebió unos sorbos con un suspiro de satisfacción— Supongo que se enteró de la conversación en la Biblioteca. Era de risa, ¿no le parece?
—No, de verdad asusta saber cuánto significa para ellos.
Fernando le dirigió una rápida mirada. La señora Julieta apareció con una apetitosa cena, que dispuso en la pequeña mesa entre ellos.
No se marchó hasta que Leticia probó el guiso y dijo que estaba delicioso.
—¿Sabe por qué ella está pendiente de su opinión? Ya ve el daño que ha causado por alentar sus esperanzas.
—¿Quién les comunicó mi llegada? Desde luego que no fui yo.
Fernando suspiró.
—No, fue Irmita, lo sé. Ella piensa que todo es tan fácil.
—Ella piensa lo mismo que los demás. Cree que se le ofrece una oportunidad para sacarlos a todos de sus problemas. Si usted no la aprovecha, ellos no lo van a entender.
—Entonces intentaré hacerles ver que nunca ha habido tal oportunidad. Usted y yo nos conocimos, decidimos que no podíamos llegar a un acuerdo, y eso fue todo. Me parece recordar que usted dijo que yo no lo atraía.
Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Leticia al recordar la escena de la noche anterior.
—¿Y lo creerán? —preguntó, pensativa— Ellos piensan que las mujeres suelen pelearse entre ellas para ver quién logra casarse con lord Mendiola.
—Bueno, entonces usted puede decirles que están equivocados, ¿no le parece?
—Eso habla muy mal de usted. La idea es que se supone que debe usar sus encantos para persuadirme.

 

 

Capítulo 32

 

Fernando pensó con angustia que era cierto. Lo había conmovido el temor de sus inquilinos y su confianza en que él podía salvarlos. Y no tenía otro medio para hacerlo más que contar con ella. Lisa y llanamente, esa era la verdad. Tal vez, en nombre de esas personas, era su deber aceptar ese detestable acuerdo.
Porque para él era detestable. Desde el mismo día que se había convertido en lord Mendiola, siempre había mantenido bajo control sus tierras, su gente y a sí mismo. Pero desde todo punto de vista, esa mujer amenazaba su autoridad.
—Tal vez debería intentarlo. Después de todo se lo debe a esas personas. Sería una vergüenza que pensaran que lord Mendiola no pudo conseguirlo.
—Va demasiado rápido —gruñó.
Ella dejó escapar una risita.
—Me hace gracia comprobar que todos siempre me dicen lo mismo. —comentó, al tiempo que se echaba el pelo hacia atrás— Es una lástima haber aparecido en medio de un aguacero. Hace que la gente recuerde la leyenda y le impida verme como realmente soy.
—Sí, puede ser cierto —convino él, con lentitud.
Poco a poco se iba relajando al calor del fuego y eso le hacía bajar la guardia frente a ella.
—¿Quién fue ella en realidad? Irmita habló de una mujer francesa.
—Es cierto. Marguerite de Vendanne, hija única de uno de los hombres más ricos de Francia. Trajo una fabulosa dote y cuando su padre murió, un año más tarde, quedó como única heredera.
—Y «salvó a la familia» —concluyó Leticia, en tono ligero.
—En lo que respecta al dinero, sí. No era una pareja feliz, aunque tuvieron buenos comienzos. Federico Mendiola era muy atractivo y deslumbró a la pobre Marguerite hasta el punto de que ella juró que no se casaría con nadie más. Eso era una rebelión en aquella época. Pero ella era valiente y decidida. Como usted —añadió, con una sonrisa.
—En mi caso, la gente suele decir que soy porfiada como una mula.
—Ojala su padre hubiera dicho lo mismo acerca de ella. No solo era rica y hermosa. También era una bruja.
—No habla en serio —rio Leticia.
—Muy en serio. Desapareció súbitamente. Alcanzó a estar aquí dos años y tuvo un hijo. Entonces desapareció y nunca se supo qué había sido de ella. Y se desataron los rumores. Algunos aseguraban haberla visto volar desde una de las torres, así que empezaron a decir que era una bruja.
Actualmente la habrían llamado hechicera, pero sentado junto a esa mujer de cabellos negros que había surgido del agua para atormentarlo con esperanzas y sueños y que desaparecería en cualquier momento, no deseaba pensar en encantamientos.
—Pobre mujer…

 

 

Capítulo 33

 

—La verdad es más prosaica, desde luego. —continuó Fernando— Siempre lo es. Marguerite se cansó muy pronto del pobre Federico y empezó a interesarse por uno de los servidores de su marido. Ambos desaparecieron a la vez. En el castillo le enseñaré su retrato. Luce un collar de perlas de tres vueltas que en su día fueron famosas. También se esfumaron con ella. Supongo que las vendieron una por una para poder vivir. Ella se llevó a su sirvienta, pero abandonó a su hijo.
—¿Y nunca se supo de ellos?
—Esto sucedió en el siglo quince. Entonces no era posible buscar a los desaparecidos a través de la pantalla de un televisor. Federico nunca se recobró de la pérdida. Se refugió en la bebida y murió al cabo de cinco años, dejando a su hijo como heredero.
—Qué historia más triste. ¡Pobre hombre!
—Sí, debió de creer que todo iba a ser maravilloso y nunca pudo comprender la razón de su desgracia.
—La comida está deliciosa. —comentó Leticia, tras un silencio— Especialmente estos panqués cubiertos de dulce.
—Son pasteles de Galicia.
—Casi me casaría con usted para poder comerlos todos los días.
Él se limitó a alzar una ceja con ironía y ella se echó a reír.
Comieron tranquilamente, sosegados por la tibieza del lugar que contrastaba con la lluvia de afuera. Leticia sentía una plácida languidez y alegría. Se preguntaba cuándo se había sentido así por última vez, inmersa en el huracán de su vida en la ciudad.
—¡Despierte! La señora Julieta va a cerrar.
Abrió los ojos y vio la cara de Fernando casi sobre la suya y las manos que sacudían sus hombros.
—¿Me he dormido?
—Mucho rato.
No quería moverse. Solo deseaba seguir allí con su boca peligrosamente cercana a la de Fernando, intentando interpretar la mirada de sus ojos.
Aunque sí la entendía, porque la había visto muchas veces en los ojos de otros hombres. Entonces ella se había reído, los había besado si estaba de humor, o los había rechazado, a sabiendas de que volverían al día siguiente.
Pero ese hombre era diferente. Su fuerza de voluntad era tan poderosa como la suya, y su orgullo aún más. Contuvo la respiración porque sabía que él luchaba contra la tentación, y deseó que perdiera la batalla.
—Dice Raúl López que el jeep ya está listo —dijo la señora Julieta, que entró con mucho ruido.
Rápidamente se separaron, todavía asombrados por la conmoción, luchando por asegurar su posición en ese nuevo y extraño mundo.
—Subiré a buscar mis cosas —murmuró Leticia.
Bajó minutos más tarde. Fernando no estaba, pero doña Julieta la esperaba junto a la puerta. Intentó pagarle, pero Fernando ya lo había hecho.

 

 

Capítulo 34

 

Leticia fue al taller. Por fortuna había cesado de llover.
—He hecho lo que podía, pero es hora de que se despida de esta chatarra. Conduzca con cuidado , don Fernando —dijo López.
Era pasada la medianoche cuando regresaron a casa. Una luna brillante bañaba el campo de plata. A esa altura, Leticia empezaba a acostumbrarse al modo en que todo se hacía mágico y luego la magia daba paso al peligro, y así sucesivamente. Pero todavía la belleza del paisaje le hacía contener la respiración.
—Intenté pagar la cuenta.
—Me correspondía a mí hacerlo.
—Tal vez la cena, pero mi habitación…
—No la habría necesitado si no me hubiera ayudado a empujar el jeep.
—Pero usted no quería que lo acompañara, así que creo que me correspondía pagar.
—No estoy de acuerdo.
—Pero… usted no puede permitírselo.
—No diga eso porque me dan ganas de dejarla tirada en el camino. —le advirtió Fernando— Esta es la razón por la que deseo que se marche cuanto antes.
El breve instante de armonía había desaparecido. Otra vez él se ponía en guardia contra ella.

—Mire… —intentó decir Leticia.
—El asunto está cerrado.
—De ninguna manera.
—El asunto está cerrado.
—¿Por qué? ¿Porque lord Mendiola lo dice? ¡Qué caradura!
Fernando pisó a fondo el freno y la miró fijamente.
—¿Tiene algo más que añadir? —preguntó, en tono peligroso.
—Solo una cosa. Después de lo que acaba de hacerle a esos frenos merecería que el jeep no volviera a moverse.
Él no se arriesgó a responder, sin embargo el vehículo arrancó sin mayor dificultad.
«Lo que prueba que el diablo está de su parte», pensó Leticia, irritada.

 

 

Capítulo 35

 

Al fin se hizo visible la costa. El arrecife, como una cinta plateada, cruzaba el agua hacia el castillo, que se alzaba contra el cielo oscuro. Leticia pensó que tal vez era la última vez que podría contemplarlo.
Había un coche estacionado a la entrada. Irmita se acercó a toda prisa al verlos llegar.
—Hay un hombre llamado Ariel Villarroel que lleva horas esperándolo. Dice que no se marchará hasta que no hable con usted —informó a Fernando.
—Así es. —oyeron una voz por encima del hombro de la vieja sirvienta— Le prometí a mi cliente que no se me escaparía.
Era un individuo escuálido, de unos cincuenta años, con un color enfermizo. Solo con verlo, Leticia sintió un escalofrío.
Era evidente que Fernando compartía su desagrado.
—No intento escaparme, señor Ariel Villarroel —dijo, en tono gélido.
—¿Ah, no? Estas cifras demuestran lo contrario. —replicó mientras agitaba unos documentos— ¡Págueme! Mi cliente empieza a impacientarse.
Leticia se deslizó hacia las sombras, con la esperanza de que Fernando se olvidara de su presencia.
—Su cliente y yo tenemos un acuerdo —empezó a decir Fernando.
—Ha cambiado de parecer. —espetó Ariel Villarroel— Quiere su dinero ahora mismo o emprenderá acciones legales contra usted.
—Sabe muy bien que no puedo disponer de esa suma en este momento. —replicó, con brusquedad— ¿Cree que ignoro lo que hay detrás de esto? Sus «acciones legales» pueden llevarme a la bancarrota.
—Eso no tiene nada que ver conmigo.
—¡Vaya que no! A su cliente le encantaría verme arruinado y luego comprar mis propiedades a un precio de saldo. Y no es solo él, ¿verdad? Hay un consorcio entero preparado y a la espera.
Leticia estaba junto a la puerta de entrada y sintió que Irmita se acercaba por detrás.
—El señor Mora llamó. Quiere que le transmita este mensaje: «Aldo lo sabe todo y está en pie de guerra».
—¿Cuando llamó?
—Hace unas horas.
—Entonces Aldo debe de estar en camino —dijo Leticia, horrorizada.
Había que tomar una decisión. Ese juego tenía que acabar, aunque para Fernando no fuera un juego. El mundo se tambaleaba a sus pies y solo ella podría impedir que sucediera lo peor. Diez minutos más y sería demasiado tarde.
A continuación, experimentó la extraña sensación de contemplar la escena a distancia. Alguien, seguramente ella misma, avanzó hacia los hombres y riendo arrebató los papeles de las manos de Ariel Villarroel, como para hacerle ver que la situación le parecía trivial.
—¿A cuánto asciende la deuda? —preguntó examinando los documentos— Vaya, ¿solo es esto?
—Si usted dice que veinte mil euros es poco… —dijo con brusquedad Villarroel.
—Pero… buen hombre, para mí no es nada —replicó, con suma arrogancia.
—He oído hablar de usted.
—Entonces sabrá que me gasto esa cantidad en un vestido. —dijo, al tiempo que sacaba su chequera del bolso y rellenaba un talón— Ahora váyase y deje de importunarme.

 

 

Capítulo 36

 

Ariel Villarroel hizo el último esfuerzo.
—No admito cheques. Corro el riesgo de no poder cobrarlos.
—Jamás me habían rechazado un cheque, pero si quiere una orden de pago, llamaré al gerente del banco ahora mismo —declaró Leticia en tono ligero.
Había tal seguridad en ella que el abogado retrocedió.
—Démelo entonces. —murmuró al tiempo que le arrebataba el talón. Antes de marcharse, los estudió con una mirada sardónica— Espero que los rumores sobre su boda sean ciertos porque vendrán varios como yo en los próximos días.
Junto a Leticia y con los puños cerrados, Fernando intentaba controlarse.
—Márchese de aquí. —gruñó. Cuando estuvieron solos se volvió a Leticia— Gracias —dijo con un enorme esfuerzo.
—Bueno, es solo lo que le debo después de haberlo llevado al desastre.
—¿Qué quiere decir?
—Lo ha dicho usted mismo. Hay un consorcio que espera su ruina por deudas menores. ¿Por qué cree que se han apresurado a venir?
Fernando asintió con la cabeza.
—Porque usted está aquí.
—Eso es. Temen que yo pueda ayudarlo. Si lo hubieran vencido esta noche, habría sido culpa mía. Por haber venido hasta aquí. ¿No lo ve, Fernando? Tengo que casarme con usted, a pesar de mis consideraciones personales.
—Bueno, no transforme el incidente en una tragedia —dijo Fernando bruscamente.
—Será mejor que lo acepte antes de que vuelvan a golpear la puerta.
—Pagaré cada penique que debo —dijo, furioso.
—¿Con qué? Puedo darle lo que necesita para financiar este lugar. Y usted puede darme lo que yo necesito.
Él dejo escapar una risa que más parecía un ladrido.
—Tomás Mora.
—No. Mi libertad, mi independencia.
Con el corazón retumbando en el pecho, Leticia esperó la respuesta.
—Al parecer, no tengo más alternativa —dijo Fernando, al fin.
Sus ojos expresaban un profundo enfado. Odiaba sentirse acorralado. Odiaba el modo en que ella lo había rescatado, haciendo gala de su riqueza. Casi la odiaba a ella.
—He tenido proposiciones más apasionadas —comentó, con ironía.
—Me ha ofrecido un trato en términos financieros y eso es lo que acepto. Tras la boda, usted tomará posesión de su herencia, y la heredad de Mendiola recibirá su dote. Y luego usted volverá a su vida en México.

 

 

Capítulo 37

 

Leticia lo miró sonriente y respondió.
—Sí, eventualmente me iré. No le haría ningún favor a su dignidad si me marchara al día siguiente de la boda, ¿no le parece?
—No entiendo lo que quiere decir.
—¡Vamos! —dijo ella, en tono malicioso— Ya me parece escuchar los rumores que habrían si al gran lord Mendiola, con sus derechos de señor y sabe Dios que más, la novia se le escapara al día siguiente. Eso es algo que nunca lograría borrarse del recuerdo de nadie… Pero de acuerdo, ahora le daré una razón más práctica. Si apresuro mi partida, eso le dará a Aldo una razón para anular el matrimonio. Y además, necesito estar aquí para vigilar los últimos trámites legales.
—¿Y después de eso se marchará?
—Si todavía lo desea, sí. Porque es posible que cambie de opinión.
—No cuente con ello. Estoy cumpliendo un deber. Nada más.
—Muy romántico.
Fernando tuvo la horrible sensación de que su propio comportamiento era muy desagradable.
Esa noche casi había caído al precipicio y ella lo había rescatado. Y no solo lo había salvado a él sino al condado de Mendiola y a todos los que vivían y trabajaban allí. Por todo eso, ella merecía algo más de lo que él le ofrecía.
—Quiero decirle… —empezó, con su mejor sonrisa.
—¿Tiene un teléfono que pueda utilizar? —le interrumpió Leticia— No estoy segura de tener cobertura a través del Atlántico con mi teléfono móvil.
—Hay uno en su habitación, en el asiento de la ventana, oculto detrás de la cortina.
—Gracias. Buenas noches, entonces.
—Buenas noches.
Tras un día tan largo, Fernando había esperado dormirse de inmediato, pero estaba demasiado inquieto. Cuando agotó todas las esperanzar de dormir se levantó y se puso una bata. Había solo una persona con la que quería conversar en ese momento, porque solo ella podría comprender su sensación de moverse en mundos paralelos.
Leticia todavía dormía en el aposento de lady Mendiola, que se comunicaba con sus habitaciones a través de un estrecho corredor, cuyos muros y piso de piedra estaban helados. Temblando de frío alzó la mano para llamar, tras notar un haz de luz bajo la puerta. Pero se arrepintió al oír la voz de Leticia.
—Así que ya está todo arreglado. —le decía a alguien— Tendrás el dinero apenas pueda disponer de él. ¿Cuándo puedes venir?
Se produjo una pausa, luego Fernando oyó que reía suavemente, de un modo desconocido para él.
—Tengo muchos deseos de verte. Oh, Tomás, tenemos tantos planes que hacer.
Fernando se retiró a su habitación silenciosamente.

 

 

Capítulo 38

 

Ese día Leticia se levantó casi de madrugada. Tomás la había informado someramente de cuándo había partido Aldo a España, y ella dedujo que llegaría al condado en la tarde. Por lo tanto, aún le quedaba tiempo para hacer lo que tenía en mente, así que se vistió y pidió a Paco, uno de los sirvientes más antiguos, que la llevara hasta la costa.
—No se preocupe en venir a buscarme. Volveré cuando baje la marea.
Y así lo hizo. Cruzó el arrecife en un vehículo que obligó a todos los habitantes del castillo a asomarse a las ventanas. Fernando, que observaba su llegada, no podía apartar los ojos del potente todoterreno cuyo precio le producía vértigo de solo pensarlo.
—Este es más práctico que el último auto que alquilé. —dijo Leticia al reunirse con él junto a la puerta de entrada— Y es tan potente y estable que me atrevería a pensar que podría cruzar incluso con marea alta.
—Ha hecho una buena elección—dijo seriamente.
—¿Quiere examinar los documentos por mí?—pidió ella, al tiempo que le tendía unos papeles y entraba en la casa. Él la siguió hasta la Biblioteca mientras leía con el ceño fruncido.
—Estos documentos… están a mi nombre—dijo por fin, con inseguridad.
—Sí. —ella lo miró de frente, pero él parecía demasiado sorprendido para hablar— Eso es. Usted me ha etiquetado como una persona vulgar, con más dinero que sentido común, propensa a hacer ostentación de ganancias mal habidas y a hacerse la ilusión de que el vil dinero puede comprarlo todo. —declaró, al tiempo que le ponía las llaves del vehículo en la palma de la mano, le cerraba los dedos sobre ellas, y luego lo estrechaba un instante con las dos manos— Así que decidí demostrarle que tenía razón.
Fernando enrojeció al oír sus propios prejuicios en boca de ella. Pero luego la miró a los ojos y descubrió en ellos el temor a un desaire. No había sospechado que tras sus habituales insolencias se ocultaba un ser vulnerable.
—No sea absurda. —dijo, con voz trémula— Nunca pensé… es perfecto. Es el vehículo más apropiado para esta región. Cuando conduzca por mis tierras… es decir, cuando nosotros…
—Eso está mejor. Acéptelo como un regalo de bodas.
—En ese caso, gracias. No pudo haber elegido algo mejor —dijo, al tiempo que le tomaba la mano.
Lo sorprendió ver que sus mejillas enrojecían, como si a esa mujer, que podía comprar su derecho a ser como era, le importara lo que él pensara.
Fernando estaba confuso. La mezcla de horror y alivio de la noche anterior aún persistía en su ánimo, junto a una sincera gratitud que le costaba expresar con palabras. Encontrar las palabras adecuadas había sido el problema de toda su vida.
Aunque se daba cuenta de que la forma en que ella había demolido a Ariel Villarroel era una actuación, no podía dejar de sentir temor. Estaba en deuda con ella, por lo tanto si ella se lo recordaba sería difícil negarle algo, incluso las cosas que instintivamente deseaba preservar para sí.
Entonces recordó que la compensaría otorgándole la libertad de poder amar a otro hombre, ese Tomás a quien había llamado a la primera oportunidad que se le presentó.
« Muy bien entonces. Nada podría ser mejor.»

 

 

Capítulo 39

 

—¿Vamos a dar una vuelta para celebrarlo? —sugirió Fernando amablemente.
—Me encantaría, pero ahora no puedo. Tengo que estar aquí cuando llegue Aldo. Él es mi albacea.
—Ah, sí; es el que va a disparar los cañones por casarse conmigo. ¿Está tan enfadado como supone?
—No lo sé. No he hablado con él. Había contado con ganar un poco más de tiempo, pero Aldo fue a ver a Tomás y le arrancó todo lo que sabía.
—¿Así que Tomás sabía que se proponía venir aquí?
Leticia dejó escapar una risita.
—Él me llevó al aeropuerto. Incluso fue idea suya poner un anuncio en el periódico. —explicó, sin darse cuenta de que la expresión de Fernando se endurecía— ¿Por qué Aldo tiene que aparecer ahora? ¡No importa! Siempre me puedo esconder detrás de usted.
—¿Qué?
—Usted es mi futuro marido. Su deber es protegerme —dijo, con una mirada más inocente que la de un niño.
—Me gustaría conocer al hombre que pueda derrotarla a la primera —dijo, en tono enfático.
—¿Eso lo incluye a usted?
—Si piensa que puede derrotarme con su dinero…
—No estaba hablando de dinero, y su Señoría lo sabe muy bien.
—Hemos llegado a un acuerdo que nos beneficia mutuamente. —replicó, con lentitud— Pero usted no tiene lo mejor de mí. Y nunca lo tendrá.
Ella se rio en su cara.
—¿Quiere apostar algo?
—Nunca apuesto cuando estoy seguro. Por lo demás, no estaremos casados mucho tiempo como para demostrárselo. —dijo, al tiempo que deseaba no sentir la tentación que le provocaba su aliento en la cara— Y deje de jugar conmigo, señorita Padilla.
—Ya que nos vamos a casar, ¿no podrías llamarme Leticia?
El apenas la escuchó, absorto en su rostro, más seductor que nunca por la expresión traviesa que lo iluminaba. De pronto sintió la tentación de despejar un mechón que le caía sobre la frente, pero se contuvo, alarmado. ¿Cómo podía olvidar la necesidad de ser precavido?
—Leticia —murmuró con voz seria.
—Eso suena más formal que llamarme señorita Padilla.
—Siempre soy formal con mis socios. Así funciona mejor.
No intentaba responder a la sonrisa de ella, sin embargo, al verla sonreír como una niña traviesa, no pudo impedirlo. En otra ocasión se resistiría.

 

 

Capítulo 40

 

Un ruido desde la puerta hizo que ambos se volvieran. Marcia los miraba con una expresión severa.
—Te veré más tarde —murmuró Leticia, antes de desaparecer.
Marcia se acercó a Fernando, buscando su mirada.
—Dime que no es cierto lo que Omar me ha contado. Me niego a creer que te vas a rebajar de esa manera.
Fernando intentó ocultar su vergüenza. Marcia era una querida amiga que se preocupaba por él.
—¿Qué podría hacer? ¿Ir a la bancarrota y arrastrar a todo el mundo conmigo? Me han dado la oportunidad de que todos podamos salvarnos.
—Pero a ese precio.
—Es una mera formalidad y nada más. Un trámite para conseguir lo que deseamos. Cuando las cosas se hayan calmado, nos divorciaremos discretamente y nunca más volveremos a vernos.
—Eso es lo que ella te ha dicho, ¿verdad?
—Marcia querida, ¿qué es esto? A Leticia no le intereso como hombre.
—Oh, Fernando, es una niña mimada y caprichosa, acostumbrada a hacer lo que quiere. Ella cede a cualquier impulso estúpido, porque está segura de que otro recogerá los pedazos de lo que ha destrozado. Mira cómo llegó hasta aquí, sin ni siquiera avisar. Sin importarle si importunaba a los demás. Sin importarle el riesgo.
—Eso es verdad. No la asustan los riesgos. Casi se ahogó aquella noche, y luego terminó aquí, sola, sin ropa. Y todavía se atrevió a mirarme como si tuviera un ejército a sus espaldas.
—¿Qué quieres decir? ¿Sin ropa?
El instinto le advirtió que Marcia lo interpretaría mal.
—Quiero decir que su ropa estaba tan mojada que tuve que prestarle un albornoz. —dijo sin convicción— Vamos Marcia, intenta alegrarte por mí puesto que mis problemas están a punto de concluir.
—Tus problemas acaban de empezar. Si solo pudieras verlo. ¿Crees que se marchará? Es posible, pero cuando te haya convertido en su perrito faldero.
—Eso nunca sucederá. Ella lo sabe.
—¿Y crees que lo ha aceptado? ¿No te das cuenta de que no quedará satisfecha hasta que te haya comprado en el aspecto económico y también emocional?
La cara de Fernando se ensombreció.
—Marcia, si realmente crees que eso podría ocurrir, es porque en realidad no me conoces o quieres insultarme. Confía en mí; yo sé quién soy. —dijo, al tiempo que le tomaba un brazo con suavidad— Y tu opinión me importa porque tú siempre has sido para mí una querida amiga.
Fernando la abrazó estrechamente. Solo Marcia notó la expresión del rostro de Leticia que los vio cuando pasaba por allí.

 

 

Capítulo 41

 

Aldo llegó dos horas más tarde, con una expresión atronadora.
—Supongo que tenía que esperar algo como esto —fueron sus primeras palabras.
—Tú ya me conoces —dijo Leticia, con suavidad.
—Sé que no vas a cambiar de parecer. Dijiste que encontrarías un cazadotes y lo has encontrado.
—Buenas noches. —saludó Fernando cortésmente, al tiempo que bajaba la escalera— No nos conocemos. Mi nombre es Fernando Mendiola.
—Así que es usted. Debería estar avergonzado. Eso es todo lo que tengo que decir. Ningún hombre decente habría escrito esa carta.
—Fernando no la escribió. —intervino Leticia, exasperada— Fue su amigo Omar, que lo hizo como una broma. Fernando no sabía nada. Incluso intentó echarme de aquí. Odia la idea tanto como yo.
Aldo dejó escapar un sonido de incredulidad. Leticia apenas se atrevía a mirar a Fernando. Pero cuando lo hizo, comprobó aliviada que mantenía la sonrisa.
—¿Cuándo tengo que pedirle tu mano? —murmuró cuando entraban en la Biblioteca.
—Nunca, si quieres seguir vivo. Mira, lo siento…
—No te preocupes, tengo la piel muy dura.
Ya en la sala, Aldo aceptó sentarse y beber una copa de jerez, pero rehusó quedarse a cenar.
—Puedo quedarme solo una hora porque he de tomar el avión de regreso. Una hora es más que suficiente para decirle a este señor que no tiene vergüenza. ¿No lo preocupa aprovecharse de una mujer indefensa? —preguntó, con una mirada iracunda.
—No me aprovecho de las mujeres desamparadas, estamos hablando de Leticia.
—¿Y usted cree que es una joven serena, equilibrada, capaz de cuidar de sí misma?
—No, creo que tiene cerebro de gallina, que es impulsiva, tonta y necesita que la encierren. Pero ella hará lo que desee, y ni usted ni yo podemos detenerla.
—Usted puede hacerlo.
—Demasiado tarde. Le debo dinero.
—¿Qué?
—Bueno, como me voy a casar con ella por su dinero, me pareció sensato meter las manos en la bolsa antes de que tuviera tiempo para recapacitar. Veamos, veinte mil anoche, euros claro está, al cambio de hoy serían…
—Sé exactamente a cómo está el cambio, gracias.
—Eso por una parte. —dijo Fernando al tiempo que miraba a Leticia— Y por otra, el dinero que le costó el vehículo. ¿Qué le parece mi regalo de bodas? Está estacionado afuera —añadió, al tiempo que miraba a Aldo.
—Si pudiera, no tardaría nada en enterrarle las narices en un comedero de cerdos.
Fernando se encogió de hombros.
—Como quiera. Un título honorífico no es barato. Espero que la dote valga la pena.

 

 

Capítulo 42

 

En el pesado silencio que siguió a esa observación, Aldo alzó la cabeza para observar a Fernando y algo parecido al respeto apareció en su mirada.
—Estoy seguro de que Leticia le dirá lo que piensa darle.
—No soy partidario de discutir de finanzas con las mujeres —declaró Fernando, inmutable.
—¡Oh! —exclamó Leticia, y para su alegría Fernando le guiñó un ojo.
Era un aspecto inesperado de la personalidad del lord.
—Aldo, si esta es tu actitud, creo que es aventurado esperar que hayas iniciado los trámites legales. Necesito firmar los papeles cuanto antes. De otra forma mi prometido podría dejarme plantada.
—Nadie puede acusarme de incompetencia, así que he traído los papeles preliminares. Lo hice porque sabía que no ibas a escucharme. Si estás decidida a hacer una idiotez como esta, al menos hay que hacerlo apropiadamente. Volveré muy pronto con otros documentos, y espero estar invitado a la boda.
—Desde luego. Serás mi padrino.
—Creía que te casarías en una sencilla ceremonia civil.
—De ninguna manera. La gente del condado de Mendiola espera que su lord se case como corresponde. En la capilla del castillo, como sus antepasados. Tú no te casarías de otra manera, ¿verdad?
—No, no podría. —convino Fernando, al tiempo que miraba a su novia con tolerante cinismo— Aunque el señor Domenzaín tiene algo de razón. ¿Quieres atraer la atención de todo el mundo?
—Por amor a Dios, no empiece a darme la razón. —dijo Aldo— No me sorprendería que quisiera que ese joven bonito le hiciera el vestido de novia. Sí, ese Tomás Mora. Por el que ha hecho todo esto. ¿No se lo ha dicho?
—Sí, se lo he contado. No tengo secretos para Fernando.
—Entonces todos necesitamos que nos examinen la cabeza. En mi caso, por ayudarte y ser cómplice de esta locura. —dijo a Leticia— Eso es todo lo que tengo que decir. Hazme saber la fecha de la boda. Estaré allí, Dios me libre, y seré tu padrino. Ah, y lo siento por usted —dijo a Fernando.

 

 

Capítulo 43

 

Leticia estuvo muy inspirada al decirle a Fernando que casi lo había llevado al desastre y por lo tanto tenía una deuda con él. La verdad que había en ello lo ayudó a relajarse en los días siguientes.
Fernando le enseñó el castillo. Tardaron casi un día en recorrerlo y Leticia pudo comprobar su magnitud. Tenía cuatro torres, trescientas habitaciones y cuatro pisos que incluían las mazmorras.
También la llevó a dar una vuelta en el pequeño velero que se guardaba en el cobertizo para embarcaciones, en la parte trasera del castillo que daba al mar. Como todo en el edificio, la embarcación también era vieja.
—No se te ocurra comprarme otro. —le advirtió Fernando— Este lo he utilizado desde que era niño.
—No lo haré, siempre y cuando me prometas que volverás a sacarme a navegar otra vez.
—Te doy la palabra de un Mendiola.
Leticia nunca lo había visto tan relajado y sonriente. Hasta podría haber dicho que encantador, si ese término no hubiera sonado tan extraño en una personalidad como la de él.
Ella también volvió a sentir la misma paz y alegría que había conocido antes de llegar al condado, una alegría que más tenía que ver con el señor del castillo que con sus posesiones.
Sin embargo, a pesar de la paz que reinaba entre ambos, Leticia tuvo que recordar que él aún no confiaba en ella, que lo que hacía era para salvar su heredad y luego le pediría que se marchara. Leticia intentó apartar esos pensamientos de su mente. Era una tontería pensar que se había enamorado de él.
El paseo por las propiedades de Fernando fue un triunfo para ella. Donde iban, la gente simpatizaba con la joven y no solo porque los iba a beneficiar, sino porque era encantadora.
—Todo el mundo se sentirá desilusionado si la nueva lady Mendiola no inaugura la feria y no forma parte del jurado que premiará los mejores disfraces de los niños —le dijo el vicario de San Julián.
Tras prometerlo de inmediato, Leticia se escribió la fecha del evento en la palma de la mano.
—¿Y qué les voy a decir cuando te vayas? —preguntó Fernando cuando se marchaban.
—Diles que no estaba a la altura de mi nueva posición y que me cambiaste por Marcia —dijo alegremente.
—¿Podrías hablar en serio alguna vez?

 

 

Capítulo 44

 

La noche anterior a la boda, todas las habitaciones para invitados estaban ocupadas. Algunas, pero no tantas como Fernando había pensado, fueron asignadas a los amigos de Leticia que habían llegado de México hacía pocos días.
Y el resto era para gente de la localidad, vecinos e inquilinos de Fernando a quienes Leticia había insistido en invitar esa noche y la del día siguiente para evitarles problemas con las mareas.
Fernando empezaba a acostumbrarse a esos gestos considerados de Leticia, lo que aumentaba la misteriosa sensación de encontrarse frente a dos mujeres distintas. Una era la joven bondadosa que se acercaba a la gente del condado de Mendiola con la esperanza de ser aceptada, y la otra era la mujer tentadora que lo hechizaba y luego desaparecía con una carcajada triunfal. A menudo se preguntaba cuál de las dos era la verdadera Leticia.
La cena de la víspera de la boda fue una velada muy alegre.
Don Jaime y Tony Camil, amigos de Leticia, eran una pareja de Estado de México que se dedicaba a la crianza de caballos y que simpatizaron de inmediato con Marcia. Leticia se sentó junto a Eduardo, a quien deseaba conocer.
Eduardo Mendoza era el historiador de la localidad. Era un profesor universitario ya jubilado que sabía más de la familia Mendiola que el mismo Fernando. Era un hombre inteligente con risueños ojos de aguda mirada.
—Presumo que usted no es una mujer sentimental —comentó, tras un rato de charla con Leticia.
—No, si se refiere a que me considero la reencarnación de Marguerite. Tan es así, que le prohibí a Omar que se cantara esa balada durante el desayuno nupcial. A Fernando le sentaría mal oír aquello de «la hija de un rico caballero».
—Muy bien. —aprobó Eduardo— Me temo que es un hombre dueño de una quisquillosa sensibilidad.
—Aunque es extraño. Yo pensaba que las familias de la nobleza española solían pactar bodas de conveniencia, como la nuestra.
—Tiene razón. Aunque eso fue una norma en el pasado, sin embargo los Mendiola siempre han tenido una vena muy posesiva y Fernando ni mucho menos es una excepción. A los diecinueve años se encaprichó con la hija de uno de los inquilinos, un hombre irreflexivo y siempre atrasado en los pagos del alquiler. La joven se llamaba Fátima Bosch. Una chica muy bonita, buena, pero con una risa estridente. Humberto Mendiola, el padre de Fernando, toleraba esa relación mientras se tratara de una chiquillada.
—¿Habla de los derechos del señor? —preguntó Leticia, traviesa.
Eduardo se echó a reír.

 

 

Capítulo 45

 

Leticia siguió escuchando con atención el relato de Eduardo:
—Bueno, es cierto que uno puede ver los rasgos de los Mendiola en toda la heredad, pero eso es cosa del pasado. Creo que Fernando nunca ha contribuido al aumento de vástagos sin padre en sus posesiones. Tiene nociones muy estrictas de lo que es decente y correcto. Bueno, se le puso en la cabeza que quería casarse con la muchacha, con el consiguiente disgusto familiar. Humberto se hizo cargo del asunto y la chica desapareció repentinamente.
—¡Que historia más horrible! Y Fernando, ¿supo alguna vez qué había sido de ella?
—Oh, sí. Años más tarde la encontró detrás de la barra de un pub. Humberto había comprado su lejanía con dinero que ella invirtió en la compra del pub. Para entonces se había casado tres veces y tenía cinco hijos. O a la inversa. No recuerdo bien. El caso es que hablaron y Fátima terminó por confesar que se había aburrido de él. Era demasiado serio para ella. Así que fue un peso que Fernando se quitó de encima, pero demasiado tarde. Se había acostumbrado a creer que siempre sería abandonado, y esa creencia es difícil de erradicar.
—Sí, es triste.
—Y mucho. Pero todas estas historias siempre tienen una explicación prosaica. Por ejemplo, se suponía que Marguerite era bruja, solo porque nunca se la volvió a ver. De acuerdo con el viejo Federico, la noche anterior fue a su lecho y le juró su amor «de palabra y de hecho», como dejó consignado un escribano de la época. Al despertar al día siguiente, Federico descubrió que su amada se había ido. Seguramente se instaló en algún lugar con su sirviente y vivieron un tiempo de la venta de las joyas.
—Lo que no concibo es que haya abandonado a su hijo.
—Las mujeres de su rango no veían mucho a sus hijos. Había niñeras y nodrizas. Se dice que Federico solía entrar en el cuarto del niño y llorar sobre el cuerpo de su «inocente hijo que se había quedado sin madre».

La velada terminó temprano y los invitados se retiraron a sus habitaciones. Cuando Fernando se dirigía a la suya, encontró a Leticia que lo esperaba en el corredor.
—Tengo un regalo de boda para ti.
—Pero ya me has hecho un regalo.
—El vehículo es una herramienta de trabajo. Este es solo para ti. Ven conmigo.
Había una ansiedad infantil en ella que conmovió a Fernando. Con una leve sonrisa la siguió hasta su habitación.
—No lo envolví porque es demasiado grande y temía estropearlo. Cierra los ojos.
Él obedeció.
—Ya puedes mirar.
Él abrió los ojos y luego se quedó en recogido silencio durante un largo minuto.
—¿Te gusta? —preguntó la joven, con ansiedad.
—Me encanta.
Sobre una silla había un gran cuadro enmarcado que representaba a Rusty y Jacko. El pintor los había captado exactamente como eran, el color del pelaje, el modo en que se echaban, la expresión de aturdida amabilidad.
—Se lo encargué a Omar. Creo que ha hecho un buen trabajo.
—Los ha captado perfectamente —afirmó, sin retirar los ojos de la pintura.
—Dijiste que un día los perderías y pensé que…
—Esto siempre me los recordará cuando estaban en su plenitud. —Fernando la miró con una amable y suave sonrisa— Ha sido una idea maravillosa. Gracias, Leticia.
—Temí que no te gustara.
—Te equivocaste.
—Llevémoslo a tu habitación —dijo, antes de abrir la puerta.

 

 

Capítulo 46

 

Al cabo de unos minutos, él cuadro quedó instalado sobre una cómoda, entre las ventanas y frente a la cama.
Era la primera vez que entraba en el aposento de Fernando, y miró a su alrededor con interés.
La estancia era muy parecida a la suya, con una gran chimenea en el extremo. Sin embargo, allí casi no había objetos que le hablaran de la personalidad del hombre. Había unos cuantos libros de Agricultura, Contabilidad e Historia. También había una fotografía de una pareja de mediana edad que atrajo la atención de Leticia.
—Mis padres —dijo Fernando.
—Tu madre parece muy dulce —dijo mientras la observaba con atención.
—Falleció cuando yo tenía diez años. Por lo que recuerdo de ella, sí que lo era.
—Qué triste para un niño. ¿Estabas con ella cuando sucedió?
—No, estaba en el internado. No me dijeron nada hasta que volví a casa. Entonces me enteré de que hacía unas semanas que había muerto.
El horror dejó a Leticia sin habla. «Otra dama que desaparece», pensó.
—¿No tenías una tías o alguien que cuidara de ti?
—No, solo mi padre.
Debido a su charla con Eduardo, Leticia supuso la clase de hombre que había sido: brusco, directo, incluso brutal; convencido de que actuaba con estricta justicia en relación a todo. Fernando había crecido en compañía de ese hombre inflexible, sin ningún toque de suavidad y dulzura en su vida. No era de extrañar que confiara tanto en sus perros, pensó la joven.
—No te he hecho un regalo de boda. —dijo Fernando, con inseguridad— He intentado pensar en un presente adecuado, pero elegir algo para ti no es fácil. Por fin he creído que quizá te gustaría tener esto. Perteneció a mi madre.
Sacó una pequeña caja de un cajón y la abrió. Dentro había una sortija con un diamante pequeño, nada excepcional.
Con toda seguridad la gloriosa tiara le haría sombra, y esa era la razón por la que no se lo había ofrecido antes, pensó Leticia.
—Me encantaría llevar la sortija de tu madre. —dijo suavemente— ¿Quieres ponérmela? —dijo, al tiempo que extendía la mano izquierda y él introducía el anillo en el dedo.
—No se parece en nada a lo que sueles llevar —dijo, con ironía.
—No, no lo es. Pero no por lo que piensas. No estoy acostumbrada a que la gente me regale cosas, Fernando. Muchos piensan que puedo comprármelo todo. Así que siempre termino con nada. —comentó, sin dejar de observar una leve mueca en la boca de Fernando— De acuerdo, nada excepto más dinero del que puedo contar. En otras palabras, nada. —dijo al tiempo que miraba la sortija— Nunca nadie ha hecho una cosa así por mí.
—Me alegro de que te guste.
—Me alegro de que te guste la pintura.
—La pondré en la pared, justo en ese lugar, frente a la cama. De ese modo podré contemplarla cada vez que me despierte. Ahora sería mejor que fueras a dormir. Mañana nos espera un largo día.
—Buenas noches, Fernando.
—Buenas noches, Leticia.

 

 

Capítulo 47

 

En la parte trasera del castillo de Mendiola, que daba al mar, la iglesia elevaba orgullosa su esbelta aguja hacia el cielo desde hace siete siglos. Esa mañana, las campanas no habían dejado de repicar desde muy temprano.
Los pilares de piedra gris de la iglesia se alzaban hacia el alto techo abovedado y, ese día, la austeridad del recinto se había suavizado gracias a las abundantes guirnaldas florales que perfumaban la atmósfera.
Aunque la iglesia era grande, solo pudieron entrar los que habían llegado muy temprano esa mañana. En lo alto de una de las galerías, el organista interpretaba una música suave. El novio y Omar, su padrino, esperaban cerca del altar. Fernando tenía los ojos puestos en la puerta central por donde aparecería Leticia de un momento a otro. Cinco peldaños conducían a la entrada de la iglesia, un tanto elevada sobre el nivel del suelo. A través de las grandes puertas abiertas de par en par, Fernando vislumbraba el mar azul, brillante a la luz del sol, que se extendía hacia el horizonte.
Repentinamente, el sueño de Fernando se había fracturado. Todo el impacto de lo que iba a hacer se estrellaba contra él como las olas del mar en la costa de Galicia. Había llegado a ese solemne lugar a pronunciar unos votos que todo hombre recto debía hacer con total sinceridad. Y él lo iba a hacer por dinero. Era un hombre con un estricto sentido del decoro. «Demasiado decente, ningún hombre así puede sobrevivir en la actualidad», solía decir Omar. Fernando sentía que iba a hacer algo muy deshonesto y se rebelaba con toda el alma.
Aunque no solo por dinero. Leticia estaba presente en su mente. Pero en ella había dos mujeres contrapuestas.
Deseaba con todo su corazón ver aparecer en esos momentos cruciales a la joven de dulce mirada y suave voz y poder hechizarla para que nunca cambiara. Porque esa era la mujer verdadera, la que amenazaba su corazón. ¿O tal vez era la otra? La brillante y sofisticada mujer que lo había comprado con dinero y no quedaría satisfecha hasta atraparlo emocionalmente, como había pronosticado Marcia.
Aparecería en cualquier momento, con la tiara de refulgentes diamantes sobre su cabeza, el esplendoroso traje cuajado de piedras preciosas, «la hija de un rico caballero» que venía a apoderarse de su reino, hasta que se cansara de él.
Desde la entrada se oyó un murmullo de admiración. Aquellos que estaban cerca sonreían asombrados. En lo alto, el órgano empezó a interpretar la Marcha nupcial y, acto seguido, Fernando distinguió la cabeza y los hombros que aparecían lentamente a medida que Leticia subía los escalones. Distinguió su silueta en la entrada, como si hubiera surgido del mar a sus espaldas.
El reflejo del sol lo cegaba y tuvo que parpadear varias veces mientras se preguntaba quién era esa mujer que nada tenía que ver con la hembra depredadora de sus miedos. A medida que avanzaba lentamente por la nave, apoyada en el brazo de Aldo, Fernando temió albergar la esperanza que surgía a raudales desde su interior.

 

 

Capítulo 48

 

No era la «hija del hombre rico» la que se acercaba a él, sino una flor silvestre cuya belleza residía en la gracia y en la sencillez. La larga melena negra estaba suelta, sin velo ni tiara de diamantes, solo una diadema de flores blancas iguales a las del ramo que llevaba en las manos. La suave tela del traje de novia caía en línea recta hasta el suelo. Era un atuendo austero, sencillamente cautivador.
Detrás de la novia trotaban cinco niñitas vestidas de satén azul y también adornadas con flores. Todas eran hijas o nietas de sus inquilinos. Fernando se preguntó cómo se le habría ocurrido esa idea tan oportuna y de dónde había sacado tiempo para reunirías.
Cerró los ojos y luego los abrió lentamente. En ese instante, las dos mujeres se fundieron en una: la brillante y mundana criatura se convertía en la misteriosa mujer dulce y gentil que llegaba a su boda sin adornos, excepto el resplandor de sus ojos.
Leticia, con la vista fija en el novio, supo que había logrado asombrarlo. La cautela de Fernando se esfumó por encanto mientras la recibía con afecto y ansiedad y cubría las manos de la joven con la suya.
La ceremonia iba a ser oficiada por el vicario de San Julián, el mismo que pidió a Leticia que asistiera a la feria anual.
—Los invito a ambos a que respondan tal como en el Juicio Final, día en que saldrán a la luz los secretos guardados en todos los corazones…
Los secretos de todos los corazones. Leticia escuchó las palabras con atención. El secreto que había florecido inesperadamente en su propio corazón todavía era una novedad para ella, algo que había que sopesar con maravillada esperanza y mantener en secreto hasta el día en que pudiera sacarlo a la luz.
—Si alguno de ustedes tiene un impedimento que imposibilite unir legítimamente en matrimonio a esta pareja…
¿Era un impedimento haberlo conducido al matrimonio en contra de su voluntad, aunque hubiera descubierto que ese era el hombre elegido por su corazón? ¿Era un impedimento que él desconfiara de ella y estuviera dispuesto a despedirla tan pronto como le fuera posible?
—Fernando Adrián Humberto, ¿quieres a esta mujer por esposa…?
En ese momento ella comprendió por qué Aldo se había manifestado en contra de la ceremonia. Esos votos solemnes eran para toda la vida. Y ellos eran las personas menos indicadas para pronunciarlos.
—¿Prometes amarla, honrarla, cuidarla y respetarla…?
—Lo prometo —dijo Fernando, sin el menor matiz de ironía en la voz.
—Leticia Aurora Julieta, ¿quieres a este hombre…?
Mientras las palabras flotaban a su alrededor, Leticia pensó que eran promesas terribles. Servirlo, amarlo, honrarlo y cuidarlo.
Ya le había hecho un gran servicio, fuente de todos los problemas entre ellos.
—…renunciando a todo lo demás, guardándote solo para él, hasta que la muerte los separe?
—Sí, quiero —Leticia se escuchó decir.

 

 

Capítulo 49

 

Fernando le tomó la mano e hizo saber al mundo que la tomaba por esposa para amarla y protegerla. Su voz era clara, profunda y más lenta que de costumbre, como si saboreara el significado de las palabras antes de expresarlas.
Entonces fue el turno de Leticia de tomarlo por esposo «en la riqueza y en la pobreza». Al pronunciar esos votos fue incapaz de mirarlo a la cara.
Luego le ofreció la mano izquierda donde llevaba la sortija de su madre. Fernando miró el diamante y esbozó una sonrisa.
—Con este anillo te desposo, con mi cuerpo te venero —dijo, al tiempo que deslizaba la alianza en el dedo de la joven.
Ella sintió el temblor que lo recorría y supo que había una cuestión no resuelta entre ellos. Estaba dispuesto a venerarla con su cuerpo, mientras que su mente permanecía distante y su corazón indeciso.
—….y todos mis bienes terrenales te los entrego…
Ella alzó la vista y notó un fulgor de afectuosa ironía en los ojos de él. Fernando le devolvió la sonrisa como si ambos se hicieran una broma privada. Ese gesto hizo surgir las esperanzas en Leticia. Donde había humor podría haber comprensión. Donde había comprensión podría haber paz. Y donde había paz podría haber amor.
—Puedes besar a la novia.
Las palabras del sacerdote la arrancaron de sus pensamientos. Antes de tener tiempo para pensar cómo iba a reaccionar Fernando, vio que apoyaba ligeramente las manos sobre sus hombros y que la atraía hacia él para besarla en los labios. Leticia se sintió embargada de felicidad.
Su propia felicidad tomó a Fernando por sorpresa. Cada vez que pensaba en ese instante crucial se había sentido afligido. Pero tan pronto como la sintió en sus brazos, el público que los observaba y todo el mundo se desvanecieron. Estaban solos, inmersos en la fragancia del verano, y fue como si la alegría que la inundaba hubiera pasado directamente a él; a él, que nunca había sabido lo que era la alegría.
Fernando le sonrió y ella le devolvió la sonrisa, que permaneció en sus labios todo el tiempo que tardaron en cruzar la nave de la iglesia hasta salir al exterior.
Todos los que observaron esa sonrisa la interpretaron de manera diferente. Marcia pensó que era una sonrisa de triunfo y se mordió los labios. Otros observadores pensaron que la joven estaba disfrutando de una simpática broma y que pronto se cansaría. Solo uno o dos la interpretaron correctamente. Uno de ellos era Aldo Domenzaín, que sabía más de lo que dejaba traslucir.

 

 

Capítulo 50

 

El banquete de bodas pudo haber sido un tanto incómodo pero no lo fue, en gran parte gracias a Omar  que habló breve y discretamente durante el brindis. Todo el mundo observó que Fernando no apartaba los ojos de su novia, y los invitados prorrumpieron en aplausos cuando, tras tomarla entre sus brazos, abrió el baile con ella.
—Lo hiciste todo a la perfección, —murmuró— ¿cómo lo lograste?
—Porque comprendo bastante más de lo que crees, Fernando.
El sonrió, no con la boca sino con los ojos, y el corazón de Leticia latió con fuerza. Era la noche de bodas de ambos y nunca habían hablado del modo en que iba a terminar, aunque ella intuía que él sería capaz de mantener las distancias si quisiera.
Tras el primer baile, tuvieron que cumplir con otras personas. Fernando sacó a bailar a la hermana del vicario, mientras Leticia bailaba un vals con su amigo Jaime, que no dejó de alabar a Marcia.
—Es una mujer que verdaderamente sabe de caballos. La hemos invitado a visitarnos durante el año.
Leticia también habló bien de ella, agradecida de que su amigo pudiera hacer algo que aliviara el resentimiento de su rival. Minutos más tarde bailó con Tomás, que intentaba parecer contento sin conseguirlo.
—Gracias por todo.
—Todo sea porque te sientas feliz —dijo, al tiempo que intentaba sonreír.
—Tomás, ¿por qué están tan triste?
—Me puse a pensar en el día de mi boda con Alicia. Éramos tan felices y estaba tan hermosa con su traje de novia. Oh, Lety, ¿qué voy a hacer?
—Las cosas se van a solucionar. Ella te quiere. Verás que al fin vuelve contigo.
—No lo creo. Nada me produce ilusión.
—No digas eso. Te espera un gran negocio. Tienes que organizar tu empresa como corresponde. Iré a México para ayudarte a empezar. Será muy emocionante.
—Sí, que emocionante —dijo, con fingida alegría.
—Oye, no me digas que he hecho todo esto para nada.
—Lety, toda la vida te agradeceré lo que has hecho por mí —dijo, con una sincera sonrisa.
—Olvídate de eso. ¿Qué piensas?
—Te lo diré. Lety, nos conocemos muy bien, así que no nos engañemos. Solo soy tu tapadera. Primero para rebelarte contra Aldo y luego… bueno, conociste a Fernando y… digamos que los planes han cambiado —declaró, al tiempo que la miraba intencionadamente.
—¿Es tan notorio?
—Solo para mí, que también estoy enamorado.
—¡Shh! —en elocuente gesto de conspiración, Leticia se llevó el índice a los labios.
—Mírala. —dijo Marcia, que en ese momento bailaba con Fernando— Compartiendo secretos con él el día de tu boda. ¿No te das cuenta de que se ríen de ti?
—No lo creo. —repuso Fernando seriamente— Empiezo a pensar que tal vez me he equivocado con Leticia.
—Eso es lo que ella quiere que pienses.
—Calla, querida. No quiero que digas nada malo en su contra.
Marcia guardó silencio hasta que acabó el baile.

 

 

Capítulo 51
(primera parte)

 

El último invitado se había ido a dormir, los últimos ruidos del jolgorio se habían acallado. Leticia, sentada en la cama, podía oír el silencio que se había apoderado del castillo.
Los únicos sonidos audibles eran los latidos de su corazón: una novia que esperaba al novio. Excepto que para ellos las cosas no eran así.
Había sido una boda de conveniencia, un trato comercial. Fernando resistiría la tentación de ir a ella, no cedería.
Mientras se desvestía y luego apagaba la luz, la euforia de la velada se desvaneció como burbujas de champán. La gran estancia vacía parecía burlarse de ella.
Estuvo tendida durante una hora, con los oídos alerta, el corazón palpitante ante cada pequeño ruido que le llegaba. Desde abajo se oían las olas del mar chocando contra la base del castillo. Y más cerca, los crujidos y quejidos de la vieja construcción. Ella ya los conocía todos. Pero el ruido que quería oír era el de una puerta que se abría al final del corredor que comunicaba ambos aposentos, el sonido que podría asegurarle que había algo más que la firma de un contrato.
Él vendría a ella porque la quería. Lo sabía porque cada fibra de su cuerpo gemía por él. Él se alejaba porque no confiaba en ella, porque se había pasado la vida levantando muros contra aquellos que se acercaban demasiado, a sabiendas que eso le deparaba soledad y dolor.
Él iría a su habitación porque no podía estar lejos de ella.
Él se mantendría alejado porque era demasiado terco para concederse una derrota.
—Yo también soy así. —murmuró en la oscuridad— Pero no me importa sacrificar al primer peón mientras pueda darle jaque mate al rey.
Movida por un súbito impulso, saltó de la cama, se puso una bata de encaje y sin hacer ruido abrió la puerta que daba al estrecho pasillo. Tras una breve vacilación, con los nervios a flor de piel, decidió dar el primer paso en la oscuridad.
Avanzó un poco y luego se detuvo. ¿Y si no estaba en su aposento? ¿Y si se encontraba allí, pero la rechazaba?
Mientras permanecía quieta, desgarrada por la indecisión, un leve ruido al otro extremo del pasillo hizo que su corazón comenzara a latir con desenfreno e incrédula esperanza. Un suave chasquido como de una cerradura, luego el sonido de una puerta que se abría y luego, el silencio.
Más que oír, sintió que alguien se acercaba y luego se detenía a unos cuantos centímetros de distancia. El calor del cuerpo masculino llegó hasta ella junto con su cálido aliento y finalmente, la tenue sensación de unos dedos en la cara y en los labios.
Leticia se estremeció al sentir que esos dedos le acariciaban el cuello y se deslizaban hasta el nacimiento de los pechos. Y luego la mano se detuvo. La súbita carencia se le hizo intolerable.
Esperó que volviera a acariciarla y, en la silenciosa oscuridad, pudo percibir su lucha. No se movía ni tampoco hablaba, pero su tormento le llegaba en oleadas.
Entonces alargó la mano y sus dedos tocaron la cara de Fernando. Fue como una descarga eléctrica. Al instante unas manos surgieron de la nada, aferraron sus hombros y la atrajeron hacia sí con la urgencia que él había intentado negar. Bajo la ligera bata, notó que estaba tan desnudo como ella y también pudo percibir la fuerza de su deseo, exigente, imparable.
Él hizo una pausa, a la espera de la reacción de ella. Leticia encontró su mano, la aferró y con él empezó a retroceder hacia su propio dormitorio, hasta que al fin cerró la puerta tras ellos.
 

 

Capítulo 51
(segunda parte)

 

No había luna y los cortinajes filtraban muy poca luz, pero así estaba bien. Esa noche la oscuridad sería su amiga porque borraría a los dos seres que se movían a la luz del día, los que ocultaban sus sospechas bajo palabras brillantes. No, esos seres se encontrarían al amparo de un secreto compartido.
El instinto le dijo a Leticia que él quería hablar, pero selló sus labios con los dedos. Las palabras llegarían después, o tal vez no. Cuando apartó los dedos, su boca tocó la de él, muy suavemente al principio, luego con más decisión al sentir que él respondía.
El beso de Fernando no se parecía al de la iglesia. No, en ese momento la besaba como siempre había querido hacerlo, con el beso que siempre ella había querido recibir.
Sintió que la desnudaba y luego se quitaba la bata. Al fin desaparecían las barreras entre ellos, nada que impidiera a Leticia explorar y deleitarse en el cuerpo masculino.
Yacían en el lecho estrechamente abrazados. Impedida de toda visión, ella tuvo que confiar en los otros sentidos que ese hombre hacía vibrar con el poder de sus manos y la fuerza de su cuerpo contra sus pechos, sus muslos… El aroma excitante que emanaba de él impregnaba sus fosas nasales y su boca cada vez que lo besaba. A cada paso que daban, florecía el deseo de ella y la incitaba a pedir más.
Fernando siempre había temido que hubiera llegado allí a conquistar, y no se equivocaba. Pero no eran las tierras o su título lo que exigía. Ella deseaba al hombre mismo. Y nunca quedaría satisfecha con menos. Él también exploraba el cuerpo femenino con lentas caricias y se detenía en las curvas y valles que lo habían tentado desde el principio, y en ese instante se sentía libre para dar rienda suelta a su curiosidad.
Al sentir la suave redondez de los pechos contra la palma de las manos dejó escapar un suspiro de placer. Al oírlo, ella arqueó el cuerpo, pidiendo más y más. Leticia sabía que él no iba a pronunciar palabras tiernas, pero el instinto le permitía interpretar las señales del amor.
Y esas señales radicaban en el ardor y la ternura con que la acariciaba, en el acto de separar sus piernas suavemente con lentos movimientos como para darle tiempo a pensar, incluso a rechazarlo. Pero ella estaba muy lejos de eso.
En cambio, lo atrajo hacia sí hasta que el cuerpo de Fernando quedó sobre el suyo y se entregaron generosamente a la pasión. Y ambos cedieron, se poseyeron, se entregaron, se rindieron y triunfaron.
Y luego vino el asombro. Tendida junto a él, respirando al mismo compás, Leticia se preguntaba cómo podía haber algo tan maravilloso como ese sentimiento. Y a la vez percibía con un temor maravillado que a él le sucedía lo mismo.
Cuando despertó más tarde la habitación continuaba en penumbras, pero estaba sola.

 

 

Capítulo 52

 

Cuando se despidió el último invitado, Tomás hizo sus maletas dispuesto a partir también. Pero Leticia lo entretuvo un poco más porque tenía que enseñarle algo.
Lo llevó a Malpica y le presentó a Lola, la lugareña que había confeccionado el traje de lana que compró a su llegada. Tomás se quedó tan asombrado como cuando Leticia descubrió los tejidos por primera vez. Acompañado por su amiga, visitó las granjas, en donde encontró a las mujeres entregadas al tejido de maravillosos diseños. Hubo conversaciones presididas por Leticia y pronto se llegó a acuerdos sobre posibles contratos.
Fernando observaba complacido que esos días Leticia parecía estar muy ocupada y ella se debatía en la duda de contarle los detalles de la nueva empresa que estaba organizando con la ayuda de Tomás. Quizá sería mejor esperar los primeros resultados. Así que le contó que pasaba el tiempo enseñando al amigo los alrededores y Fernando desistió de hacer preguntas.
El día de la partida de Tomás, Omar se ofreció a llevarlos a la costa. Muy contento, Fernando los acompañó a la lancha cargado de paquetes con las telas para el traje de novia.
—Es una pena desperdiciar todo esto después del trabajo que le costó hacerlo —observó Fernando.
—¿Desperdiciarlo? —exclamó Tomás, escandalizado— Es mi obra maestra. Será la joya de mi colección cuando inaugure mi flamante empresa. Pero claro, primero hay que cumplir muchas formalidades.
—Ya lo sé. Pero yo te dije que iré a verte unos cuantos días, tan pronto como encuentres un local. Juntos haremos los trámites legales, contrataremos al personal y dejaremos todo solucionado —le aseguró Leticia.
—¿Tardarán mucho? —preguntó Omar, a nadie en particular.
—Vamos. —dijo Leticia alegremente, al tiempo que subía a la lancha— Volveré esta noche — dijo a Fernando, mientras se despedía agitando la mano cuando la embarcación se ponía en movimiento.

 

 

Capítulo 53

 

Leticia vivía en un lugar donde solo contaba el calendario regido por la naturaleza. Abril era el mes de la siembra de cereales. Una época decisiva para el granjero, ya que su supervivencia dependía de las condiciones de la tierra o de su habilidad para conseguir dinero para fertilizantes.
Los granjeros de Fernando consideraban que la boda se había realizado justo a tiempo para ayudarlos a enriquecer las tierras y prepararlas para la siembra de ese año.
—Si nos hubiéramos casado unas semanas después, habría sido demasiado tarde para ellos —observó Leticia un día que habían ido a recorrer las tierras en caballos alquilados a Marcia y se habían detenido para que las bestias bebieran en un arroyo.
—Es cierto —dijo él, con suavidad.
—Sin embargo, no quisiste tomar suficiente dinero de mi dote y por eso no puedes ayudar a ese hombre que vimos esta mañana. Sí, el que me enseñó la máquina para plantar papas.
Fernando sonrió. Leticia hablaba de Luigi Lombardi, un granjero extranjero que llegó hacía varios años al condado y que era un entusiasta de las máquinas. Lo habían visto unas horas antes, y no pudieron escapar hasta que no le mostró a Leticia una plantadora especial de papas que había enganchado al tractor.
Tras escucharlo con atención, Leticia se había apartado un poco para que los hombres no vieran sus ojos empañados. Se marchó de allí con un solo pensamiento.
—Su máquina está en las últimas. —comentó a Fernando— Necesita una nueva… Tal vez tú podrías hacerle un préstamo sin intereses.
—Pero ahora es demasiado tarde. Luigi ya casi termina de cosechar con esa máquina.
—Eso es lo que te decía. Debiste haberte casado antes y haber insistido en una dote más grande. —dijo, al tiempo que le propinaba un ligero codazo en las costillas— Ya ves lo que pasa por ser tan testarudo.
—No estoy acostumbrado a casarme por dinero. —dijo, atrapado— No sé lo que se supone que debo hacer.
—Eres un fraude. Le juraste a Aldo que eras un mercenario y resulta que eres apenas un principiante.
—Y no pienso hacer carrera de ello.
Se acercaron al arroyo donde bebían los caballos y Leticia se echó agua en la cara. Fernando la observaba admirado. Se veía tan elegante en su traje de montar y con el pelo oculto bajo el sombrero. Y entonces recordó que tan solo unas horas antes, durante la noche anterior, esos cabellos estaban esparcidos sobre sus hombros y pechos mientras él la besaba, sin ver nada y sin ser visto.
Pero ella no revelaba ni una señal de su vida secreta. Ni una mirada, ni una palabra. Durante el día se miraban sonrientes el uno al otro, como escondidos en sus brillantes armaduras y a la espera de que el otro murmurara: «Yo soy ese ser que tenías en tus brazos la noche pasada».
Pero hasta ese momento, ninguno de los dos cedía.

 

 

Capítulo 54

 

—Gracias. —dijo Leticia, al tiempo que tomaba el pañuelo que le tendía Fernando y se sentaba en una piedra— Debemos replantearnos todo el asunto —comentó en tono pensativo.
—¿Hay que hacerlo? —preguntó él, inexpresivamente.
—Sí. Pondré una suma de dinero en un depósito de modo que puedas hacer préstamos sin intereses a los granjeros y… —Leticia alzó la vista. Fernando miraba sobre el agua, distante— De acuerdo. No me he expresado bien. —dijo, irritada— Pongámoslo del modo que quieras. Estoy cansada de bailar sobre alfileres solo porque tienes un orgullo del demonio.
Fernando se sentó junto a ella, con expresión arrepentida.
—Piensas que asumo tu generosidad de mala manera, ¿verdad?
—Sí —Leticia se sentía demasiado desilusionada para ser diplomática.
Para su sorpresa, él la abrazó por lo hombros.
—Siento comportarme como un oso. Realmente no sé aceptar la amabilidad de los demás.
«Porque nunca has recibido mucha», pensó ella, en un ataque de ternura.
Pero si él era reservado, ella también lo era. Anhelaba contarle el cambio que se estaba operando en su interior desde que estaba allí. Podía volver la mirada atrás y ver su vida vacía, sin propósitos, sin nadie que la necesitara.
Allí, en el condado de Mendiola, había gente que la necesitaba y aceptaba su ayuda sin falso orgullo. La aceptaban a ella. Empezaba a hallar una paz que nunca había conocido en su vida y anhelaba poder decírselo a Fernando. Pero aún no había llegado el momento propicio.
—Vamos a olvidar este asunto si es que te ofende.
—De ninguna manera. No puedo privar a la comunidad de lo que necesitan simplemente porque… bueno, de todas maneras dejaré que tú fijes la suma.
Había cedido, pero solo la mitad. Aún con todo, Leticia todavía albergaba la esperanza de tiempos mejores.
Volvieron en busca de los caballos. La confusión reinaba en el ánimo de Fernando. Por una parte sentía gratitud por su comprensión y alarma al comprobar que otra vez ganaba la partida. Quedaba aún más endeudado con ella. Y el breve interludio de comprensión entre ellos, que había aliviado la herida, parecía ser otro peligro añadido. Se sentía doblemente comprado.
—¿Cuándo te marchas? —preguntó, de pronto.
—¿Qué?
—¿Cuándo te marchas a México a ayudar a tu amigo Tomás Mora en su empresa? Pensé que ya tendrías que haber partido.
—Todavía no.
—Sería mejor que lo hicieras. Tengo que asistir a una conferencia de agricultores y estaré fuera varios días.
—Podría acompañarte.
—No te gustaría. Además, con toda seguridad Mora necesita tu ayuda.
Decididamente Fernando quería estar lejos de ella.
—Pues entonces… me marcho mañana.

 

 

Capítulo 55

 

Tomás fue a buscarla al aeropuerto y luego se dirigieron al departamento de Leticia, en Polanco.  Su asistenta tenía todo en perfecto orden y el lugar se mantenía cálido y acogedor.
—He encontrado el sitio perfecto en avenida Mazarik —parloteó Tomás.
—Muy bien. —dijo Leticia intentando parecer interesada— ¿Hay noticias de Alicia?
—La desventurada criatura no se deja ver. No responde a mis llamadas y todo lo que quiero pedirle es que reconsidere su decisión. Yo creo que todavía podría haber una solución para nosotros, pero incluso ha suspendido la línea de su celular.
Como siempre, su sincera tristeza conmovió el corazón de Leticia, así que lo invitó a tomar una copa. Antes de salir le llamó a Fernando para informarle que había llegado sin novedad, pero él ya había partido a la conferencia.

Gradualmente, Leticia empezó a acostumbrarse a su antigua vida, aunque ahora ya podía disponer de su inmensa fortuna. Sin embargo, no se sentía tan satisfecha como había pensado.
Transfirió a Fernando el dinero prometido para los préstamos sin intereses, pero no podía dejar de pensar en la tierra donde la luz del sol se ocultaba lentamente ni en los prados sembrados de ovejas lanudas y en la paz que la inundaba solo con estar allí.
La organización de la empresa de Tomás fue una diversión que pasó pronto, y después de un mes allí, la nostalgia por el condado de Mendiola se le hacía muy dura.
Un día llamó a Alicia para invitarla a comer.
Alicia era una mujer joven, pálida y rubia cuya belleza residía más en la expresión de sus ojos que en sus facciones. Sostuvieron una larga y amable conversación después de comer. Alicia no pensaba cambiar de opinión respecto a Tomás, aunque también sufría mucho.
—¡Por Dios, pero si todavía están enamorados! —exclamó Leticia.
—A veces el amor no es suficiente. —respondió Alicia con una débil sonrisa— A veces no es posible vivir con la persona que uno ama.
—Tienes razón —murmuró Leticia.
Quedaron en verse nuevamente y Leticia se preparó para escribir la fecha en la palma de la mano.
—Todavía no me acostumbro a verte hacer eso.
—Fernando tampoco. La primera vez que me vio casi… —se detuvo de repente, horrorizada— ¿Qué fecha es hoy?
—Quince de mayo, ¿por qué?
—¡La feria del pueblo! Es mañana. Les prometí que estaría allí. Incluso di mi palabra. ¡Oh, cielos! De prisa. Es cuestión de vida o muerte.
—¿Adónde vamos? —preguntó Alicia cuando estuvieron montadas en un taxi.
—A buscar mi pasaporte y luego al aeropuerto.
—¿Crees que puedes llegar a tiempo?
—Sí, si consigo lugar en algún vuelo para esta noche y viajo al pueblo en cuanto aterrice el avión.
En el departamento, Alicia hizo la reservación del vuelo mientras Leticia buscaba afanosamente en el armario. Al fin eligió un traje de pantalón rojo escarlata.
Intentó comunicarse con Fernando, pero no se encontraba en casa y no se lo esperaba esa noche.
—No sé por qué, pero no llama mucho a casa —se quejó Irmita, sin ninguna seguridad de poder transmitir el mensaje a Fernando.
Desde ese mal comienzo, las cosas empeoraron. El avión tardó en despegar y además informaron de que el vuelo iba a ser muy agitado.
«Cielo santo, me atemoriza volar, incluso sin turbulencias. Además llegaré demasiado tarde. Y él nunca me lo perdonará».

 

 

Capítulo 56

 

—La fiesta se va a estropear. —suspiró la hermana del vicario— Está nublado y lady Mendiola no llega, aunque prometió que vendría.
Su hermano intentó tranquilizarla.
—Lord Mendiola dijo que la había retenido un problema familiar, pero que él ocuparía su lugar. Y creo que posiblemente la honorable Marcia Carvajal lo acompañará.
La gente había empezado a congregarse desde hacía una media hora. Lord Mendiola estaba allí, y ocultaba su molestia tras una amable sonrisa. La honorable Marcia también se había dignado a honrarlos con su presencia y paseaba entre el público con un brazo enlazado posesivamente al de Fernando, como si supiera que había llegado su gran momento.
Tras un suspiro, el sacerdote elevó la mirada hacia el cielo oscuro.
—Bueno, ella no va a bajar de las nubes —comentó la mujer.
—Supongo que no. Vamos, hay que dar comienzo a los festejos.
El público se había congregado en torno a un pequeño estrado. El vicario ocupó su sitio con expresión de alegría. Fernando hizo lo mismo, aunque estaba muy lejos de sentirse feliz, ya que un gran peso le oprimía el pecho. Incluso en ese instante, cuando la fiesta estaba a punto de comenzar, aún no creía que Leticia les hubiera fallado de esa manera.
La compasión de Marcia era difícil de soportar. Sin recordarle que se lo había advertido, su actitud demostraba la compasión que sentía por él, que era lo mismo que decir que había sido un tonto. Cuando Marcia prometió acompañarlo a la fiesta, él no había querido herir a su amiga diciéndole que nunca podría sustituir a Leticia, la mujer que lo había traicionado.
¡Con qué facilidad le había creído! ¡Qué cerca había estado de ceder ante ella! En ese momento tuvo que admitir ante sí mismo que había deseado con ansia dejarse convencer.
Sin embargo, no permitiría que nadie sospechara su amargura. Así que ajustó una amable sonrisa a sus labios, asumió un aire de profunda atención y deseó estar muerto.
El vicario se puso de pie.
—Buenas tardes, damas y caballeros —saludó en tono festivo.
Y no pudo seguir. Sobre las cabezas de los presentes se oyó un fuerte zumbido y todos alzaron la vista porque el ruido venía de entre las nubes.
El sacerdote continuó con voz más potente.
—Una vez más San Julián celebra…
El cúmulo de nubes repentinamente se despejó y todos observaron que el ruido era producido por un helicóptero. En ese instante salió el sol y les pareció que el aparato descendía directamente de un haz de luz.
La multitud se dispersó dejando un espacio abierto que el piloto aprovechó para aterrizar.
La llegada a tierra fue perfecta y el ruido ensordecedor de los motores arruinó más de un peinado. Pero las damas no se dieron cuenta. Todos los ojos estaban clavados en la puerta que se abrió dando paso a una visión inesperada.
—Hola a todo el mundo —saludó Leticia, mientras bajaba de la escalerilla.

 

 

Capítulo 57

 

Los gritos y aplausos la acompañaron los pocos metros que la separaban de la gente. Leticia se veía espectacular con su traje de chaqueta y pantalón escarlata y un gran sombrero de palma con una cinta roja. Con las manos alzadas en señal de saludo, los miró a todos con una brillante sonrisa y luego subió al estrado para estrechar la mano del vicario.
—Apuesto a que pensó que no vendría —dijo alegremente.
—Le expliqué que habías tenido un contratiempo familiar. Pero mantuvimos la esperanza hasta el último minuto —explicó Fernando, serio.
—Deberían saber que no les iba a fallar —declaró la joven a los dos, pero principalmente a Fernando.
El público reunido alrededor del estrado aplaudía a rabiar. Leticia se adelantó, preparada para el breve discurso que había memorizado durante el trayecto.
Omar se acercó furtivamente a su hermana.
—Se supone que deberías estar contenta —murmuró.
—Cállate —bufó Marcia.
En un arrebato de inspiración, Leticia cambió el discurso por un divertido relato del viaje y de las locas carreras para conseguir un helicóptero.
—Porque no me hubiera perdido la fiesta por nada del mundo. Y cuando estaba en el aire, no podía dejar de pensar que cuando aterrizara, alguien me iba a ofrecer un delicioso té. Damas y caballeros, declaro oficialmente inaugurada esta fiesta popular y que la disfruten de todo corazón.
Aplausos y vítores. El éxito de Leticia había sido clamoroso.
Alguien le llevó una taza de té que bebió con verdadero alivio. Luego la comitiva fue a dar una vuelta por los puestos del mercadillo artesanal.
—¿Dónde está Fernando? Se me perdió de vista. —murmuró al oído de Omar— Dile que es un asunto de vida o muerte.
—¿Qué sucede? —preguntó Fernando al reunirse con ella.
—No tengo dinero. Quiero comprar algo en cada puesto y no he cambiado los pesos por euros.
—¿No tienes dinero? ¿Y entonces cómo pagaste el helicóptero?
—Les dije que te enviaran la cuenta.
Al ver la reacción de Fernando, Leticia corrigió:
—La verdad es que usé mi tarjeta de crédito, pero sé que los vendedores del pueblo no la no la pueden aceptar… pero si se los digo, son capaces de no cobrarme nada.
—En eso tienes razón.
Con una sensación de extrañeza, lord Mendiola puso muchos billetes en las manos ansiosas de su esposa.

Leticia visitó todos los puestos, alabó los productos y compró con generosidad. Y Fernando tuvo que admitir que lo hacía maravillosamente.

 

 

Capítulo 58

 

Cuando Leticia estaba a punto de terminar su recorrido, se le acercó el vicario.
—Normalmente tenemos un puesto de ropa tejida a mano, pero este año no se han presentado las damas. Al parecer están muy ocupadas trabajando para alguien, me imagino que para usted —comentó, mirándola con extrañeza.
Leticia tuvo que confesar que era cierto. Minutos después, Fernando la llevó aparte.
—Así que lo hiciste.
—Sí.
—Te dije lo que pensaba de esa idea tuya.
—Y yo te dije lo que podías hacer con tus objeciones… ¡Cielo santo! —exclamó, antes de correr a ocultarse detrás de una tienda de campaña.
Fernando, que la había seguido, la encontró arrodillada en el césped con las manos en el estómago.
—¿Estás bien? —preguntó, al tiempo que le rodeaba los hombros con un brazo.
—Son náuseas, pero ahora me encuentro mejor. Durante todo el viaje hubo turbulencias y luego el vaivén del helicóptero. ¡Ay!, no debí haber comido ese bizcocho de crema —añadió, con un gesto de asco.
—Pobrecita. ¿Quieres que te lleve a casa? —dijo, con dulzura.
—No podemos. Todavía queda el concurso de disfraces de los niños.
—Pero no tienes buen aspecto —comentó, mientras la ayudaba a levantarse.
—Me duele la cabeza. ¿Podrías conseguirme un analgésico?
Al cabo de pocos minutos Fernando volvió con aspirinas y una taza de té, pero Leticia ya no estaba allí.
—Son para Leticia. —explicó a Marcia, que apareció a su lado— No se encuentra muy bien, aunque nadie lo creería.

—No se puede negar que tiene temple —comentó Marcia.

—¡Agallas! Eso fue lo que impulsó a la gente que creó su tierra —dijo Omar, con firmeza.
—Un espíritu temerario. —concedió Marcia con pesada amabilidad— Pero este no es un país así.
—Para ella sí lo es—dijo Fernando con reprobación, antes de alejarse en busca de Leticia.
—Es una pena que hayas tenido que arruinarlo en el último minuto —observó Omar, y se alejó antes de oír la respuesta fulminante de su hermana.
Leticia obtuvo otro triunfo en la competición de disfraces infantiles. Habló con cada uno de los ocho contendientes y ellos le contaron de qué iban disfrazados. Solo podía haber un ganador; sin embargo, por mediación de ella, nadie se quedó sin premio.
—Nos vamos. Sin objeciones —cuchicheó Fernando en cuanto terminó la premiación.
Leticia le lanzó una mirada de agradecimiento.
—Ayúdela a meterse en la cama —dijo Fernando a Irmita, apenas llegaron a casa.
Leticia se quedó dormida casi de inmediato. Despertó al cabo de unas horas. A la escasa luz de la habitación distinguió la figura de un hombre que miraba por la ventana.
Se acercó a él, apoyó la cabeza en su espalda y le rodeó la cintura con los brazos.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —susurró.
—Toda la noche. Leticia…
—No digas nada ahora. Estoy aquí.
Él se volvió y la atrajo hacia su cuerpo. En el beso que le dio ella pudo sentir su sonrisa y la deliciosa sensación que recorría su propio cuerpo, abrazada a él.
Como siempre, se amaron en la oscuridad. Fernando, el hombre, estaba con ella como nunca antes. Más allá del inmenso placer físico, ambos sintieron el placer del corazón. En un momento de intensa pasión ella creyó oír que susurraba su nombre.
Anhelaba decirle que lo amaba, pero se obligó a ser paciente. No debía precipitar las cosas porque había mucho en juego. Entonces se limitó a murmurar su nombre.
Después se hizo el silencio. Al parecer Fernando se había dormido, pero al cabo de unos minutos ella sintió que se levantaba y salía de la habitación. No importaba. Nunca se habría atrevido a esperar esa maravillosa bienvenida a casa.

 

 

Capítulo 59

 

A la mañana siguiente fueron juntos a cabalgar. Disfrutaron del aire fresco de comienzos del verano, contentos de la armonía renovada que reinaba entre ellos. Todavía quedaba mucho por hablar, pero por el momento podían detenerse junto a un arroyo, tumbarse sobre la hierba y mirarse sonrientes.
—He estado fuera poco tiempo y sin embargo todo parece diferente —observó Leticia.
—Lo sé. Sacamos el ganado de los establos de invierno y lo hemos traído a pastar en los prados.
—Y la siega. Creía que la cosecha era en agosto.
—Cosechamos el grano en agosto. En mayo se siega la hierba y se guarda para forraje de invierno.
—Aprenderé. —Fernando le lanzó una breve mirada, pero guardó silencio— Ojala te hubieras quedado conmigo anoche —añadió impulsivamente.
—Odio esa habitación. —dijo, tras una larga pausa y luego arrojó una piedrecilla al agua— Mi madre dormía allí.
—Me hablaste de su muerte.
—Sabía que no era fuerte. Al no verla en la escalinata donde me esperaba cada vez que volvía a casa, pensé que estaría en cama así que corrí a su dormitorio. Entré precipitadamente, ansioso por abrazarla…
—Oh, no —murmuró ella, desgarrada de pena por el niño que se precipitaba al dolor.
—Habían quitado la ropa de cama. Quedaba solamente el colchón. Así supe que había muerto. Nunca voy allí, excepto una vez que pensé que alguien se había introducido en la habitación —dijo, al tiempo que le sonreía brevemente, como si la invitara a recordar esa noche.
Ella le tocó la cara.
—No me extraña que no confíes en nadie. Pero no desconfíes de mí. No te escondas de mí.
—Es fácil decirlo. Un hombre sensato se mantiene oculto.
—Es un error. Si se mantiene prisionero de sí mismo, ¿cómo puede llegar hasta los demás?
—No puedo discutir contigo. Sabes usar muy bien las palabras.
—Y piensas que en mí no hay nada más que palabras, ¿verdad?
Fernando hizo una larga pausa.
—Sabes que eres mucho más que eso. —murmuró suavemente— Pensé que no volverías.
—Siempre voy a regresar.
—¿Te quedarás ahora?
Ella titubeó.
—Debo volver una vez más porque me marché con tanta prisa que…
—De acuerdo. No dejes de decirme cuándo te vas. Bueno, es hora de marcharse.
El instante mágico se había esfumado. Pero ella había avanzado un paso más. «No es una batalla perdida. Aún se puede ganar», pensó cuando volvían a casa. Y la frágil armonía entre ellos se mantuvo durante un tiempo.

 

 

Capítulo 60

 

Un día, Fernando encontró a unos obreros que inspeccionaban el castillo con unos instrumentos.
—Me van a hacer un presupuesto para instalar la calefacción central. —explicó Leticia— Soy lady Mendiola, la señora del castillo, y quiero calefacción central —añadió, al verle fruncir el ceño, dudoso.
—Probablemente tienes razón —aceptó dócilmente.
Tampoco se quejó cuando el colchón de los nabos se transformó misteriosamente en uno muy moderno y comodísimo.
—No he tirado los nabos. Forman parte del patrimonio español —comentó risueña.
Fernando sonrió con buen humor.
Pero la tregua duró poco; una semana después buscó a Leticia para reclamarle algo.
—Ha venido a verme Efrén Rodríguez con sus compinches para quejarse de que estás llenando la cabeza de sus esposas e hijas con tonterías.
—¡Qué descaro!—explotó Leticia.
—Esos hombres trabajan en la granja familiar y necesitan la ayuda de los suyos. Sin embargo, ahora las mujeres se dedican a tejer.
—Conozco a Efrén Rodríguez. Es un tipo que deja todo el peso del trabajo a las mujeres. Se esfuerza lo menos posible y pasa demasiado tiempo en el pub.
—Tonterías. Hace muchos años que lo conozco.
—¿Pero qué sabes realmente? —preguntó, indignada— Sencillamente lo que él quiere que sepas. Deberías tratar de hablar con Lola de Rodríguez y te enterarías de algunas cosas que podrían sorprenderte.
—Leticia, no sabes lo que hablas y no es bueno que estimules a esas mujeres a olvidar la realidad… ¿Qué dices? —preguntó, al oír que Leticia dejaba escapar algo como un bufido.
—Digo una palabra grosera. La mejor de mi repertorio, por cierto. Efrén Rodríguez se la merece y estoy a punto de pensar que tú también. Pero como eres mi marido solo diré que eres un dinosaurio cabeza cuadrada, sin ningún discernimiento ni visión de futuro.
—Ese proyecto no tiene sentido.
—Para mí sí que lo tiene —refutó ella, en un tono peligroso.
Por fin dejaron de lado el asunto, pero hubo muchos más que casi terminaron en serias disputas.

 

 

Capítulo 61

 

A finales de junio, Marcia viajó a México a ver a los Camil.
—Pronto tendré que ir también —dijo Leticia.
—¿Es realmente necesario? —preguntó Fernando, amablemente.
—Hay que firmar un montón de documentos y llevar material que no quiero enviar por correo. Además deseo asistir a la inauguración de la boutique de Tomás. Hoy llamó y…
—Entonces debes ir. —la interrumpió— Espero que te marches mañana.
—Bueno, puede ser. Solo quería contarte…
—Querida, no es necesario que me cuentes nada. Ni en sueños me atrevería a fisgonear en tus asuntos privados.
—¿Por qué haces eso? —le preguntó fastidiada— Un minuto estamos bien y al siguiente me mantienes a distancia.
—Debe de ser porque tú te distancias del condado de Mendiola cuando te falla la memoria.

—Otra vez volvemos a lo de la feria, ¿verdad? Pensé que habíamos aclarado ese episodio. Vuelvo a repetirte que no me olvidé del condado ni de mi promesa. Simplemente no me di cuenta de que la fecha se me venía encima. A cualquiera puede pasarle.
—Sí, pero ellos contaban contigo, no conmigo. Solucionaste el problema con elegancia porque tienes dinero para pagar un helicóptero, pero si no lo hubieras podido pagar…
—¿Por qué siempre sacas a relucir mi dinero? Si tú lo tuvieras, no esperarías que yo le diera tanta importancia.
Fernando le dirigió una extraña mirada.
—Si yo hubiera tenido dinero, con todo gusto lo habría gastado en ti. ¿Cómo crees que me siento casado contigo y sin nada que darte?
—Aceptar algo gustosamente es una forma de dar, si tu aceptación hace feliz a la otra persona… ¿es que no lo ves?
—¿Cómo puedo aceptarte algo con placer cuando sé que todo lo que has hecho es por Tomás Mora? ¿No crees que es hora de que hablemos acerca de tu relación con ese hombre?
—¿Intentas decir que estoy enamorada de Tomás? Seguro que has escuchado las tonterías de Aldo. Y ahora escúchame bien. No estoy enamorada de Tomás. De acuerdo; le hice un préstamo de diez millones de dólares y tal vez los pierda. Eso solamente prueba que debo hacerme revisar la cabeza, pero no prueba en absoluto que esté enamorada de él. Fin de la historia. Ah, y está casado.
—Y a punto de divorciarse.
—No, si puede impedirlo. Él está enamorado de Alicia y a mí me parece muy bien.
—¿Lo dices con sinceridad?
—Sí, con toda sinceridad. Voy a México a dejar arreglados los asuntos legales y a contratar a un contador.
—¿Y qué pasará después?
—Lo que pase después depende de cuánto me eches de menos.
Un segundo más tarde, se vio en brazos de Fernando que la estrechaba con fuerza mientras sus labios la besaban como nunca lo había hecho antes.
Ella permaneció quieta en sus brazos, deleitada en el movimiento de sus labios, saboreando ese largo momento de intensa pasión. Cuando al fin se separó de ella, casi sin aliento, había en sus ojos un fulgor que la estremeció.
—Esto es por lo mucho que te voy a extrañar. Y si quieres saber más, tendrás que volver a mí.

 

 

Capítulo 62

 

La colección de Tomás ya estaba casi lista y muy pronto iba a exhibirla al público. Leticia pasaba muchas horas en el taller. Estaba contenta al ver que el proyecto dentro de poco iba a convertirse en realidad, tal como lo había soñado.
Aunque profesionalmente Tomás estaba satisfecho, en el fondo se sentía muy desdichado. Al verlo tan triste, Leticia decidió que era hora de actuar. Una noche entró en el edificio donde estaba la boutique de Tomás acompañada de una amiga.
Lo encontró trabajando afanosamente.
—Hola, cariño. Estaba pensando en marcharme e ir a tomar una copa —dijo él, con expresión de fatiga.
—Tengo algo mucho mejor para ti que una copa. Aquí está —replicó Leticia al tiempo que empujaba a la amiga al interior.
Tomás se quedó inmóvil, incapaz de hablar. Solo sus labios modularon la palabra.
—¿Alicia?
Ella tampoco habló. Lo miraba con el corazón puesto en los ojos.
—Los dejo solos. Y no los quiero ver hasta que no hayan resuelto todos sus problemas —advirtió, con amable exasperación.
Cuando salía, se quedó un momento en la puerta, justo el tiempo suficiente para verlos estrechamente abrazados.
Volvió a su departamento en un taxi. Y de pronto le pareció más vacío que nunca.
Se preguntaba qué estaría haciendo Fernando en ese momento. ¿También sufría por ella como Tomás por Alicia?
En otro momento habría dicho que no, pero en ese instante recordó la forma en que la había besado la última vez.
Hacía tres meses, casi en otra vida, se había prometido que ese hombre llegaría a quererla. No estaba en sus planes llegar a quererlo, ni amarlo, ni extrañarlo. Pero él la había convertido en otra persona, en una mujer adulta, decidida a medirse con su hombre en un desafío que no acabaría ni en victoria ni en derrota sino en deleite para ambos.
Si solo pudiera volver de inmediato. Pero primero tenía que dejar toda su vida arreglada, y cada detalle tomaba su tiempo. Así que se obligó a trabajar a fondo para no tener que volver a México otra vez.
Para la fiesta previa al desfile de modas, Tomás le hizo un vestido ceñido con un escote profundo en una suave tela rojo escarlata.
—El escote está muy rebajado, no podré llevar sujetador —protestó ella.
—Esa es la idea. —aseguró Tomás— Erotismo con dignidad.
El maravilloso atuendo hizo que Leticia se sintiera extremadamente sensual. Y pensó que cuando volviera a casa haría una exhibición privada, solo para Fernando.

 

 

Capítulo 63

 

Esa gran noche, Leticia se esmeró mucho en su presentación personal, y cuando acabó de arreglarse supo que podría rivalizar con cualquiera de las modelos que asistirían a la gala. Era el tipo de fiesta que una vez había llenado su vida. Con luces brillantes, comida excelente y vinos exquisitos.
—Bendita seas, querida. —exclamó Alicia al verla llegar y antes de abrazarla— Todo te lo debemos a ti. Gracias, querida amiga —dijo, con un beso en ambas mejillas.
—Ahora me toca a mí. —intervino Tomás, que también la besó en las mejillas y luego le dio un leve beso en los labios— No pasa nada, Alicia sabe que no debe sentir celos de ti. —añadió, al tiempo que le guiñaba un ojo a su mujer— No después de lo de anoche, ¿verdad?
Más risas. Champán. Música. Baile.
Algunos invitados eran periodistas de afamadas revistas de moda. Leticia los llevó a recorrer el lujoso local conformado por una amplia sala de exhibición, espaciosos probadores y la bodega donde se guardaba la fabulosa colección de vestidos, resguardada bajo llave.
En el centro del vestíbulo principal había una pasarela por la que podían caminar cinco modelos a la vez. Pero esa noche estaba convertida en una pista de baile.
Leticia bailó casi toda la noche. Disfrutaba mucho, aunque empezaba a notar que el vestido era escandalosamente más atrevido de lo que había imaginado. En un momento, se encontró en brazos de Tomás, que miraba el escote con interés profesional mientras bailaban.
—Tiende a caerse, no se sostiene en su lugar tan bien como imaginé. —observó, al tiempo que indicaba la parte ofensiva del vestido— Después de todo lo que has bailado, enseñas más de lo que yo quería.
—Y ahora me lo dices.
—Leticia, qué alegría verte —dijo Jaime Camil, acercándose a saludarla con una brillante sonrisa.
—¿Ha venido Tony contigo? —preguntó ella, tras los abrazos y saludos.
—Desde luego. Con tu amiga, Marcia Carvajal. ¿Dónde se habrán metido? —dijo, al tiempo que miraba a su alrededor.
—No te preocupes. Ya nos encontraremos —dijo Leticia, rápidamente.
Luego se alejaron de allí. En pocos minutos Leticia había olvidado a Marcia.
La fiesta fue un gran éxito, un perfecto ensayo para el gran desfile de modas que se realizaría próximamente.

 

 

Capítulo 64

 

Unos días después, Fernando fue a buscar a Marcia al aeropuerto.
—Es bueno tenerte de vuelta, querida. —dijo mientras la abrazaba— Vamos a tomar una taza de té. Se supone que te ibas a quedar más tiempo, ¿no? —observó cuando estuvieron sentados en la cafetería.
—Después de lo que vi, quise volver a casa cuanto antes —declaró ella, en voz baja.
—Marcia, ¿qué sucede?
—Oh, Fernando, no sé cómo decírtelo, es tan terrible.
—¿Qué puede ser tan terrible? —preguntó, risueño.
—Fui a la fiesta que celebró Tomás Mora en su nueva boutique. Él y Leticia…
—Marcia, no sucede nada malo. Solo son amigos. Ella me lo explicó todo.
Sin decir una palabra, Marcia puso dos fotografías en la mesa.
El fotógrafo había hecho un buen trabajo. En una aparecía Leticia bailando con Tomás. Lo miraba a los ojos mientras él reía y con una mano señalaba los pechos casi desnudos. En la otra aparecían besándose.
—Ya veo. —dijo Fernando, en tono inexpresivo— Es hora de volver a casa —añadió, al tiempo que bruscamente se levantaba de la mesa.

Como un niño que pospone el momento de abrir un regalo, Leticia, sentada junto al teléfono, miraba el reloj mientras contaba lo segundos que le faltaban para llamarlo y permitirse un momento de placer.
Justo en ese instante el aparato empezó a sonar.
—¿Leticia?
—Sí, soy yo —dijo, una sonrisa.
Desde ese momento en adelante todo fue empeorando. La hostilidad de la voz de Fernando era desconocida para ella.
—He sido un estúpido al confiar en ti.
—Fernando, ¿qué dices?
—Al principio sabía más o menos lo que tramabas, pero no estaba interesado. Y eso te enfadó, ¿verdad? Así que te empeñaste en jugar conmigo solo por el placer de demostrar tu poder sobre mí.
—No sé de qué hablas.
—Tomás Mora. Un hombre con el que bailas semi desnuda y que besas en presencia de todo el mundo. He visto las fotografías. ¿Es que creíste que no llegarían a mi poder?
—Esa es obra de Marcia.
—Sí, Marcia vio lo que hacías.
—Y naturalmente sacó la peor conclusión.
—Deberías estar muy satisfecha de ti misma porque al final conseguiste lo que querías. Me entregué a ti. Incluso casi me he… —Fernando no pudo continuar.
—Escúchame, por favor. —dijo ella, con desesperación— Tomás volvió con su mujer, gracias a mí. La fiesta era para celebrar la reconciliación.
—Y supongo que su esposa observaba cómo se besaban.
—Claro que sí, y se rio mucho.
—Leticia, déjalo ya. —la voz de Fernando sonaba muy cansada— Has ganado. Me rindo, pero no vuelvas nunca al castillo de Mendiola. Hicimos un pacto y ahora cada uno debe ir por su lado. Dejémoslo aquí.
—No quiero dejarlo aquí. ¿Cómo te atreves a juzgarme sin oírme? —explotó.
—Esas fotografías hablan por sí mismas. ¿Qué más necesito oír?
—Intenta oír la verdad, aunque eso no se adapte a tus prejuicios. No he estado jugando contigo, Fernando. Me he enamorado del castillo de Mendiola, y también podría haberme enamorado de ti. Pero tú no quieres que te amen. No puedes aceptarlo. El amor significa arriesgarse, pero para ti es más seguro permanecer en tu mundo de sospechas. Así que quédate ahí. Y no temas que vuelva porque no lo haré. No te he engañado y un día lo sabrás. Pero no te molestes en decírmelo porque he terminado contigo. Tengo cosas mejores que hacer con mi vida que malgastarla dándome cabezazos contra una pared.
A miles de kilómetros de distancia Fernando oyó cómo cortaba bruscamente la comunicación. Pero no pudo oír los sollozos de la joven.

 

 

Capítulo 65

 

De alguna manera, la vida continuó para Fernando. Los obreros llegaron al castillo para instalar la calefacción central. Ya era demasiado tarde para cancelar los trabajos y Fernando no tenía el menor deseo de dar explicaciones; todo le parecía tan inútil.
Él intentaba aplicar la lógica. Sabía que no era razonable extrañarla tan desesperadamente, pero no podía evitarlo.
La verdad es que echó de menos su presencia durante el almuerzo que él celebraba anualmente en el condado de Mendiola para sus inquilinos y familiares. Fernando temía las miradas de curiosidad de la gente y las preguntas no formuladas.
Ese día asistieron todos. Efrén Rodríguez y Lola, su esposa; Sara, que alquilaba una granja y la manejaba sin la ayuda de ningún hombre; Simon Contreras y su mujer Paula María, junto con su hijo Jaimito; Juana, la encargada de la tienda de los tejidos de lana, y una docena más.
La ausencia de Leticia provocó una reacción que nada tenía que ver con los temores de Fernando.
—Así que está en Nueva York, ¿eh? —exclamó Lola, al tiempo que miraba a las otras mujeres, que asintieron con la cabeza—. Está allí para vender nuestros productos. Dijo que lo haría.
Fernando guardó silencio. ¿Cómo podría decirles a esas mujeres sencillas y decentes que Leticia las había traicionado?
Pero después de comer, Marcia se encargó de hacerlo. Fernando no podía oír sus palabras pero sí observar la expresión de extrañeza en los rostros de los demás.
A petición de uno de los invitados que quería enterarse de las noticias, Omar encendió la televisión. De pronto, se quedó inmóvil ante la pantalla.
—¿Esa no es Leticia?
Todos los ojos se volvieron a la pantalla donde Leticia paseaba por una pasarela vestida con un original atuendo en tejido artesanal.
—¡Nosotras hicimos ese vestido! —gritaron las mujeres al unísono.
—El señor Mora dijo que quería un diseño primitivo y muy alocado a la vez —comentó Paula María.
Omar subió el volumen del televisor. En ese momento se escuchaba la voz del presentador:
—…la colección que Tomás Mora presenta por primera vez en Nueva York. En la pasarela vemos a su promotora, Leticia Padilla, ahora lady Mendiola, que exhibe un original modelo en un tejido de lana hecho en el condado de Mendiola. ¡Verdaderamente sensacional!
—Bueno, ya somos sensacionales —murmuró Paula María.
Efrén Rodríguez intentó decir algo desagradable, pero las mujeres lo hicieron callar.
—Ella prometió que enseñaría nuestros tejidos en México y Nueva York. —dijo Lola, al tiempo que señalaba a su marido con un dedo acusador —Y tú dijiste que no lo haría.
—Lady Mendiola es una mujer de palabra —comentó Omar, con los ojos clavados en Fernando.
Pero Fernando no lo vio. Sus ojos estaban fijos en su mujer, que se desplazaba por la pasarela con elegancia y con una brillante sonrisa.

 

 

Capítulo 66

 

Luego vieron que conversaba con el presentador.
—Habla de nosotras. De nuestros tejidos. Dice que son de alta costura —comentó Lola.
Efrén Rodríguez murmuró algo ininteligible.
—Cállate, viejo tonto. Con los pedidos que nos han hecho tendremos suficiente dinero para reparar el establo y pagar al banco. Así que ya puedes escandalizarte y de paso trabajar un poco, para variar.
Leticia había desaparecido de la pantalla y la cámara filmaba al numeroso público mientras el presentador continuaba hablando.
—Más tarde esta colección irá a París, Milán, Roma y Londres, un largo viaje que para Tomás Mora y Alicia, su mujer, será su segunda luna de miel puesto que acaban de reconciliarse. Leticia, corre el rumor de que has hecho de Cupido. ¿Qué hay de cierto?
—Es verdad, pero solo en parte porque Tomás y Alicia están hechos el uno para el otro. Ellos se aman, así que la reconciliación era inevitable.
Luego Tomás pasó a ocupar la pantalla. Con un brazo enlazaba el talle de una mujer joven que miraba con adoración. Y allí estaba Leticia, junto a ellos.
—Tomás, bésala —dijo entre risas y luego fue la primera en aplaudir cuando la pareja la obedeció.
El reportaje siguió pero Fernando ya no escuchó más, perdido en sus pensamientos. Las mujeres del pueblo celebraban el éxito de sus tejidos cuando Omar se le acercó.
—Marcia decidió marcharse. Va camino a la lancha. No quiso despedirse y me pidió que lo hiciera yo en su lugar —dijo.
—Comprendo —respondió Fernando. Empezaba a entender muchas cosas. Fernando no supo cómo pudo pasar el resto de la tarde. De alguna manera se las arregló para responder adecuadamente, sonreír y evitar las preguntas.
En su cabeza solo podía oír la voz de Leticia: «No te he engañado y un día lo sabrás. Pero no te molestes en decírmelo».

 

 

Capítulo 67

 

Los días se arrastraba con triste monotonía y Leticia luchaba por sobreponerse. Al fin y al cabo, sus planes originales se habían hecho realidad. Ya tenía su dinero en las manos, un esposo desaparecido tras cumplir el pacto y toda una vida por delante. Así lo había querido, pensaba con tristeza.

Además había mejorado la vida de las personas que le interesaban. Pero al parecer, a Fernando no le había procurado una vida más feliz, aunque ella creía que, con el tiempo, él se casaría con Marcia y envejecería poco a poco.
Al pensar en eso casi se subió en el primer avión para volver a su lado, pero se obligó a no hacer nada. Lord Mendiola había elegido su camino y no la quería con él.
La exhibición de la colección de Tomás había sido un rotundo éxito. Pronto se presentaría en París y Leticia decidió acompañarlo porque necesitaba hacer algo para distraerse.
Una mañana, la despertó el timbre insistente de la puerta. Tras ponerse una bata, fue a abrir.
—¿Quién es?
—Fernando.
Leticia abrió la puerta. El rostro de Fernando, de pálida tez grisácea, parecía consumido por la fatiga y la tensión. Pero lo que más la impresionó fue la vacilación que había en sus ojos, como si hubiera perdido la confianza en sí mismo.
—Parece que has tenido un viaje agotador. —dijo, en vista de que él la miraba sin hablar— Voy a preparar café.
Al cabo de un momento, volvió a la sala con una bandeja y vestida con un pantalón y suéter.
—He venido a decirte que lo siento. —dijo con una mirada indefensa, desconocida para ella— Por fin supe la verdad. Vi en la televisión el desfile de modas de Mora, y luego hubo un comentario acerca de su mujer y tu intervención en la reconciliación de la pareja. Debí haber confiado en ti. Mi corazón me decía que podía hacerlo, no mi cabeza.
—No, no lo hiciste. —repuso ella, con un triste sonrisa— Lo dices ahora cuando es fácil… Lo siento, no quiero ser desagradable…
—Tienes razón. Es fácil decirlo con hechos comprobados. Lo que hace falta es confiar y tener fe ciega en el otro cuando no los hay. Y yo te fallé.
—Ya no importa, Fernando. Aunque me alegro de que te hayas enterado de la verdad.
—También he venido por otra razón… Hay algo que quiero que sepas. Pronto aparecerá en los periódicos, pero quería ser yo quien te lo contara. Sé que tú eres la única persona que realmente lo va a entender.
—¿De qué se trata?
—Los obreros que instalaban la calefacción central descubrieron un pequeño cuarto detrás de una pared falsa en el pasillo, ese que comunica nuestras habitaciones. ¿Te acuerdas que era demasiado estrecho? Pues no vas a creer lo que encontraron allí.
—¿Qué?
—A Marguerite.

 

 

Capítulo 68

 

—¿Marguerite? Pero ella huyó del castillo —dijo Leticia, impresionada.
—Eso es lo que siempre se ha creído a causa de la súbita desaparición de ella, su sirviente y la doncella. Pero todos estaban allí, enterrados desde hace seis siglos. No, no fue un espectáculo particularmente desagradable. —dijo, al notar que Leticia se estremecía— Allí no había nada más que polvo. Las ropas se conservaron mejor. Ella llevaba las perlas, las mismas maravillosas perlas del retrato.
—¿Pero, cómo sucedió?
—Al parecer, Federico no era el marido desesperado que todos creíamos. Quería todo el dinero de su esposa, así que la asesinó junto con los dos sirvientes. Y para hacer más convincente la situación, le puso el collar de perlas. Luego ocultó sus cuerpos en ese lugar del pasillo que tapió con un muro. Seguramente pensaba recuperar el collar cuando el revuelo hubiera pasado, pero murió antes de poder hacerlo. En cuanto a las relaciones de su esposa con el sirviente, Eduardo cree que fue una mentira para explicar su desaparición. Probablemente ella amaba a su marido, pero él solo quería tomar y no dar nada. Me temo que es una característica de los Mendiola.
—Nunca hubiera dicho que eres un sentimental —comentó ella, con una sonrisa triste.
—Leticia, me ofendía tu generosidad porque te consideraba una invasora. Pensaba que así protegía mi heredad, pero en realidad me negaba a compartir. Todo lo que hiciste en el condado lo hiciste porque querías dar y ser parte de nosotros. Y yo te rechacé porque estaba celoso. Tomaste lo que yo pensaba que era mío y lo hiciste tuyo, no con dinero, sino por haberte ganado el amor de mi gente.
—No debiste sentir celos, Fernando. Yo no deseaba quitarte nada, me enamoré del condado de Mendiola apenas lo vi.
—¿Solo del condado?
—No. También me enamoré de ti. Pero eso es una vieja historia.
—Leticia, quiero que arreglemos nuestras diferencias.
—Pero ¿qué podemos arreglar cuando todo empezó mal?
—Lo sé, pero ahora podría ser diferente. Ahora puedo darte algo. El valor de las perlas es increíble. Si las hubiera tenido antes, yo…
—Nunca nos habríamos conocido.
—Estábamos hechos para conocemos, Leticia, y con el dinero de las joyas habría podido estar a tu altura.
—Si realmente me hubieras querido siempre habrías estado a mi altura, con o sin dinero. Yo te amaba porque eras un hombre valioso, diferente a los demás. Quería darte, no controlarte. Pensaste que porque no tenías dinero no podías apreciarte y tampoco a mí. Y ahora que lo tienes, crees que todo se puede solucionar.

 

 

Capítulo 69

 

—Pensé que por fin habían desaparecido las barreras entre nosotros —dijo un sorprendido Fernando.
—Oh, sí. Tomás era una barrera, el dinero era otra y ahora ambas han desaparecido.
—¿Y eso no es suficiente?
—Claro que no lo es. Yo quería que me amaras lo suficiente como para salvar las barreras; destruirlas no es lo mismo.
—Leticia, no sé como expresar cuánto te amo. Pensé que lo sabías. Podemos solucionarlo todo si te vienes conmigo.
—No puedo, ya es demasiado tarde. —dijo, sin poder contener las lágrimas— Si supieras cuánto deseaba que el castillo de Mendiola fuera mi hogar, pero tú no me permitiste entrar.
—Sé que es culpa mía, pero las cosas han cambiado.
—Sí, las cosas. Pero tú no. Para ti nunca seré otra cosa más que una invasora.
—He venido a pedirte otra oportunidad. —dijo, en tono sombrío— Pero ¿cómo puedo pedirte que me ames? No he hecho muchos méritos, ¿verdad?
—Fernando, tú no mereces ganarte el amor de nadie. Lo que tienes que hacer es aprender a aceptarlo.
—Ven a casa y enséñame —rogó.
Ella negó con la cabeza.
—Una vez pensé que podría, pero eso fue en mis tiempos arrogantes, cuando creía poder conseguirlo todo solo porque era Leticia Padilla. Pero tú me demostraste que el dinero era todo lo que poseía y que eso no era suficiente. Dejémoslo aquí, Fernando. Tal como tú lo dijiste cuando me llamaste por teléfono.
Sin añadir nada más, Leticia se quitó la sortija del dedo y se la entregó.
Después de eso, a Fernando no le quedaba más que partir.

 

 

Capítulo 70

 

Tomás era un hombre desorganizado para todo, menos para diseñar. Por eso, el personal, su mujer y Leticia se encargaron de prepararlo todo para el viaje a París. Leticia estaba contenta, ya que el viaje le impediría pensar.
Para su sorpresa, el día de la partida Alicia había insistido en una hora puntual de encuentro, bastante anticipada a la salida del avión. Pero en fin, ¿qué más daba? Cuando llegó al aeropuerto, vio a la pareja en la cola de documentación.
—Creo que se equivocaron de fila. Este avión no va a París —dijo, tras saludarlos.
—No nos hemos equivocado, Leticia. Tu avión parte en una hora. Volarás a Madrid, España, a las nueve de la noche. Aquí tienes tu boleto —dijo Alicia, con firme serenidad.
—Escúchenme, yo no puedo…
—Leticia, no digas una palabra. —intervino Tomás, con firmeza— Durante toda la semana pasada Alicia y yo hemos escuchado tonterías acerca de que tú y Fernando no pueden vivir juntos, y ya es suficiente. Dijiste que él no sabía aceptar tu amor. Entonces enséñale, muchacha tonta. Aunque tardes años en hacerlo. Ese es tu verdadero trabajo, así que aplícate en ello.
—Pero él… —intentó alegar Leticia.
Pero Tomás continuó hablando, sin dejarla interrumpirle.
—De acuerdo, Fernando no es demasiado inteligente en lo que se refiere a los sentimientos, pero ahora tú tampoco lo eres. Él te pidió que le enseñaras y que comprendieras las cosas que no sabía expresar. Y tú lo corriste. Pensé que tenías agallas, Lety. Pero te rendiste antes de comenzar. Sé que no es un hombre fácil, pero dejó de lado su orgullo por ti. Ahora te toca a ti.
Como Leticia continuaba muda, con la boca abierta por la sorpresa, la escoltaron hasta la puerta de embarque.
—Y nos vamos a quedar aquí para asegurarnos de que no te vas a escapar —amenazó Alicia.
—No es necesario. —dijo Leticia al fin, con los ojos brillantes— Se los agradezco con todo mi corazón.
Solo con el equipaje de mano, Leticia salió apresuradamente del aeropuerto de Madrid y abordó un taxi. Tardaron varias horas en cubrir el trayecto hasta el condado de Mendiola, ya que viajaron bajo una copiosa lluvia que los acompañó todo el tiempo.
—¿Cómo va a cruzar el arrecife? —preguntó el conductor cuando se acercaban a la costa— La marea está demasiado alta para mi coche.
—Alguien me llevará en su lancha —dijo Leticia, con una abierta sonrisa.
—Si es que puede conseguirla. Me parece que todo el mundo anda en busca del sujeto que desapareció esta madrugada.
—¿Quién? —preguntó Leticia bruscamente.
—No lo sé. Un lord o algo así. Dicen que salió a navegar y no se sabe nada de él.
—¡Dios mío! Es Fernando.
Leticia sacó el celular de la bolsa y llamó a Omar.
—Omar, ¿qué ha pasado? ¿Es Fernando? —preguntó muy alterada apenas oyó la voz tensa de Carvajal.
—Me temo que sí. Todo el mundo anda en su busca. Yo también salí, pero mi lancha es demasiado pequeña, así que he alquilado otra con un motor más potente.
—Voy contigo —dijo Leticia de inmediato, cegada por las lágrimas.
—Te espero en el arrecife.

 

 

Capítulo 71

 

Cuando Leticia llegó al arrecife, Omar ya estaba ahí, esperándola.
—Cuéntamelo todo —pidió tras acomodarse en la poderosa embarcación.
—Últimamente Fernando pasa mucho tiempo solo. Acostumbra salir a cabalgar o a navegar en su pequeño yate. Es un buen marinero, pero lo sorprendió una tormenta cuando salió al amanecer. La gente alertó a los guardacostas y todos salieron a buscarlo.
—Pero ha pasado mucho tiempo —casi gritó Leticia de ansiedad.
—A veces han encontrado a personas sanas y salvas que han estado perdidas mucho más tiempo que Fernando.
—Pero ya debe de llevar horas en el agua y hace mucho frío —replicó ella, horrorizada.
Omar no respondió. Se limitó a observar atentamente el cielo y comprobó atemorizado que oscurecía rápidamente.

Ya se había hundido varias veces y había logrado salir a la superficie y sujetarse a la embarcación. Pero horas más tarde, el frío empezó a entumecerlo y Fernando se sintió peligrosamente somnoliento. Así fue cómo se soltó del borde del velero, casi sin darse cuenta. Cuando percibió que estaba a punto de ahogarse, con un esfuerzo salvaje trató de asirse otra vez, pero no logró alcanzar la embarcación que se alejaba cada vez más hasta que desapareció de su vista.
Era inútil luchar en medio de un mar embravecido. Fernando sabía que si no lo encontraban pronto, no iba a sobrevivir durante la noche. Cada vez se sentía más débil.
—¡Fernando! ¡Fernando! —en una especie de ensoñación, creyó oír su nombre cuando se hundía, ya sin fuerzas.
Con un ímpetu salvaje logró salir a la superficie.
A la alucinación del sonido siguió la de la visión, porque creyó ver una mujer que se acercaba a él en medio de la tormenta.
—¡Fernando! ¡Oh Dios, Fernando, por favor! —lloraba aterrorizada la joven. De pronto, Leticia instintivamente volvió la mirada hacia el punto en que se debatía Fernando y agitó los brazos desesperadamente— ¡Fernando, mi amor!
Él nunca supo cómo había sido capaz de responder a la llamada, pero lo hizo. En ese momento se produjo un claro entre las nubes, y en el mar plateado por la luna vio surgir a una mujer con el pelo alborotado por el viento, con los brazos extendidos hacia él, y Fernando supo que si lograba llegar hasta ella estaría salvado.

 

 

Capítulo 72

 

Leticia lloraba mientras intentaba subir a Fernando en la lancha con la ayuda de Omar.
—Mi amor, agárrate a mí, ya te tengo —le suplicó.
Una vez en la lancha, entre ambos lograron hacerlo reaccionar y lo abrigaron rápidamente. Cuando Omar comprobó que estaba mejor, los dejó solos y se puso a maniobrar la embarcación en dirección a la costa.
Leticia acunaba a Fernando entre sus brazos.
—Pensé que te habías ido para siempre —murmuró, con la cabeza en el pecho de la joven.
—Nunca me volveré a marchar —juró ella.
—No temía a la muerte, pero no podía soportar morir sin decirte cuánto te amo y lo que significas para mí.
—Perdóname, mi vida. Condené tu orgullo, pero el mío era peor. Yo te amo, pero te separé de mí porque amarte era demasiado duro. No habrías salido a navegar si no hubiera sido por mi causa.
—Olvídalo, eso ya pasó, Leticia. Y por cierto: las perlas son tuyas, quiero que las aceptes.
—Sí, mi vida, haré lo que digas.
—Otra vez soy un hombre pobre. —dijo, aliviado— Y sin embargo nunca lo seré porque tengo tu amor. Perdóname, querida mía, no sabía, nunca comprendí…
—Ni yo tampoco. Pero ahora lo tenemos todo. Nada importa sino esto —murmuró, al tiempo que lo abrazaba con más fuerza para darle su calor y lo besaba dulcemente en los labios.
—Leticia. —susurró— Una vez llegaste hasta mí en medio de una tormenta y esta noche has vuelto a surgir del mar. Es un nuevo comienzo para nosotros, ¿no lo crees así?
—Sí, Fernando.

 

 

EPÍLOGO
(Primera parte)

 

Un año después

Había una gran actividad en el castillo de Mendiola. Un grupo de visitantes subía por las escaleras, ansiosos por escuchar la historia de la mujer de las perlas, mientras que un par de técnicos instalaba sus cámaras en la habitación de Lady Mendiola, buscando el mejor ángulo para grabar el pasillo en el que encontraran el cuerpo de Marguerite.
Los visitantes comenzaron a llegar a Mendiola luego de que la noticia sobre la aparición de Marguerite y sus perlas apareciera en la prensa, y ante su insistencia de obtener más información, Fernando había aceptado escribir un libro donde contaba la historia de sus antepasados. Éste se había convertido en un best seller, y se esperaba que la película (que ya se filmaba dentro del castillo) fuera también un éxito.
Las ganancias de ambos proyectos habían sido invertidas en la heredad, que ahora lucía muy distinta. Los campos se veían verdes y sanos, y los campesinos esperaban una buena cosecha de cereal, gracias a las nuevas maquinarias y los fertilizantes que había adquirido lord Mendiola. Y en el pueblo ya habían surgido varios prósperos negocios que daban renovada vida a la región.
Doña Julieta administraba un nuevo hotel, construido al lado de su posada ya que ésta era insuficiente para alojar a los visitantes. Omar había inaugurado una galería de arte, donde exhibía sus cuadros con paisajes de la localidad y vendía reproducciones del retrato de Marguerite.
También había una gran tienda donde las mujeres –asesoradas por Tomás– vendían sus vestidos y tejidos artesanales, y un centro de salud equipado con todo lo necesario para competir con los hospitales de la capital.
En ese sitio estaba internada lady Mendiola, recuperándose después de dar a luz a su primogénita.
–¿Cómo están las dos mujeres más bellas del mundo? –dijo Fernando al entrar en la habitación.
–Yo estoy feliz de verte mi amor, y los médicos dicen que nuestra hija está perfecta.
–Así debía ser, ya que se parece a su madre.
–Oye, ¿ya decidiste cómo vamos a llamarla? Acordamos que tú elegirías si era niña.
–Sí, se llamará Margarita.
–¿Por Marguerite?
–Sí, pero no solo porque le debemos a ella la prosperidad de nuestro condado, sino porque ambas tienen los ojos verdes.
–Pero Fernando, –dijo Leticia riéndose– ya te dijo la doctora Caro que casi todos los bebés nacen con los ojos claros y que pueden cambiar con el tiempo.
–Ya lo sé, pero ella será igual de bella que tú… estoy seguro.
–Está bien, no voy a discutir contigo, pero sé que el tiempo me dará la razón y nuestra hija será idéntica a ti. Los cuadros de tus antepasados demuestran que tienes unos genes muy fuertes.
Un visitante abrió la puerta e interrumpió su alegre alegato.

 

 

EPÍLOGO
(Segunda parte)

 

–Disculpen, me dijeron que aquí  podía encontrar al heredero del general Adrián Mendiola. ¿Es usted? –dijo el hombre, con un marcado acento extranjero.
–Sí, –dijo Fernando, extrañado– era mi abuelo, ¿por qué?
–Permítanme presentarme. Soy Jacks Reinard, representante del National Bank der Schweiz.
–¿Banco de dónde? –susurró Fernando.
–De Suiza. –aclaró el banquero– Esta mañana viajé para tratar personalmente un asunto muy importante, y una mujer muy amable me dijo en el castillo que podía encontrarlo aquí.
–¿Y por qué quería verme? –preguntó Fernando.
–Necesito que me de instrucciones de cómo desea disponer de las cuentas de su familia.
–¿De qué cuentas habla? Según me dijo mi padre antes de morir, el abuelo no nos dejó nada.
–Pues creo que estaba mal informado, ya que manejamos las cuentas de la familia Mendiola desde el siglo quince. El último contacto fue con su abuelo, que hace cincuenta años nos pidió que se ampliara el plazo de la inversión. Se venció la semana pasada, y por eso yo vine a consultarle.
–¿Desde el siglo quince? ¿No fue entonces que vivió Marguerite? –comentó Leticia.
–Sí, seguramente Federico decidió ocultar allá el dinero que le quitó… –dijo Fernando– Aunque yo estoy pensando en otra cosa: hace cincuenta años mi abuelo aún manejaba la heredad, y tal vez no quiso decirle dijo nada a mi padre sobre estas cuentas suizas.

–¿Por qué piensas eso?

–Mi padre siempre fue muy mal administrador, por eso la heredad estaba sin recursos cuando yo la recibí. Quiero pensar que el general trató de proteger este capital, aunque murió tan de repente que no nos habló de su existencia.
–Bueno, ¿y de cuánto estamos hablando? –preguntó Leticia, con mente práctica– Me imagino que un banco tan importante no va a enviar a su representante por una pequeña suma.
–Estos son los últimos reportes financieros –dijo el banquero, entregándoles un grueso folio.
Fernando comenzó a leer, pero luego le pasó los documentos a Leticia.
–No entiendo nada… ¿qué significan todos esos números y columnas?
Leticia, que estudió Finanzas para complacer a su padre, comprendió de inmediato.
–Mi amor, significa que no vas a tener que preocuparte nunca más por dinero. Mira, –dijo, señalando una columna– estos son los intereses de la inversión y esto –señaló otra cifra– es el capital que hay actualmente en el banco.
Al ver lo que le señalaba, Fernando exclamó sorprendido:
–¡Es demasiado dinero! Me parece increíble que mi abuelo nos ocultara algo así.
–Tú lo dijiste. Tal vez creyó que tu padre se lo habría gastado, y quiso preservarlo para ti.
–Bueno, pues creo que yo debo hacer lo mismo por Margarita. Ahora mismo no necesitamos de este dinero, y será mejor protegerla. No sabemos lo que pasará en el futuro.
–Si ese es su deseo, podemos hacer los arreglos convenientes. –dijo Reinard– Sólo dígame para cuándo puede viajar a firmar los documentos.
–Pues… mi hija acaba de nacer y Leticia no puede viajar ahora mismo. ¿Le parece bien que vayamos en tres o cuatro meses?
–Está bien, aunque hay algunos documentos que no pueden esperar tanto tiempo. Si le parece bien, le pediré a mi asistente Ricky Armstrong que venga a traerlos.
–Muy bien, lo recibiremos con gusto.
Una doctora se asomó para revisar a la niña, seguida por otro visitante.

 

 

EPÍLOGO
(Tercera parte)

 

La doctora Carolina Ángeles tenía seis meses dirigiendo el centro de salud de Mendiola. Llegó ahí por invitación de Leticia, que quería que la gente del condado tuviera atención de primer nivel sin tener que viajar hasta La Coruña o Madrid. Ambas mujeres simpatizaron de inmediato, y se habían hecho buenas amigas durante el embarazo de Lety.
–¿Me permiten ver a mi nueva paciente?
–Claro que sí Caro, pasa.
–Carvajal, qué milagro verte por aquí. –dijo Fernando, al descubrirlo tras Carolina– Pasa a conocer a tu futura casera.
–Gracias amigo, que gracioso.
Omar Carvajal se había enamorado de Carolina desde la primera vez que la vio, y después de mucha insistencia al fin había logrado convencerla de ser su novia, por lo que pasaba todo su tiempo libre en la clínica.
–Bueno, yo me retiro pero les informaré para cuando viene Ricky con los documentos –dijo Jacks.
–Muy bien señor Reinard, seguimos en contacto.
–¿Y ese quién era? –preguntó Omar, extrañado.
–Un emisario del pasado –le respondió Leticia.
–¿Cómo dices?
–Que nos trajo noticias del pasado. Acabamos de descubrir que el general tenía dinero oculto en Suiza, ¿qué te parece? –agregó Fernando, mostrándole los documentos que le entregó el banquero, y señalando la cantidad que había depositada en la cuenta.
–Vaya Fernando, así que ahora eres un hombre rico.
–Ya lo era hermano… soy millonario porque tengo a mi lado a la mujer más maravillosa del mundo, y ahora al fin tengo la familia que siempre soñé. Mi vida no podría ser más perfecta.
–¿Esta es tu hija? –dijo Omar, señalando a la pequeña que Carolina estaba sacando de la cuna.
–Sí. Te presento a Margarita Mendiola Padilla, vigésima tercera vizcondesa del condado de Mendiola.
–¿No se supone que el título se hereda a los hijos varones? –preguntó Leticia.
–Sí, pero en cuanto supimos que era niña yo le envié una carta al Rey solicitando que me permita transmitirle el título. Y no creo que se niegue, pues él nombró su heredera a su nieta Leonor.
–Vaya, los tiempos están cambiando.
–Sí, ahora todo ha mejorado. Y gracias a mi hija, todo está perfecto.
–Don Fernando tiene razón, su hija está perfectamente –dijo Carolina, depositando a la pequeña Margarita en brazos de su madre.
–Caro, ¿cuántas veces tendré que decirte que lo tutees? Fernando y yo somos tus amigos –dijo Lety mientras arrullaba a su hija.
–No me regañes Lety, tú sabes que ustedes son los primeros nobles con los que convivo.
Riendo, Omar la abrazó y dijo:
–Hermano, me parece que al fin podré volver a tomar un buen whisky en tu casa.
–Sí claro, compraré una bodega entera para festejar el bautizo de tu ahijada.
–¿Yo, su padrino? Vaya Fernando, me dejas sin palabras.

 

 

EPÍLOGO
(Cuarta parte y final)

 

Fernando abrazó a su amigo y le dijo:
–Omar, yo no podría elegir a nadie más. Tú fuiste mi amigo cuando no tenía nada y me apoyaste siempre; y sé que aunque eres un poco alocado, serás un buen ejemplo para Margarita.
–Te lo prometo hermano. Seré el mejor padrino que se haya visto en este condado… y en el mundo entero. Pero creo que tu amigo Tomás se molestará cuando lo sepa, ¿no crees Leticia?
–No te preocupes por él. Ya le tocará ser padrino del próximo –respondió ella.
–¿El próximo? ¿Pues cuántos hijos piensan tener?
–Al menos dos. Fernando y yo fuimos hijos únicos, y no queremos eso para nuestra Margarita.
–Mientras no les salga como la Marcianita… –murmuró Omar.
–Ah, es cierto… ¿dónde está ahora tu adorable hermana? –preguntó Fernando.
–La última vez que me llamó estaba en Sudáfrica. Parece que va a comprar un rancho allá y va a llevarse sus caballos.
–Que raro. Ya llevo medio año aquí y todavía no conozco a tu hermana. –comentó Carolina– Y eso que su criadero de caballos es famoso en toda España.
–Pues no creo que vuelva, pero si quieres vamos a visitarla cuando viajemos de luna de miel.
–¡¿Luna de miel?! –exclamaron a la vez Fernando y Leticia.
–Pues sí. Esta preciosa doctora al fin me aceptó, así que muy pronto recibirán la invitación para nuestra boda.
–Felicidades –volvieron a decir ambos.
–Pero volviendo al tema de Marcia, –siguió Omar– ella no ha venido al condado desde que confirmó que el amor de Fernando y Lety es a prueba de todo. Mi hermana siempre creyó que sería vizcondesa, y cuando vio que él nunca la querría, prefirió alejarse y empezar una nueva vida.
–¿Y lleva todos estos meses en Sudáfrica?
–No. De hecho ha viajado por varios países, pero creo que al fin se dio cuenta de que no puede vivir huyendo ni deseando lo que no puede tener. Y yo espero que allá sea feliz, porque a fin de cuentas es mi hermana y quiero lo mejor para ella.
–Sí, eso espero yo también. No le deseo ningún mal, aunque no se haya portado bien conmigo y haya intrigado para separarme de Fernando –comentó Leticia.
–Tal vez creyó que me hacía un favor, pero creo que aprendió que no puede hacer acusaciones sin verificar toda la información. –dijo Fernando– Esas fotos que me trajo de México estuvieron a punto de causar nuestra infelicidad.
–Ya no hay que seguir hablando de esto. –le interrumpió Leticia– Eso ya quedó en el pasado, y de ahora en adelante solo debemos pensar en ser felices.
–Como siempre, tienes razón mi amor.
Fernando abrazó a Leticia y Margarita, formando con sus brazos un círculo de amor, con el que esperaba rodearlas por toda su vida.

 

FIN

 

 

 

Nota:

 

Esta es una historia original de Lucy Gordon, publicada en 2002 por Harlequín Ibérica.

 

© 2012 Todos los derechos reservados.

Crea una página web gratisWebnode